5.5 La Virgencita
Una caja de juguetes, de las que tienen arbolitos coronados de virutas y un disco de madera pegado bajo el tronco para que se mantengan en pie, y casitas de dados y una pequeña iglesia con campanario y todo: eso es, imaginad una de esas cajas, entregada en la mano al Niño Jesús, y que el Niño Jesús se hubiera divertido construyéndole al padre beneficiado Fioríca esa diminuta parroquia así; la iglesia modesta, dedicada a San Pedro, al frente; a este lado, la canónica con tres ventanitas protegidas con cortinas de muselina almidonadas que, entreviéndose al otro lado de los cristales, dejaban adivinar el candor y la quietud de las habitaciones llenas de silencio y de sol; el jardincito al lado, con pérgola y nísperos de Japón y un granado y naranjos y limoneros; luego, a todo su alrededor, las casitas humildes de sus parroquianos, separadas por callejones y callejuelas, con muchas palomas revoloteando de alero en alero; y muchos conejos que, junto a las paredes, espiaban recogidos y temblorosos, y gallinitas ávidas y pendencieras, y cerditos cada vez más angustiados, ya se sabe, y casi irritados por la desbordada gordura.
En un mundo hecho así, ¿acaso podía imaginarse el padre beneficiado Fioríca que el diablo podía entrar por algún lado?
Y el diablo, en cambio, entraba como quería, cada vez que le venía en gana, de pronto y muy fácilmente, seguro de que lo tomarían por un buen hombre o una buena mujer, o incluso por un inocuo objeto cualquiera. Es más, se puede decir que el padre beneficiado Fioríca estaba todo el santo día en compañía del diablo, y no se daba cuenta. No podía darse cuenta incluso porque, es necesario añadir, ni siquiera el diablo sabía ser malo con él: se divertía solo haciendo que cayera en pequeñas tentaciones que, como mucho, tras ser descubiertas, no le causaban más daño que un poco de burlas por parte de sus fieles parroquianos y de los compañeros y superiores.
Una vez, por contar una, este maldito diablo indujo a una vieja dama de la parroquia, que había ido a Roma para las fiestas del jubileo, a traerle de allí al padre beneficiado Fioríca una bonita tabaquera de hueso con la imagen del Santo Padre pintada con esmalte en la tapa. Pues ¿lo creerían? Se alojó allí dentro, a pesar de la custodia de esa imagen y durante más de un mes, en las vísperas, mientras el padre beneficiado Fioríca le daba llanamente un sermoncito a los devotos antes de la bendición, desde el interior de la tabaquera se puso a tentarlo:
– ¡Ánimo, una pizquita, ánimo! Mostremos la hermosa tabaquera… Para satisfacer a la dama que te la ha regalado y que está mirándote… ¡Una pizquita!
Y dale que dale, con tanta insistencia, que al final el padre beneficiado Fioríca, que nunca había tomado tabaco y había empezado a tomarlo muy tímidamente desde el día en que había recibido ese regalo, he aquí que tenía que ceder a sacar del bolsillo la tabaquera y el basto pañuelo de algodón de flores. Consecuencia: el sermoncito interrumpido por una sarta de al menos cuarenta estornudos y rabiosos y estrepitosos soplidos de nariz, que hacían reír a toda la pequeña iglesia.
Pero la peor de todas fue cuando este diablo maldito se insinuó en el corazón de una tal Marastella, que era una pobre débil mental, una niña de treinta años, hermosísima y querida por toda la vecindad, que se reía de su inverosímil credulidad siempre suspendida en una perpetua ansiosa maravilla. Se insinuó, por tanto, en el corazón de esta Marastella e hizo que se enamorara coram populo del padre beneficiado Fioríca, que tenía ya cerca de sesenta años y los cabellos blancos como la nieve.
La pobrecita, al verlo en la iglesia, o en el altar durante el oficio divino, o en el púlpito durante la predicación, no dejaba de exclamar, llorando a lagrimones por la ternura y golpeándose el pecho con las dos manos:
– ¡Ah, María, qué hermoso es! ¡Boca de miel! ¡Ojos de sol! ¡Corazón mío, cómo habla y cómo mira!
Habría sido un escándalo, si todos, conociendo la santa pureza del padre beneficiado y la inocencia de la pobre tonta, no se hubieran reído.
