Página dedicada a mi madre, julio de 2020

5.4  Las medallas

Sciaramè, esa mañana, daba vueltas por su habitación sin dar pie con bola.

Más de una vez Rorò, la hijastra, se había asomado a la puerta, para preguntarle:

– ¿Qué busca?

Y él, disimulando enseguida la turbación, frenando la inquietud, le había respondido, primero, con una carita tierna, ingenua:

– Busco el bastón

Y Rorò.

– ¿Pero no lo ve ahí? En el rincón del cantarano.

Y había entrado a cogérselo. Poco después, ante una nueva pregunta de Rorò, otra vez había encontrado el modo de decirle que necesitaba un… sí, un pañuelo limpio. Y se lo había dado; pero aun así, no se decidía a irse.

La verdad era esta: que Sciaramè, esa mañana, buscaba la fuerza para decirle algo a la hijastra; y no lo encontraba. No lo encontraba, porque sentía ante ella la misma sumisión que sentía ante la mujer, muerta hacía cerca de siete años. De infarto, sostenía Rorò, por la imbecilidad de él.

Porque Carlandrea Sciaramè, acomodado un tiempo, había perdido en cierto momento el dominio de los vientos y de las lluvias, y tras una serie de malas cosechas, había tenido que vender la finca y luego la casa y, a los sesenta y ocho años, tuvo que adaptarse a trabajar como corredor de cítricos. Antes vendía él los cítricos, que eran el mayor producto de la finca (los vendía era un modo de decir: dejaba que se los robaran, que se los llevaran por un puñado de monedas los corredores ladrones); ahora era él el que debía interpretar el papel de ladrón, ¡y figurémonos cómo lo lograba!

Ya, no le dejaban ni siquiera intentarlo. De vez en cuando, algún triste negocio, para pagarle la correduría, como caridad. Y para ganársela, esa correduría, tenía que correr, pobre viejo, un día entero, enfermo como estaba, grácil, mal del corazón, con esos pies hinchados, metidos en unos zapatuchos de paño agujereado. Cuando por la noche volvía a casa, deshecho y decrépito, con dos pobres liras en la mano, sí y no.

La gente, sin embargo, creía que todas las penas que le tocaba sufrir las compensaba luego, los grandes días del calendario patriótico, en las celebraciones de las fiestas nacionales, cuando con la camisa roja desteñida, el pañuelo en el cuello, el sombrero frigio hundido hasta la nuca, lucía triunfal sus medallas garibaldinas del Sesenta.

¡Siete medallas!

Sin embargo, renqueando en la fila del cortejo con los compañeros de guerra, detrás de la bandera de la asociación de los Supervivientes, Sciaramè parecía un pobre perro perdido. A menudo levantaba un brazo, el izquierdo, y con la mano temblorosa o se tiraba bajo la barbilla de la floja papada o intentaba quitarse la pelambre híspida sobre el labio hundido; y, en fin, parecía que hacía de todo para esconder así, bajo ese brazo levantado, las medallas, dejando ver, de todos modos, que no le gustaba participar en esa pompa.

Muchos, al verlo pasar, le gritaban:

– ¡Viva la patria, Sciaramè!

Y él sonreía, bajando los ojillos pelados, casi mortificado, y respondía en voz baja, como a sí mismo:

– Viva… viva…

La sociedad de los Supervivientes garibaldinos tenía su sede en la sala de la planta baja de la única casucha que le había quedado a Sciaramè de todas sus propiedades. Él habitaba encima, con la hijastra, en dos cuartitos, a los que se accedía por una escalera desde esa sala de la planta baja. En la puerta había un tablón en el que  estaba escrito con letras grandes:

SUPERVIVIENTES GARIBALDINOS

Desde la ventana de Rorò se extendía con gracia sobre ese tablón un ramo vagabundo de jazmín.

En la sala, una mesa cubierta con un tapete verde, para la presidencia y el consejo; otra, más pequeña, para los periódicos y las revistas; una estantería rústica de tres anaqueles, polvorienta, llena de libros en gran parte intonsos; en las paredes, un gran retrato oleográfico de Garibaldi; y además, un grabado conmemorativo de la Muerte del Héroe de los Dos Mundos, entre lazos, luces y banderas.

Rorò, cada día, ordenados los dos cuartitos de arriba, puesta ya una famosa camiseta roja flamante, bajaba a esa sala de la planta baja y se sentaba junto a la puerta a hablar con las vecinas, mientras hacían ganchillo. Era una hermosa muchacha, morena y florida, y la llamaban la Garibaldina.

Ahora, Sciaramè, ese día, tenía que decirle precisamente a la hija que no bajara más a esa sala, sede de la Sociedad, y que, en cambio, se quedara trabajando arriba, en su cuarto, porque Amilcare Bellone, presidente de los Supervivientes, se había lamentado, no precisamente de esta costumbre de Rorò, que era al fin dueña de la casa, sino porque, con la excusa de venir a leer los periódicos, entraba casi cada mañana un jovencito, un tal Rosolino La Rosa, el cual, por haber ido a Grecia junto a otros tres jóvenes del pueblo, Betti, Gàsperi y Marcolini, a combatir nada menos que contra Turquía, se creía también él garibaldino.

La Rosa, rico y perezoso, estaba orgulloso de esta juvenil empresa suya; casi estaba obsesionado con ella, y no sabía hablar de otra cosa. Uno de sus tres compañeros, Gàsperi, había sido ligeramente herido en Domokos; y él se vanagloriaba como si la herida le hubiese tocado a él. Era Rosolino La Rosa incluso un hermoso joven: alto, espigado, con una larga barba cuadrada, entre rubia y pelirroja, y un par de bigotes hacia arriba, que, estirándolos bien, habría podido atárselos como si nada tras la nuca.

Se necesitaba poco para comprender que no venía a la sede de los Supervivientes para leer los periódicos y las revistas, sino para mostrarse allí como uno de casa entre los garibaldinos, e incluso para cortejar un poco a Rorò, con su camisa roja.

