5.6 El gorro de Padua
Gorros de Padua: bonitos gorros de manga, de paño, como los que aún se usan en Cerdeña, y que se usaban entonces (es decir, a principios de los años cincuenta del siglo pasado) también en Sicilia, no por la gente del campo que usaba los de calceta con una borla en la punta, sino por la gente de la ciudad, incluso medio señores; si es verdad la historia que me contó un viejo pariente, que había conocido al gorrero que los vendía, hazmerreír de toda Girgenti entonces, porque de tantos años pasados en ese negocio parece que no había sabido recabar otra ganancia que el apodo de Cirlinciò, que en Sicilia, para quien quiera saberlo, es el nombre de un pájaro necio. Se llamaba verdaderamente don Marcuccio La Vela, y tenía la tienda en la calle principal, antes de la cuesta de San Francisco.
Don Marcuccio La Vela conocía su apodo y se encolerizaba mucho; pero por mucho que se esforzara por ser malo y mostrarse obstinado para que le pagaran lo suyo, no solo no lo conseguía, sino que siempre, al final, aumentaba su propio daño porque, apiadándose de las fingidas lágrimas de los deudores maltratados, para recompensarlos de los maltratos, además del gorro perdía en ello un pedazo de doce tarines ofrecido como propina.
Ya había arraigado en todos la idea de que no tenía en el fondo razón para quejarse de nada ni para airarse con nadie; puesto que, si por un lado era verdad que los hombres siempre lo habían escarnecido, por otro era innegable que Dios, en compensación, siempre lo había ayudado. De hecho, tenía una mala esposa, indolente, enfermucha, despilfarradora, y pronto se había librado de ella; un ejército de hijos, y había logrado en poco tiempo casarlos bien a todos. Ahora abastecía de gorros a toda la crecida parentela, pero podía estar seguro de que esta, si llegaba el caso, no lo habría dejado morir de hambre. ¿Qué más quería, por tanto?
Los gorros, entretanto, volaban de esa tienda como si tuvieran alas. Se los llevaban los hijos, los yernos, los nietos, los amigos y los conocidos. Durante algunos días se obstinaba en correr ya detrás de este, ya detrás de aquel, para recuperar al menos, entre tantos, el coste de uno solo. ¡Nada! Y juraba y perjuraba que no quería fiarlos más: – ¡Ni siquiera a Jesucristo, si lo necesitara!
Pero volvía a caer siempre.
Ahora, al final, había decidido cerrar la tienda, apenas se agotara la poca mercancía que le quedaba, de la cual no daría ni siquiera un hilo, si no se lo pagaban antes.
Pero he aquí que un día vino a su tienda un tal Lizio Gallo, que era su compadre.
Por sus gorros no temía Cirlinciò del compadre. Otra cosa bien distinta, a causa del compadrazgo, era lo que Gallo pretendía de él. Hombre duro, quería dinero. Y ya le debía una buena suma. Ahora basta, pues, ¿eh?
– ¿Qué buen viento le trae, compadre?
Lizio Gallo tenía la costumbre de pasarse una y otra vez la mano sobre los escasos y largos bigotes lisos, y bajo esa mano, muy serio, con los ojos bajos, despachar de esas, ¡pero de esas! Querido por todos por su buen humor, no solo de Cirlinciò que era muy fácil, sino incluso de los más avispados comerciantes del pueblo lograba siempre obtener cuanto necesitaba, y estaba endeudado hasta los ojos, y siempre seco de dinero. Pero ese día se presentó con otro aire.
– ¡Malo, compadre! – resopló, dejándose caer en una silla. – Me siento cansado, eso es, cansado y asqueado.
Y con una expresión de tedio y de disgusto en la cara, continuó diciendo que ya no tenía valor para vivir así, de trapicheos, y que era demasiado el suplicio que le daban los reproches abiertos y las mudas miradas de sus acreedores.
Cirlinciò bajó en seguida los ojos y dio un suspiro.
– ¡Incluso usted suspira, compadre; lo veo! – añadió Gallo, moviendo la cabeza.- ¡Pero tiene razón! Ya no puedo acercarme a un amigo, lo sé. ¡Todos huyen de mí! Y en tanto, más que por mí, créame, sufro por los demás, a los que tengo que infligirles la pena de verme. Ah, le juro que si no fuera por Giacomina, mi mujer, a esta hora…
– ¡Qué dice! – le replicó Cirlinciò.