Pero un día Marastella, viendo salir al padre beneficiado de la iglesia, se arrodilló en medio de la placita y, cogiéndole una mano, comenzó a besársela perdidamente y luego a pasársela por los cabellos, por toda la cara, hasta debajo de la garganta, gimiendo:
– ¡Ah, padre mío, quíteme este fuego, por caridad!, ¡por caridad, quíteme este fuego!
El pobre padre Fioríca, perdido, aturdido, inclinado sobre la pobrecita, sin siquiera intentar retirar la mano, le preguntaba:
– ¿Qué fuego, Marastella, qué fuego, hija mía?
Y quizás todavía no habría entendido, si de todas las casitas de alrededor no hubieran acudido las vecinas a arrancar del suelo a la tonta con palabras y actos tan claros, que el padre Fioríca, pálido, pasmado, tembloroso, había huido, haciéndose la cruz con las dos manos.
Esta vez, sí, el diablo se había descubierto demasiado. Todos reconocieron su obra en esa locura de Marastella. Y entonces pensó otra que tenía que causarle al padre beneficiado Fioríca el mayor dolor de su vida.
La pérdida de Guiduccio. Escuchad.
Guiduccio era un niño de nueve años, único hijo varón de la familia más ilustre de la parroquia: la familia Greli.
El padre beneficiado Fioríca tenía en el corazón desde hacía años la espina de esta familia que se mantenía lejos de la santa iglesia, no ya porque fuera enemiga de la fe, sino porque ella, la iglesia, a juicio del señor Greli (que había sido garibaldino, guardia genovés en la campaña de 1860 y herido en un brazo en la batalla de Milazzo), se obstinaba en permanecer siendo enemiga de la patria; razón por la que un patriota como el señor Greli creía que no podía poner allí el pie.
Ahora, por la política, el padre beneficiado Fioríca no se había interesado nunca, y no lograba, por ello, comprender cómo el amor a la patria pudiera ser una razón para que la madre y las hermanas mayores de Guiduccio y Guiduccio mismo no vinieran a la iglesia al menos el domingo y las fiestas principales para la santa misa. No hablaba de que se confesaran; no hablaba de que comulgaran. ¡La santa misa, al menos, el domingo, Dios bendito! Y tentado, como era habitual, por el diablillo que siempre tenía delante y detrás como la sombra de su mismo cuerpo, intentaba ganarse la gracia del señor Greli.
– ¡He ahí que pasa! ¡No finjas que no lo ves. Salúdalo, salúdalo tú primero; una buena inclinación, con digna humildad!
El padre Fioríca obedecía enseguida a la sugerencia del diablo; se inclinaba sonriente; pero el señor Greli, ceñudo, apenas respondía, con brusca dureza, a esa inclinación y a esa sonrisa. Y el diablo, se sabe, se regocijaba.
Pues bien, una tarde de verano, vísperas de una fiesta solemne, el diablo, sabiendo que el señor Greli se había retirado a casa muy cansado por el trabajo de la mañana y se había acostado para recuperar las fuerzas con alguna hora de sueño, ¿qué hizo?, subió con algunos diablillos al campanario de la pequeña iglesia de San Pedro y toca que te toca, toca que toca todas las campanas, con una furia tan desdeñosa, que el señor Greli, que era de índole fogosa y fácilmente se dejaba llevar por la ira, en cierto momento, al no poder más, saltó de la cama, y tal como se encontraba, en mangas de camisa y calzoncillos, corrió hasta la terraza armado con un fusil y – sí, señores – cometió el sacrilegio de disparar contra las santas campanas de la iglesia.
Alcanzó, de las tres, a la de la derecha, a la más aguda: ¡ojo de antiguo guardia genovés! ¡Pero pobre campanita! Pareció una perrita que, cogida a traición por una piedra, mientras ruidosamente le hacía las fiestas al dueño, cambiara de pronto el ladrido festivo por agudos gañidos. Todos los parroquianos, reunidos para la fiesta ante la iglesia, se levantaron de pronto, furiosos, contra el sacrilegio. Y fue una verdadera gracia de Dios, si al padre beneficiado Fioríca, que había acudido con todos los paramentos sagrados encima, logró impedir con su autoridad que la violencia de sus fieles indignados prorrumpiese y se abatiese sobre la casa de Greli. Los detuvo a tiempo, los calmó, garantizando que el señor Greli le donaría a la iglesia una campana nueva y que se celebraría otra fiesta más solemne para el bautismo de la misma.
Entonces, por primera vez, Guiduccio Greli entró en la pequeña iglesia de San Pedro.