Incluso Sciaramè lo había comprendido; pero sabía también que Rorò era muy prudente y que el jovencito era rico y atolondrado. ¿Podía él, en conciencia, truncar la probabilidad de un matrimonio ventajoso para la hijastra? Él era viejo y pobre; dentro de poco, por tanto, ¿cómo se quedaría esa muchacha, si no lograba procurarse un marido? Además, él no era verdaderamente su padre y, por ello, no tenía tanta autoridad sobre ella como para prohibirle hacer algo que no solo no retenía malo, sino que preveía que podía traerle un gran bien.

Por otro lado, sin embargo, tampoco Amilcare Bellone se equivocaba. Estos eran asuntos de familia, en los que la Sociedad de los Supervivientes no tenía nada que ver. Ya en la calle se cotilleaba de ese enredo de La Rosa y de Rorò, del que parecía que la Sociedad era cómplice; y Bellone, que era de esta y de su buen nombre justamente celoso, no podía permitirlo. ¿Qué hacer, entretanto? ¿Cómo hablarle de ello a Rorò? Hacía ya más de una hora que estaba en vilo el pobre Sciaramè, cuando Rorò misma vino a ofrecerle el modo. Ya arreglada con su camiseta roja flamante, entró en la habitación del padrastro, impaciente:

– En fin, ¿sale o no sale esta mañana? ¡No me ha dejado ni ordenar el cuarto! Me voy abajo.

– Espera, Rorò, escucha, – comenzó entonces Sciaramè, tratando de animarse. – Quería decirte justo esto.

– ¿Qué?

– Que tú, bueno, sí… digo, ¿no podrías?, digo, ¿no te gustaría trabajar aquí arriba, en tu habitación, mejor que abajo?

– ¿Y por qué?

– Pues, vamos, porque abajo, ¿sabes?, los… los socios…

Rorò frunció enseguida las cejas.

– ¿Algún cambio? Perdona, ¿quizás los señores Supervivientes le pagan ahora el alquiler?

A Sciaramè se le escapó una sonrisa tonta, como si Rorò hubiera dicho una buena ocurrencia.

– Ya, – dijo. – Es verdad, no… no pagan el alquiler.

– ¿Y qué quieren, pues? – acosó, fiera, Rorò. ¿Qué pretenden? ¿Dictar leyes, por añadidura, en nuestra casa?

– No, ¡qué tiene que ver! – intentó replicar Sciaramè. – Ya sabes que fui yo quien quiso ofrecerles…

– Por la tarde, – concedió, para cortar por lo sano Rorò. – Por la tarde, ¡son muy dueños!, ya que usted tuvo la felicísima idea de hospedarlos aquí. Y yo sé lo que me cuesta cada noche conciliar el sueño, con todas sus charlas y las coplillas que cantan, ¡borrachos! Pero basta. ¿Ahora pretenderían que yo…?

– No por ti, – trató de interrumpirla Sciaramè, – no por ti, precisamente, hija mía…

– ¡He comprendido! Dijo, ensombreciéndose, Rorò. – Lo había comprendido antes de que usted se pusiera a hablar. Pero respóndales a los señores Supervivientes así: ¡que se ocupen de sus asuntos, que de los míos me ocupo yo; y si esto no les acomoda, que se vayan, que me harán un grandísimo favor! Solo tengo que rendirle cuentas a usted. Dígame: ¿es que quizás ya no confía en mí?

– ¡Yo, sí, yo, sí, hija mía!

– Pues entonces, ¡basta! No tengo nada más que decirle.

Y Rorò, con la cara más roja que su camiseta, le volvió la espalda y bajó, dándose a todos los demonios.

Sciaramè tragó saliva, luego se quedó en medio de la habitación tirándose del labio y batiendo los párpados, irritado, sin saber bien si consigo mismo o si con Rorò o si con los Supervivientes. Pero, en fin, era necesario hacer algo. Entretanto, esto: salir fuera. ¡Un poco de aire! Al aire libre, ¡quién sabe!, alguna idea se le ocurriría.

Y bajó la escalera, con una mano apoyada en la pared y la otra en el bastoncito que echaba hacia delante; luego, abajo un pie hinchado, luego el otro, echando por la nariz, en cada escalón, la pena y la inquietud; atravesó la sala de abajo y salió sin decirle nada a Rorò, quien ya hablaba con una vecina y ni siquiera se volvió a mirarlo.

¡Ay, qué alivio le daría que esta hija bendita se casara, quizás con cualquier otro joven, si no era precisamente con La Rosa! Con La Rosa, verdaderamente – pensándolo bien – le parecía difícil: primero, porque Rorò era pobre; luego, porque la llamaban La Garibaldina, y los señores La Rosa, en cambio, para el hijo atolondrado buscaban una muchacha juiciosa, sin humos patrióticos. No es que Rorò los tuviera: no los había tenido nunca; pero había conseguido esta fama desgraciadamente, y quizás ahora se servía de ello como de una telaraña sobre la que nadie podía decir que era ella quien la había comenzado, para hacer que cayera ese zascandil de La Rosa.

¡Ojalá!”, suspiraba en su interior Sciaramè, pensando que, en verdad, parecía ya bien envuelto el zascandil.

Vamos, ¿cómo iba ahora a estropear esa telaraña justo ahora?, ¿para darles una alegría a los señores Supervivientes que ni siquiera pagaban el alquiler? ¿Y en qué consistía todo el mal, en fin, para Amilcare Bellone? En que La Rosa había traído de Grecia la camisa roja. ¡Despecho y celos! La camisa roja en ese joven le parecía a ese hombre bendito un verdadero sacrilegio, y lo ponía furioso como a un toro. Si hubiese venido a leer los periódicos, a la Sociedad, cualquier otro jovencito, seguro que no se habría preocupado.

Pesando esto, Sciaramè llegó a la plaza principal del pueblo y fue a sentarse, como era habitual, ante una de las mesitas del Café colocadas en la acera.