– ¿Y sabe qué me sostiene también? – continuó Lizio Gallo. – Esa finquita que me trajo en dote mi mujer, incluso tan gravada por las hipotecas como está. Tengo la esperanza, compadre, de que debe de ser mi salvación, gracias a no sé qué excavaciones que quiere hacer el Gobierno. Dicen que allí abajo están las antigüedades de Camíco. ¡Uf! Chatarras… ¿Qué van a ser? Pero, si esto es verdad, estoy de buenas. Y no lo dude, compadre: antes que en ninguno, pensaré en usted. El Gobernador ya me ha hecho saber que quiere hablar conmigo. Tendré que ir mañana. Pero ¿cómo voy?
– ¿Por qué? – preguntó, aturdido, Cirlinciò.
– ¿Con estos harapos? ¿No me ve? Por lo que se refiere al traje, quizás pueda arreglármelas. Mi cuñado, que tiene más o menos mi misma estatura, se ha hecho uno nuevo hace pocos días y me lo prestaría. Pero ¿y el gorro? ¡Tiene una cabezota así!
– ¡Ah! ¡También usted! – exclamó entonces Cirlinciò abriendo muchísimo los ojos.
– ¿Cómo que también yo? – dijo Gallo con la cara más dura del mundo. – ¿Es que suelo ir quizás por la calle con la cabeza descubierta? Este gorro, ¿no lo ve? Ya no quiere saber nada.
– ¿Y viene a mí? – continuó Cirlinciò, con la cara encendida de cólera. – Perdóname, compadre: ¡no, señor!, ¡no puedo dárselo!
– Pero yo no digo que me lo dé. Se lo pagaré.
– ¿Tiene dinero?
– Lo tendré.
– ¡Nada, entonces! Cuando lo tenga.
– Es la primera vez – le hizo notar Gallo, dolido y con calma, – es la primera vez que vengo a su tienda por un paduano.
– Pero yo he jurado, ¡lo sabe! ¡He jurado!, ¡he jurado!
– Lo sé. Pero ¿no ve para lo que lo necesito?
– ¡No escucho razones! Antes, mire, antes le doy tres tarines y le digo que vaya a comprárselo a otra tienda.
Lizio Gallo sonrió con tristeza, y dijo:
– Querido compadre, si me da tres tarines, ya lo sabe, me los como, y no compro el gorro. Por tanto, deme el gorro.
– ¡Entonces, ni lo uno ni lo otro! – concluyó Cirlinciò, duro.
Lizio Gallo se levantó del asiento muy despacio, suspirando:
– ¡Está bien! Tiene razón. Busco el medio para salir de estas dificultades, y veo que lo único que me queda sería morir, lo sé.
– Morir… – masculló Cirlinciò. – ¿Es necesario morir? Además, el gorro tiene que quitárselo en presencia del Gobernador.
– ¡Claro! – exclamó Gallo. – ¡Bonito papel haría por la calle con el traje nuevo y el gorro viejo! Pero diga mejor que no quiere dármelo.
Y se dispuso a marcharse. Cirlinciò, entonces, como era habitual en él, arrepentido, lo agarró por un brazo y le dijo al oído:
– Le doy tres días para que me lo pague. ¡Pero no se lo diga a nadie! Dentro de tres días… ¡cuidado!, soy capaz de quitárselo de la cabeza, por la calle, apenas lo vea pasar. ¡Soy un bruto, cuando quiero!
Abrió el armario y sacó un bonito gorro de Padua. Lizio Gallo se lo probó. Le estaba bien.
– ¡Cuánto me pesa! – dijo, sacudiendo la cabeza. – Me sentía mal al venir aquí; ¡usted me ha dado el golpe de gracia, compadre!
Y se marchó.
Todo podía esperarse el pobre Cirlinciò, excepto que Lizio Gallo, dos días después, ¡tuviera que morirse de verdad!
Se puso a llorar como un cordero, por el remordimiento, al volver a pensar – ¡ah! – en las últimas palabras del compadre – ¡ah! – le parecía que lo veía aún allí, en la tienda, en el momento de mover con amargura la cabeza – ¡ah! – ¡ah! – ¡ah!
Y corrió a la casa del muerto, para darle el pésame a la viuda, doña Giacomina.
Por la calle, mucha gente parecía que se divertía parándolo:
– Ha muerto Lizio Gallo, ¿sabe?
– ¿Pues no ve que estoy llorando?