Verdaderamente el padre beneficiado Fioríca habría deseado que la madrina de la campana fuera la señora Greli, o al menos una de las hijas, la mayor, que tenía cerca de dieciocho años. Sin embargo, luego, quedó agradecido, en el fondo de su corazón, al señor Greli por no haber querido condescender a su deseo, al ver el milagro que el bautismo de la campana obró en el alma de ese niño.
Fue quizás por la exaltación de la fiesta, o quizás por la simpatía que le testimoniaron todos los fieles de la parroquia; o mejor, el sonido que él, en primer lugar, sacó de esa campana bendita, tras subir a la cima del campanario, en el luminoso azul del cielo. El hecho es que desde ese día en adelante el sonido de esa campana lo llamó cada mañana a la iglesia, para la primera misa. A escondidas, al oír ese sonido, saltaba de la cama y corría en busca de la vieja criada de la casa para que lo llevara con ella.
– ¿Y si papá no quiere? – le decía la criada.
Pero Guiduccio insistía, sacudido por un escalofrío con cada toque de campana que seguía llamando queda en la noche. Y por la estrecha callejuela, aún invadida por las tinieblas nocturnas, tiritando, se estrechaba a la vieja criada y, al llegar a la placita de la iglesia, levantaba los ojos hasta el campanario, y a la consternación misteriosa que sentía, no menos misterioso respondía el consuelo que, apenas entraba en la iglesia, le llegaba de las velas plácidas encendidas en el altar, en el frescor de la sombra solemne que olía a incienso.
La primera vez que el padre beneficiado Fioríca, volviéndose en el altar a los fieles, se lo vio delante, arrodillado ante las balaustradas, con los ojazos, entre los risos castaños, aún atontados, desencajados y brillantes casi por una locura divina, sintió que se le partían los riñones por un largo escalofrío de ternura, y tuvo que violentarse para resistir la tentación de bajar del altar a acariciar esa cara de ángel y esas manitas juntas.
Acabada la misa, le indicó a la criada que llevara al niño a la sacristía; y allí lo cogió en los brazos, lo besó en la frente y en los cabellos, le enseñó uno a uno todos los adornos y paramentos sagrados, las casullas con encajes e hilos de oro y las túnicas y las estolas, las mitras, los manípulos, todos perfumados de incienso y de cera; lo persuadió luego dulcemente a que le confesara a la madre que había venido a la iglesia, esa mañana, porque lo llamaba su campana santa, y a que le rogara que le permitiera volver. En fin, lo invitó – siempre con el permiso de la madre – a la casa parroquial, a ver las flores del jardincito, las viñetas de colores de los libros y de las estampitas, y a oír alguna historieta de él.
Guiduccio fue cada día a la casa parroquial, ávido ante las narraciones de la historia sagrada. Y el padre beneficiado Fioríca, viéndose delante abiertos de par en par y atentos esos ojazos fervorosos en la carita pálida y valiente, temblaba de conmoción por la gracia que Dios le concedía de deleitarse con ese maravilloso florecer de la fe en esa cándida alma infantil; y cuando, en medio de esas narraciones, Guiduccio, sin lograr contener su exaltación interior, le echaba los brazos al cuello y se estrechaba contra su pecho, temblando, él sentía una alegría tal y a la vez tal turbación, que casi sentía que el alma se le aplastaba, y llorando y oprimiendo las manos en la espalda del niño, exclamaba:
– ¡Oh, hijo mío! ¿Y qué querrá Dios de ti?
¡Pues sí! El diablo estaba a su lado acechándolo detrás del sillón en el que el padre beneficiado Fioríca se sentaba con Guiduccio en las rodillas; y el padre beneficiado Fioríca, como era habitual, no se daba cuenta.
Habría podido observar, Santo Dios, una cierta sombra que de vez en cuando pasaba por la cara del niño y hacía que este arrugara un poco las cejas. Esa sombra, ese frunce de las cejas las provocaba la afable indulgencia con que él adornaba y absolvía ciertos hechos de la historia sagrada; una afable indulgencia que turbaba profundamente el alma apenada del niño, en la que ya en casa habían metido la desconfianza y de la que quizás incluso se mofaban el padre y las hermanas.
Y he aquí pues el modo en que el diablo sacó partido de estas y tantas otras pequeñas señales que escapaban a la percepción del padre Fioríca.