Sentado allí, cada día, esperaba que alguien lo llamara para algún recado: esperando, comido por las moscas y por el aburrimiento, se dormía. Nunca tomaba nada, en ese café, ni siquiera un vaso de agua con unas gotas de anís; pero el dueño lo soportaba porque a menudo los clientes se divertían con él forzándolo a hablar de Calafitami y de la entrada de Garibaldi en Palermo, y de Milazzo y de Volturno. Sciaramè hablaba de ello con dolorosa tristeza, moviendo la cabeza y entornando los ojillos pelados. Recordaba los episodios penosos, los muertos, los heridos, sin ninguna exaltación y sin vanagloriarse nunca. Así que, al final, los que lo habían empujado a hablar para disfrutar, en cambio, se quedaban afligidos, considerando que el antiguo fervor de ese viejecito había decaído y se había apagado en la miseria de los tristes años sobrevividos.

Al verlo, esa mañana, más agobiado de lo habitual, uno de los clientes le gritó:

– ¡Arriba, ánimo, Sciaramè! Dentro de pocos días será la fiesta del Estatuto. ¡Haremos que la vieja camisa roja tome un poco de aire!

Sciaramè hizo un gesto con la mano, un gesto que quería decir que tenía en la cabeza algo bien distinto. Estaba a punto de colocar la barbilla sobre las manos apoyadas en el pomo del bastoncito, cuando oyó que lo llamaba con rabia Amilcare Bellone que había llegado como una tormenta. Se puso en pie de un salto, ante la mirada airada del Presidente de la Sociedad de los Supervivientes.

– Se lo he dicho, ¿sabes?, a Rorò. Se lo he dicho esta mañana – antepuso para amansarlo, acercándose a él.

Pero Bellone lo agarró por un brazo, lo atrajo hacía él y, poniéndole un puño bajo la nariz, le gritó:

– ¡Pero si está allí!

– ¿Quién?

– La Rosa.

– ¿Allí?

– Sí, y ahora te lo acomodo yo. ¡Te lo echo a patadas!

– ¡Por favor! – imploró Sciaramè. – ¡No formemos un escándalo! Deja que vaya yo. Te prometo que ya no pondrá allí un pie. Creía que bastaba con decírselo a Rorò… Iré yo, ¡déjame a mí!

Bellone se rio; luego, sin soltarle el brazo, le preguntó:

– ¿Quieres saber lo que eres?

Sciaramè sonrió con amargura, encogiéndose de hombros.

– ¿Un mameluco? – dijo.

– ¿Y te das cuenta ahora? Yo lo sé hace tiempo, querido.

Y se encaminó, encorvado, sacudiendo la cabeza, apoyado en el bastoncito.

Cuando Rorò, que estaba sentada cerca de la puerta, descubrió al padrastro a lo lejos, le indicó a Rosolino La Rosa que se apartara y se sentara en la mesita de los periódicos. La Rosa, de un salto, estuvo en su sitio; abrió con desorden una revista, y se hundió en la lectura.

Y Rorò:

– ¿Tan pronto? – le preguntó al padrastro, torciendo el más bonito morrito de la tierra. – ¿Qué le ha pasado?

Sciaramè miró primero a La Rosa que tenía los codos sobre la mesita, y la cabeza entre las manos, luego le dijo a la hijastra:

– Te había rogado que te quedaras arriba.

– Y yo le he respondido que en mi casa… – comenzó Rorò; pero Sciaramè la interrumpió, amenazante, levantando el bastoncito e indicándole la escalera del fondo:

– ¡Arriba, y basta! Tengo que decirle unas palabritas al señor La Rosa.

– ¿A mí?- dijo este, como si cayera de las nubes, volviéndose y mostrando la hermosa barba cuadrada y los bigotes hacia arriba.

Se puso en pie, todo lo largo que era, y se acercó a Sciaramè, quien se quedó, frente a él, muy pequeñito.

– Siga, siga sentado, se lo ruego, querido don Rosolino. Quería decirle, bueno… ¡Vete arriba, Rorò!

Rosolino La Rosa se rompió en dos para inclinarse ante Rorò, que ya se encaminaba por la escalera, borbotando, rabiosa. Sciaramè esperó que la hijastra estuviera arriba; se volvió con una actitud humilde y sonriente a La Rosa y comenzó:

– Usted es, lo sé, un buen joven, querido don Rosolino mío.

Rosolino La Rosa volvió a romperse en dos.

– ¡Gracias de corazón!

– No, es la verdad – continuó Sciaramè. – Y yo, por mi cuenta, me siento honrado…

– ¡Gracias de corazón!

– Vamos, es la verdad, se lo digo. Muy honrado, querido don Rosolino, de que venga aquí para… para leer los periódicos. Sin embargo, así es, yo aquí soy y no soy el dueño. Ya ve usted: esta es la sede de los Supervivientes; y yo, que soy y no soy el dueño, tengo con los compañeros, con los socios, cierta… cierta responsabilidad, eso es.

– Pero yo… – intentó interrumpirle Rosolino La Rosa.

– Lo sé, usted es un buen joven, – añadió enseguida Sciaramè, extendiendo las manos – viene aquí para leer los periódicos; no molesta a nadie. Estos periódicos, sin embargo, bueno… estos periódicos, querido don Rosolino mío, no son míos. Si fueran míos… pero todos, ¡imagínese! Al no ser socio…

– ¡Alto ahí! – exclamó en este punto La Rosa, extendiendo ahora él las manos, y frunciendo el ceño. – Ahí lo esperaba: que me dijera esto. ¿No soy socio? Muy bien. Respóndame ahora a mí: en Grecia, ¿yo he estado, sí o no?

– ¡Pues seguro que ha estado! ¿Quién puede ponerlo en duda?

– ¡Muy bien! Y la camisa roja, ¿la he traído, sí o no?

– ¡Pues claro! – repitió Sciaramè.

– Entonces, he ido, he luchado, he vuelto. Tengo pruebas, atento, Sciaramè, pruebas, pruebas, documentos que hablan claro. Y entonces, oigamos: según usted, ¿qué soy yo?

– Pues es un buen joven, un buen hijo, ¿no se lo he dicho?

– ¡Muchas gracias! – chilló Rosolino La Rosa. – No quiero saber esto. Según usted, ¿soy o no soy garibaldino?

– ¿Es garibaldino? ¡Claro!, ¿por qué no? – respondió, aturdido, Sciaramè, sin saber adónde quería ir a parar La Rosa.

– ¿Y superviviente? – continuó este entonces. – Soy superviviente porque no he muerto y he vuelto. ¿Está bien? Ahora los señores veteranos no permiten que yo venga aquí a leer los periódicos porque no soy socio, ¿no es así? Lo ha dicho usted mismo. Pues bien: voy ahora a buscar a mis tres compañeros supervivientes de Domokos, y los cuatro, de acuerdo, esta misma tarde, presentaremos una solicitud de admisión a la Sociedad.

– ¿Cómo?, ¿cómo? – dijo Sciaramè, con los ojos desencajados. – ¿Socios aquí?

– ¿Y por qué no? – preguntó Rosolino La Rosa, frunciendo las cejas más fieramente.- ¿No somos acaso dignos, según usted?

– Pues sí, no digo… por mí, ¡imagínese!, ¡tanto honor y tanto placer! – exclamó Sciaramè. – Pero los otros, digo, mis… mis compañeros…

– ¡A ellos quiero verlos! – concluyó amenazadoramente La Rosa.- Sé que tengo más derecho que nadie a formar parte de esta Sociedad; y, en caso necesario, Sciaramè, podré demostrarlo. ¿Lo ha comprendido?

Diciendo esto, Rosolino La Rosa cogió con dos dedos las solapas de la chaqueta de Sciaramè y se las sacudió ligeramente; luego, mirándolo a los ojos, añadió:

– Hasta esta tarde, Sciaramè, ¿ha entendido?

El pobre Sciaramè se quedó un rato en la sala, aturdido, rascándose la nuca.

Se había quedado formando parte de la sociedad de los Supervivientes poco más de una docena de veteranos, ninguno de los cuales era nativo del pueblo. Amilcare Bellone, el presidente, era lombardo, de Brescia; Nardi y Navetta, de Emilia-Romaña, y todos, en fin, de varias regiones de Italia, que habían venido a Sicilia para el comercio de los cítricos o del azufre.

La Sociedad había surgido muchos años después, de improviso, una tarde, por iniciativa de Bellone. Se tenía que festejar en Palermo el centenario de las Vísperas Sicilianas. Ante la noticia de que Garibaldi vendría a Sicilia para esa fiesta memorable, se habían reunido en el Café los pocos garibaldinos residentes en el pueblo, con la intención de ir juntos a Palermo para volver a ver por última vez a su Duce glorioso. La propuesta de Bellone, de fundar sobre la marcha una sociedad de Supervivientes que pudiera figurar con una bandera propia en el gran cortejo que había en el programa de esas fiestas, había sido acogida con fervor. Algunos clientes del Café le habían indicado entonces a Bellone a Carlandrea Sciaramè, que estaba, como era habitual, adormecido en un rincón apartado, y le habían dicho que también él era un veterano garibaldino, el viejo patriota del pueblo; y Bellone, encendido por el recuerdo de los juveniles entusiasmos y un poco también por el vino, se había acercado a él sin más: – ¡Eh, conmilitón! ¡Recluta! ¡Recluta! – Lo había sacudido del sueño y llamado, entre los vítores, para que formara parte de la naciente sociedad. Obligado a beber, a esa hora insólita, más allá de su sed, Carlandrea Sciaramè se había dejado escapar, a su vez, la propuesta de que, por el momento, la nueva Sociedad podría tener su sede en la sala de la planta baja de su casita. Los supervivientes enseguida habían aceptado; luego, olvidándose de que Sciaramè había ofrecido esa sala provisionalmente, se habían quedado allí para siempre, sin pagar el alquiler.

Sciaramè, sin embargo, al dar gratis la sala, tenía la ventaja de no pagar las tres liras al mes que pagaban los demás por el abono a los periódicos, por la iluminación, etc. etc. Por lo demás, para él, la molestia era, si acaso, solo por la tarde, cuando los socios se reunían a beber alguna jarra de vino, a jugar alguna partidita de brisca, a leer los periódicos y a charlar de política.

Nadie suponía que el pobre Sciaramè, entre la hijastra y Bellone, estuviera entre el yunque y el martillo. El presidente bresciano no admitía réplicas: impetuoso y gritón, se lanzaba contra cualquiera que osara contradecirle.

– ¡Los jovencitos!, ¡oh, los jovencitos! – comenzó a chillar esa tarde, después de haber leído la solicitud de La Rosa y compañía, bailando con la bilis y agitando el papel bajo la nariz de los socios y carcajeándose, con toda la carota inflamada. – ¡Los jovencitos, señores, los jovencitos! ¡Aquí los tenemos! ¡Las nuevas camisas rojas, a tres liras el metro, de diseño nuevo, señores míos, estrenadas en Grecia, lindas, limpias y sin una mancha! Siéntense, siéntense; estamos todos aquí; abro la sesión: ¡sin formalidad, sin orden del día, las liquidaremos enseguida enseguida, de un plumazo! Siéntense, siéntense.

Pero los socios, excepto Sciaramè, lo habían rodeado para ver ese papel, como si no pudieran creerlo, y lo abrumaban de preguntas, señaladamente el romañol gordo y desdentado, Navetta, que era un poco sordo y tenía una pierna de madera, una especie de tranca, sobre la que se agitaban los pantalones y que, al caminar, emitía unos ruidos broncos que causaban horror.