En el mes de mayo, dedicado a la Virgen, en la pequeña iglesia de san Pedro, después de la predicación y del rezo del rosario, después de impartida la bendición y cantadas a coro con acompañamiento del órgano las cancioncillas en loor a María, se sorteaba entre los devotos una Virgencita de cera custodiada en una campana de cristal.
Mujeres y niños, cantando las cancioncillas de rodillas, tenían fijos los ojos en esa Virgencita en el altar, entre las velas encendidas y las rosas ofrecidas en gran abundancia; y cada uno deseaba ardientemente que esa Virgencita le tocara en suerte. Sin embargo, no pocas mujeres, admirando el fervor con que Guiduccio oraba delante de todos, habrían querido que la Virgencita antes que a uno de ellos, le tocase a él. Y más que todos, naturalmente, lo deseaba el padre beneficiado Fioríca.
Las papeletas de la rifa costaban cada una un soldo. El sacristán tenía el encargo de venderlas durante la semana, y sobre cada papeleta escribía el nombre del comprador. Todas las papeletas, luego, el domingo, se recogían enrolladas en una urna de cristal; el padre beneficiado Fioríca metía allí una mano, las revolvía un poco en medio del silencio ansioso de todo los fieles arrodillados, extraía una, la mostraba, la desenrollaba y, a través de las lentes colocadas en la punta de la nariz, leía el nombre. Llevaban en procesión a la Virgencita, entre cantos y música de tambores, a la casa del afortunado.
Se imaginaba el padre Fioríca el júbilo de Guiduccio, si de la urna saliese su nombre, y al verlo allí delante del altar arrodillado, mientras revolvía las papeletas de la urna, quería que por un milagro sus dedos adivinaran la que contenía su nombre. Y casi casi estaba descontento con la generosidad del niño, quien, pudiendo coger diez papeletas con la media lira que cada domingo le daba la madre, se contentaba con una sola para no tener ninguna ventaja sobre los otros niños a quienes él mismo, con otros nueve soldi, les compraba las papeletas.
¡Y quién sabe si esa Virgencita, al entrar con tanta fiesta en la casa Greli, no tendría luego el poder de conciliar con la iglesia a toda la familia!
Así el diablo tentaba al padre beneficiado Fioríca. Pero hizo aún más. Cuando el último domingo llegó el momento solemne del sorteo, apenas lo vio subir al altar, donde estaba la Virgencita de cera junto a la urna de cristal, muy callado se puso detrás de su espalda y, sí, señores, le sugirió que leyera en la papeleta extraída el nombre de Guiduccio Greli. Con el estallido de júbilo de todos los devotos, Guiduccio, sin embargo, muy ruborizado en primer lugar, se puso inmediatamente después muy pálido, frunció las cejas sobre los ojazos nublados, comenzó a temblar completamente convulso, escondió la cara entre los brazos y, escabulléndose para soltarse del gentío de las mujeres que querían besarlo para felicitarlo, huyó de la iglesia, fuera, fuera, y se refugió en su casa, se echó en los brazos de la madre y prorrumpió en un llanto frenético. Poco después, al oír por la callejuela el redoble del tambor y el coro de los devotos que le traían a casa a la Virgencita, comenzó a patalear, a retorcerse entre los brazos de la madre y de las hermanas y a gritar:
– ¡No es verdad! ¡No es verdad! ¡No la quiero! ¡Que se la lleven! ¡No es verdad! ¡No la quiero!
Había pasado esto: que de los diez soldi que la madre le daba cada domingo, nueve se los había ya dado Guiduccio a los niños pobres de la parroquia para que también se inscribieran en el sorteo; al dirigirse a la sacristía con el último que le quedaba, se le había acercado un niño completamente desgreñado y descalzo, que, enfermo desde hacía tres semanas, no había podido participar en la fiesta y en el sorteo de las Virgencitas anteriores y al ver a Guiduccio con ese último soldo en la mano, le había preguntado si era para él. Y Guiduccio se lo había dado.
Demasiadas veces el señor Greli, bromeando en casa, había prevenido al hijo:
– ¡Atento, Duccio! ¡Te veo con la tonsura! ¡Atento, Duccio; tu cura te quiere echar el lazo!
Y de hecho, ¿por qué a él esa Virgencita, si ninguna papeleta llevaba su nombre ese domingo?
La señora Greli, para que el hijo se tranquilizara, ordenó que inmediatamente devolvieran la Virgencita a la iglesia; y desde entonces, el padre beneficiado Fioríca no vio más a Guiduccio Greli.