Bellone se libró del gentío de un manotazo, fue a tomar asiento en la mesita de la presidencia, tocó la campanilla y se puso a leer la solicitud de los jóvenes con mil muecas y contracciones de los ojos, de la nariz y de los labios, que suscitaban poco a poco las risas más vulgares de los oyentes.

Solo Sciaramè estaba escuchando muy serio, con la barbilla en el pomo del bastoncito y los ojos fijos en la lámpara de petróleo.

Terminada la lectura, el presidente asumió un aire grave y digno. Sciaramè lo trastornó, al levantarse.

– ¡A su sitio! ¡A sentarse! – le gritó Bellone.

– La luz se apaga – observó tímidamente Sciaramè.

– ¡Pues déjala que se apague! Señores, yo considero ocioso, considero humillante para nosotros cualquier discusión sobre un tema tan ridículo. (¡Muy bien¡) Todos de acuerdo, de un plumazo, rechazaremos esta increíble, esta incalificable… esta ¡no sé cómo llamarla! (Estallido de aplausos).

¡Pero Nardi, el otro romañol, quiso hablar y dijo que estimaba necesario e imprescindible declarar de una vez para siempre que tenían que considerar garibaldinos solo a los que habían seguido a Garibaldi (¡Bien! ¡Bravo! ¡Muy bien!), al verdadero, al único, Giuseppe Garibaldi (Aplausos fragoroso, ovaciones), Giuseppe Garibaldi, y basta.

– ¡Y basta, sí, y basta!

– Y añadamos – se levantó entonces para hablar, pum, Navetta, – añadamos, oh, señores, que la… la, ¿cómo se llama?, la desgraciada guerra de Grecia contra… ¿cómo se llama?, contra Turquía, no podemos, no debemos, en absoluto, tomárnosla en serio, por el… seguro, el, ¿cómo se llama?, el pésimo papel que ha jugado esa nación que… que…

– ¡Pues claro! – gritó, enojado, Bellone, poniéndose en pie. – Basta con que digamos: “¡esa nación degenerada!”.

– ¡Muy bien! Degenerada, degenerada. (1) ¡No se necesita más! – aprobaron todos.

En este momento Sciaramè levantó la barbilla del bastoncito y levantó una mano.

– ¿Me permiten? – preguntó con aire humilde.

Los socios se volvieron a mirarlo, ceñudos, y Bellone lo midió, hosco.

– ¿Tú? ¿Qué tienes que decir tú?

El pobre Sciaramè se perdió, tragó, extendió otra vez la mano.

– Bueno… Quisiera hacerles notar que.. a fin de cuentas… estos… estos cuatro jovencitos..

– ¡Bufones! – saltó Bellone. – Se llaman bufones y basta. ¿Los defenderías acaso tú?

– ¡No! – respondió enseguida Sciaramè. – No, pero, bueno, quisiera hacerles notar, como decía, que… a fin de cuentas, han… han luchado, eso es, estos cuatro jovencitos, han estado en el fuego, sí… se han mostrado audaces, valientes…, uno incluso ha sido herido… ¿qué más quieren? ¿Acaso tenían que dejarse allí la piel, que Dios nos libre? Si Él, Garibaldi, no estuvo, porque no podía estar – ¡cómo no!, estaba muerto… – estuvo, sin embargo, su hijo, quien tiene derecho, me parece, a llevar la camisa roja, y a hacer que la lleven, por ello, todos los que lo siguieron a Grecia, así es. Y por tanto…

Hasta este momento, Sciaramè pudo hablar maravillado él mismo de que lo dejaran hacerlo, pero también temeroso y, poco a poco, cada vez más consternado por el silencio con que eran acogidas sus palabras. No sentía en ese silencio el consenso, es más, sentía que con ello los compañeros casi lo desafiaban a proseguir para ver adónde llegaba su simpleza o su desfachatez, o bien para atacarlo ante alguna palabra no bien medida; y por ello, intentaba mostrar, poco a poco, más humilde la expresión de la cara y de la voz. Pero ahora ya no sabía qué más añadir; le parecía que había dicho bastante, que había defendido como mejor podía a esos jovencitos. Y entretanto ellos seguían callados, lo desafiaban a hablar más. ¿Qué decir? Añadió:

– Y por tanto me parece…

– ¿Qué te parece? – prorrumpió entonces, furibundo, Bellone, colocándose ante él, de frente.

– ¡Un cuerno!, ¡un cuerno! – gritaron los demás, levantándose también.

Y lo pusieron en medio y empezaron a hablar agitadamente todos juntos y uno lo tiraba hacia acá, otro hacia allá para demostrarle que defendía una causa indigna y que debía avergonzarse. ¡Avergonzarse, porque defendía a cuatro sinvergüenzas gandules! – ¿O es que las epopeyas, las verdaderas epopeyas, como la garibaldina, podían tener añadidos, apéndices? ¡De ridículo, de ridículo se había cubierto Grecia!

El pobre Sciaramè no podía responderles a todos, abatido, atropellado. Cogió al vuelo lo que decía Nardi y le gritó:

– ¿No fue nacional la empresa? Pero Garibaldi, perdonen, ¿Garibaldi luchó quizás solo por nuestra independencia? Luchó también en América, incluso en Francia luchó, ¡un Caballero de la Humanidad! ¡Qué tiene que ver!

– ¿Quieres callarte, Sciaramè? – tronó en este punto Bellone, dando un gran puñetazo en la mesa presidencial. – ¡No calumnies! ¡No hagas comparaciones ultrajosas! ¿Te atreverías a comparar la epopeya garibaldina con la payasada de Grecia? ¡Avergüénzate! Avergüénzate, porque bien sé yo por qué defiendes a estos cuatro bufones. Pero nosotros, entérate, al tomar esta tarde esta decisión, te haremos un gran bien incluso a ti; te liberaremos de un moscón que insidia el honor de tu casa; y tú tienes que votar con nosotros, ¿entiendes? La solicitud tiene que ser rechazada por unanimidad, ¡por Dios! ¡Vota con nosotros!, ¡vota con nosotros!

– Permítanme al menos que me abstenga… – imploró Sciaramè, con las manos juntas.

Y tanto hicieron y tanto dijeron, que obligaron al pobre Sciaramè a votar que no, con ellos.

Dos días después, en el periódico local, apareció esta protesta de Gàsperi, el herido en Domokos.

GARIBALDINOS VIEJOS Y NUEVOS

Recibimos y publicamos:

Egregio Señor Director:

En mi nombre y en el de mis compañeros, La Rosa, Betti y Marcolini, le comunico la deliberación votada por unanimidad en la Asociación de los Supervivientes Garibaldinos, a raíz de nuestra solicitud de admisión.

¡Hemos sido rechazados, señor Director!

Nuestra camisa roja, para los señores veteranos de la Asociación, no es auténtica. ¡Justo así! ¿Y sabe por qué?, porque, al no haber nacido o al estar aún en pañales, cuando Giuseppe Garibaldi – el verdadero, el único – como dice la deliberación – se dispuso a luchar por la liberación de la Patria, nosotros, pobrecitos, no pudimos naturalmente con nuestras niñeras y nuestras madres seguirlo entonces, y hemos cometido el error, en cambio, de seguir al Hijo (que parece, a juicio de los susodichos veteranos, que no es también Garibaldi) a la sagrada Hélade. Se nos culpa, de hecho, del triste y humillante final de la guerra greco-turca, como si nosotros en Domokos no hubiéramos luchado y vencido, dejando en el campo de batalla al heroico Fratti y a otros generosos.

Ahora comprenderá, egregio señor Director, que nosotros no podemos defender, como quisiéramos, a nuestro Duce, el noble ideal que nos empujó a acudir a la llamada, a nuestros compañeros de arma caídos y supervivientes, de la indigna ofensa contenida en la incalificable deliberación de nuestros Supervivientes: no podemos, porque nos encontramos frente a viejos evidentemente atontados. La palabra puede parecer al principio un poco dura, pero no parecerá tal cuando se considere que estos señores nos han rechazado de la Asociación sin pensar que, entretanto, forma parte de ella alguien que no solo no ha sido nunca garibaldino, no solo no ha participado en ningún hecho de armas, sino que por añadidura osa ponerse una camisa roja y adornarse el pecho con siete medallas que no le pertenecen, porque fueron de su hermano, muerto heroicamente en Dijon.

Dicho esto, me parece superfluo añadir otros comentarios a la deliberación. Me declaro dispuesto a demostrar con documentos en la mano cuanto afirmo. Si me obligan a ello, desenmascararé incluso públicamente a este falso garibaldino, que incluso ha tenido el coraje de votar con los otros contra nuestra admisión.

Entretanto, rogándole, señor Director, que publique íntegramente en su periódico esta protesta mía, tengo el honor de llamarme

Su devotísimo

ALESSANDRO GÀSPERI

Sabíamos también nosotros desde hacía tiempo que de la Asociación de los Supervivientes Garibaldinos formaba parte un señor que no es en modo alguno superviviente, como no fue nunca garibaldino. No habíamos comentado nunca nada de ello, por amor a la patria, ni nos habríamos ocupado nunca de ello, si ahora el acto irreflexivo de la susodicha Sociedad no hubiera provocado justamente la protesta del señor Gàsperi y de los otros jóvenes valerosos que lucharon en Grecia. Retenemos que la Sociedad de los Supervivientes, para darles al menos una satisfacción a estos jóvenes y proveer a su decoro, tendría que aligerarse ahora a expulsar a ese socio indigno, en todos los sentidos, de formar parte de ella.

(N. d. R.)

Amilcare Bellone, con el periódico en la mano – mientras todo el pueblo comentaba maravillado la protesta de Gàsperi – se precipitó, furioso, en la sede de la Sociedad y, tropezando con Carlandrea Sciaramè, que se dirigía triste e ignorante al Café de la plaza, lo cogió por el pecho y lo sentó de un tirón en una silla, mientras con la otra mano le abofeteaba la cara con el periódico.

– ¿Has leído? ¡Lee esto!

– No… ¿Qué… qué ha sido? – balbució Sciaramè, agredido con tanta violencia.

– ¡Lee!, lee, – le gritó de nuevo Bellone, apretando los puños, para contener la rabia; y se puso a dar vueltas como un león por la habitación.

El pobre Sciaramè buscó con las manos inseguras las lentes; se las colocó en la punta de la nariz; pero no sabía qué debía leer en ese periódico. Bellone se le acercó; se lo arrancó de la mano y, abriéndolo, le indicó la protesta en la página segunda.

– ¡Aquí!, ¡aquí! ¡Lee aquí!

– Ah, – dijo, dolido, Sciaramè, tras leer el título y la firma. – ¿No se lo había dicho yo?

– ¡Sigue! ¡Sigue! – le gritó Bellone; y se puso de nuevo a pasear.

Sciaramè se puso a leer, muy callado. En cierto momento, frunció las cejas; luego, las relajó, abriendo los ojos y la boca. El periódico casi se le cayó de las manos. Lo volvió a coger, se lo acercó más a los ojos, como si la vista se le hubiera nublado de pronto. Bellone se había parado para mirarlo con los ojos fulminantes, los brazos cruzados, y esperaba, temblando, una protesta, una desmentida, una explicación.

– ¿Qué dices? ¡Levanta la cabeza! ¡Mírame!

Sciaramè, con la cara cadavérica, apretando los párpados en torno a los ojos apagados, sacudió lentamente la cabeza, en señal de negación, sin poder hablar; colocó sobre la mesa el periódico y se llevó una mano al corazón.

– Espera… – dijo luego, más con el gesto que con la voz.

Intentó tragar saliva; pero la lengua se le había acorchado de pronto. No podía respirar.

– Yo… – comenzó luego a balbucir, jadeando, – yo allí… yo estuve… en… en Calatafimi… en… en Palermo… luego en Milazzo… y en… en Calabria en… en Melito… luego arriba… arriba hasta… hasta Nápoles… y luego en Volturno…

– Pero ¿cómo estuviste? ¡Las pruebas! ¡Las pruebas! ¡Los documentos! ¿Cómo estuviste?

– Espera… Yo… con… Con Stefanuccio… Tenía el asno…

– ¿Qué dices? ¿Desvarías? ¿De quién son las medallas? ¿Tuyas o de tu hermano? ¡Habla! ¡Es esto lo que quiero saber!

– Son… Déjame hablar… En Marsala… estábamos allí, en el Sesenta, yo y Stefanuccio, mi hermanito… Le había hecho de padre.. a Stefanuccio… apenas tenía quince años, ¿comprendes? Se escapó de casa, cuando… cuando desembarcaron los Mille… para seguirlo a Él, a Garibaldi, con los voluntarios… Vuelvo a casa; no lo encuentro… entonces tomé en alquiler un asno… lo alcancé primero en Calatafimi, para traérmelo a casa… a los quince años, un niño, ¿qué podía hacer, corazón mío?… pero él me amenazó con que se saltaría la cabeza, dice, con ese viejo fusil más alto que él que le habían dado… si yo lo obligaba a volver… la cabeza… y entonces, persuadido por los otros voluntarios, dejé en libertad al asno… que luego tuve que pagar… y… los acompañé.

– ¿También como voluntario? ¿Y luchaste?

– No… no tenía… no tenía fusil…

– ¿Y, en cambio, tenías miedo, no?

– No, no… ¡Antes morir que dejarlo!

– ¿Seguiste entonces a tu hermano?

– ¡Sí, siempre!

Sciaramè sintió como escalofríos en la espalda, y se apretó el pecho con más fuerza, encorvándose aún más.

– Pero ¿y las medallas? ¿Y la camisa roja? – continuó Bellone, sacudiéndolo con furia, – ¿de quién son? ¿Tuyas o de tu hermano? ¡Responde!

Sciaramè abrió los brazos, sin atreverse a levantar la cabeza; luego dijo:

– Como Stefanuccio no… no pudo distrutarlas…

– ¡Las has lucido tú! – terminó la frase Bellone. – ¡Oh, miserable impostor! ¿Y te has atrevido a burlarte así de nuestra buena fe? Merecerías que te escupiese a la cara; merecerías que yo… ¡Pero me das pena! ¡Te irás ahora mismo de la sociedad! ¡Fuera! ¡Fuera!

– ¿Me echas de mi casa?

– ¡Nos iremos nosotros, ahora mismo! ¡Ordena que descuelguen enseguida el tablón de la puerta! Pero ¿cómo, cómo no se me pasó nunca por la cabeza la sospecha de que, siendo tan estúpido, era necesario que este no hubiera visto a Garibaldi ni siquiera de lejos?

– ¿Yo? – exclamó Sciaramè de un salto. – ¿Que yo no lo vi? ¡Ah, sí que lo vi! ¡E incluso le besé las manos! ¡En la plaza pretorial, se las besé, en Palermo, donde había acampado! ¡Las manos!

– ¡Calla, desvergonzado! ¡No quiero escucharte más! ¡No quiero verte más! ¡Ordena que descuelguen el tablón y ay de ti si te atreves a hacerte pasar por garibaldino!

Y Bellone se dirigió furioso hacia la puerta. Antes de salir, se volvió a gritarle de nuevo:

– ¡Desvergonzado!

Ya solo, Sciaramè intentó ponerse en pie; pero las piernas no le regían ya; el corazón enfermo se le agitaba en el pecho. Agarrándose con las manos a la mesita, a la silla, a la pared, se arrastró hasta arriba.

Rorò, al verlo aparecer ante ella en ese estado, lanzó un grito; pero él le indicó que callara; luego, le indicó la cómoda de la habitación y le preguntó casi estrangulado:

– ¿Tú… los papeles de ahí… a La Rosa?

– ¿Los papeles? ¿Qué papeles? – dijo Rorò acudiendo a sujetarlo, completamente turbada.

– Los míos… los documentos de… de mi hermano… – balbució Sciaramè acercándose a la cómoda. – Abre… Déjame ver…

Rorò abrió la cómoda. Sciaramè metió una mano con los dedos rígidos en el haz de los documentos gastados, amarillentos, liados con cordel; y, volviéndose a la hija con los ojos apagados, le preguntó:

– ¿Se los… se los has enseñado tú… a La Rosa?

Rorò no pudo primero responder; luego, desconcertada y consternada, dijo:

– Me pidió verlos… ¿Qué mal he hecho?

Sciaramè se abandonó entre sus brazos, sobrecogido por un ímpetu de sollozos. Rorò lo arrastró hasta la silla junto a la cama e hizo que se sentara, llamándolo, espantada:

– ¡Papá!, ¡papá! ¿Por qué? ¿Qué mal he hecho? ¿Por qué llora?, ¿qué le ha pasado?

– ¡Vete… vete… déjame! – dijo, agonizando, Sciaramè. – Yo que los he defendido… yo solo… ¡Ingratos!… ¡Yo estuve! Lo acompañé… Quince años tenía… Y el asno… con los primeros escopetazos… Las piernas, las piernas… Por dos, sufrí… Y en Milazzo… detrás de ese sarmiento de vid… un pedazo de tierra, aquí en el labio…

Rorò lo miraba, angustiada y trastornada, oyéndolo farfullar así:

– Papá… papá… ¿qué dice?

Pero Sciaramè, con la mirada ausente, los ojos desencajados, una mano en el corazón, la cara descompuesta, no la oía ya.

Veía, a lo lejos, en el tiempo.

Había seguido verdaderamente a ese hermanito menor suyo, al que le había hecho de padre; lo había alcanzado verdaderamente, con el asno, primero en Calatafimi, e implorándole con las manos jutas que volviera a casa, en la grupa del asno, ¡por caridad, si no quería que él se muriera de terror al saberlo expuesto a la muerte, aún tan joven! ¡Vamos! ¡Vamos! Pero el hermanito no había querido saber nada de ello, y entonces él, poco a poco, entre los demás voluntarios, se había entusiasmado y había ido. Luego, sin embargo, con los primeros escopetazos… no, no, no había deseado recuperar el asno abandonado, porque, aunque el miedo hubiera sido más fuerte que él, no habría huido, al saber que su hermanito, allí, estaba entretanto en la lucha, y que quizás en ese momento, así era, lo mataban. Es más, hubiera querido correr, tirarse en la lucha también él, e incluso dejarse matar, si hubiera encontrado muerto a Stefanuccio. Pero ¡las piernas, las piernas! ¿Qué puede hacer un pobre hombre cuando ya no es dueño de sus propias piernas? Por dos, verdaderamente, por dos había sufrido hasta un punto que no puede decirse, durante la batalla y después. ¡Ah, después, quizás aún más!, cuando, en el campo de batalla, había buscado entre los muertos y los heridos a su hermanito. ¡Pero qué alegría al volverlo a ver sano y salvo! Y así lo había seguido hasta Palermo, hasta, Gibilrossa, donde lo había esperado, más muerto que vivo, muchos días: ¡una eternidad En Palermo, Stefanuccio, por el valor demostrado, había sido adscrito a la legión de los Guardias genoveses, que tenía luego que ser diezmada en la batalla campal de Milazzo. Había sido un verdadero milagro, si en esa jornada no había muerto también él, Sciaramè. Agazapado en una viña, oía de vez en cuando, aquí y allí, unos golpazos extraños entre los pámpanos; pero no le pasaba ni siquiera por la cabeza que pudieran ser balas, cuando, justo allí, en el sarmiento detrás del cual estaba escondido… ¡Ah, ese silbido terrible, antes del golpazo! A gatas, con los riñones abiertos por los escalofríos, había intentado alejarse; pero, en vano; y se había quedado allí, en medio de la granizada de balas, aterrorizado, atónito, viendo la muerte con sus ojos, en cada golpazo.

Conocía, pues, verdaderamente todos los horrores de la guerra; todo lo que narraba, lo había visto, oído, sentido; había estado, en fin, verdaderamente en la guerra, aunque no hubiera tomado en ella parte activa. Al volver a Sicilia, tras la donación de Garibaldi al Rey Vittorio del reino de las Dos Sicilias, él había sido acogido como un héroe junto al hermanito Stefano. Medallas, él, sin embargo, no había ganado: las había ganado Stefanuccio; pero eran como de los dos. Por lo demás, él nunca se había vanagloriado de nada: apremiado a hablar, siempre había dicho lo que había visto. Y nunca habría pensado entrar a formar parte de la Sociedad, si esa maldita tarde no lo hubieran casi obligado y echado en medio a la fuerza. El honor que le habían hecho y del que él, a fin de cuentas, no se sentía precisamente indigno, pues también había sufrido por la patria, y no poco, lo había compensado hospedando gratis durante tantos años a la Sociedad. Había vestido, sí, la camisa roja del hermano y se había adornado el pecho con las medallas que no eran precisamente suyas; pero, dado el primer paso, ¿cómo podía echarse atrás? No había podido eludirlo, y en secreto se había excusado pensando que así representaría a su pobre hermanito en esas fiestas nacionales, a su pobre Stefanuccio muerto en Dijon, él que tan bien se había ganado esas medallas, y luego no había podido disfrutarlas, en las bonitas fiestas de la patria.

Ese era todo su error. Habían llegado los nuevos garibaldinos, habían peleado con los viejos, y él se había encontrado en medio, él, que los había defendido, solo contra todos. ¡Ah, ingratos! Lo habían matado.

Rorò, al verle la cara como de tierra y los ojos hundidos y vueltos, se puso a pedir ayuda por la ventana.

Acudieron, consternados, jadeantes, algunos vecinos.

– ¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

Se detuvieron, a la vista de Sciaramè, ahí en la silla, agonizando.

Dos, los más animosos, lo cogieron por las axilas y por los pies e intentaron acomodarlo en la cama. Pero aún no lo habían tendido, cuando…

– ¡Oh! ¿Qué?

– ¡Mirad!

– ¿Muerto?

Rorò se quedó desconcertada, con los ojos desencajados, mirándolo. Miró a los vecinos que habían acudido; balbució:

– ¿Muerto? ¡Oh, Dios! ¡Dios! ¿Muerto?

Y se tiró sobre el cadáver, luego, de rodillas, al pie de la cama, con la cara escondida, las manos extendidas:

– ¡Perdón, padre mío! ¡Perdón!

Los vecinos no sabían qué pensar. ¿Perdón? ¿Por qué? ¿Qué había pasado? Pero Rorò hablaba de unos papeles, de unos documentos… ¿qué sabía ella? La arrancaron de la cama y la arrastraron hasta otro cuarto. Algunos corrieron a llamar a Bellone, otros se quedaron velando al muerto.

Cuando el presidente de la Sociedad de los Supervivientes, con Navetta, Nardi y otros socios, llegó, hosco e indeciso, Carlandrea Sciaramè, en su camastro, estaba vestido con su camisa roja y las siete medallas en el pecho.

Los vecinos, al vestir al pobre viejo, habían creído bien ponerle por última vez el traje de sus fiestas. ¿No le pertenecía? Pero ¿a los muertos no se les suelen poner, en las lápidas, tantas mentiras, peores que esta? ¡Ahí, las medallas! ¡Las siete sobre el corazón!

Pum, pum, pum, Navetta, con su pierna de madera, se le acercó, ceñudo; lo miró un rato; luego se volvió a los compañeros y dijo, sombrío:

– ¿Se le quitan?

Bellone, que se había retirado para confabular con los otros al fondo de la habitación, junto a la ventana, se encogió de hombros y confirmó el pensamiento de esos vecinos, gruñendo:

– Deja. Ahora ha muerto.

Le hicieron un hermoso funeral.

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