Todos en el pueblo alababan al muerto y compadecían su fin prematuro, incluso sonriendo con tristeza ante el recuerdo de sus muchas chorradas. Muchos acreedores cerraban los ojos, suspirando, y levantando la mano para perdonarle la deuda.
Cirlinciò encontró a doña Giacomina inconsolable. Cuatro cirios ardían en las esquinas de la cama, sobre la cual yacía el compadre, tapado con una sábana. Llorando, la viuda le contó al compadre cómo había sucedido la desgracia.
– A traición, – decía. – Pero ya, para decir la verdad, desde hacía mucho tiempo, ¡mi Lizio ya no parecía él!
Cirlinciò llorando asentía y, como prueba, le contó a la viuda la última visita del compadre a la tienda.
– ¡Lo sé!, ¡lo sé! – le dijo doña Giacomina. – ¡Ah, cuánto se afligió por ello, pobre Lizio mío! ¡Sus palabras, compadre, se le quedaron clavadas en el corazón como espadas!
Cirlinciò parecía una fuente.
– Y más me llora el corazón, – siguió la viuda, – pues ahora veré que se lo llevan en la caja de los pobres, bajo un trapo negro…
Cirlinciò, entonces, con el ímpetu de la conmoción, se ofreció para los gastos de una pompa fúnebre. Pero doña Giacomina le dio las gracias; le dijo que esa era la expresa voluntad del marido, y que ella quería respetarla, y es más, que el marido ni siquiera habría querido un acompañamiento fúnebre, y que al fin había indicado la iglesia donde, muerto, quería pasar la última noche, según la costumbre: a saber, en la iglesia de Santa Lucia, como la más humilde y la más alejada, para quien quería irse casi a escondidas, sin funeral.
Cirlinciò insistió; pero, al final, tuvo que rendirse a la voluntad de la viuda.
– Pero en cuanto al acompañamiento – dijo, despidiéndose, – ¡quédese segura de que todo el pueblo hoy estará detrás del pobre compadre!
Y no se engañó.
Ahora, yendo el funeral por la calle que lleva a la iglesia de Santa Lucia, a Cirlinciò, que se encontraba precisamente a la cabeza, detrás de la caja que cuatro camilleros, dos aquí, dos allí, sujetaban por las varas, le acaeció que se fijó en ese su flamante gorro de Padua que el muerto llevaba en la cabeza y que colgaba y se balanceaba fuera de la cabecera de la camilla. El gorro que el compadre no le había pagado. ¡Una tentación!
Trató muchas veces el pobre Cirlinciò de distraer la mirada; pero poco después los ojos volvían a mirarlo, atraídos por ese balanceo que seguía el paso cadencioso de los camilleros. Habría querido aconsejarle a uno de estos que le doblara la gorra al muerto sobre la cabeza y que pusiera encima el sudario para pararla.
“¡Claro! Eso es lo que me faltaba, – reflexionaba, luego, – que yo, precisamente yo, llamara la atención de la gente sobre el gorro. Ya quizás, al verme aquí y mirando este gorro, todos se ríen de mí, con malicia.”
Atormentado por esta sospecha, lanzó dos miradas oblicuas a los vecinos, seguro de leer en sus ojos el temido escarnio; luego se volvió con rabioso pesar al gorro oscilante. – ¡Qué bonito era!, ¡qué fino era! Y ahora, – ¡qué lástima! – acabaría o en la cabeza de un sepulturero o bajo tierra, inútilmente, con el compadre.
Estos dos casos, y mayormente el primero que era el más probable, comenzaron a inquietarlo tanto, que, sin quererlo, se puso a pensar si había algún modo de recuperar esa gorra. Lanzó de nuevo alguna mirada a su alrededor y se dio cuenta de que muchos, al caminar, seguían ese balanceo cadencioso, que le causaba tanta agitación, es más, un suplicio. Le pareció incluso que, materializándose en el ruido de los pasos de los camilleros, ese balanceo les repetía fuerte, a todos, sin descanso:
Ha sido – burlado,
Ha sido – burlado…
¡No, por Dios, no! ¡Incluso a costa de pasar toda la noche escondido en la iglesia de Santa Lucia, él tenía, tenía que recuperar ese gorro que era suyo! Además, ¿qué iba a hacer con él el compadre, ya muerto? ¡Estaba nuevo flamante!, y él habría podido volver a ponerlo, sin más, en la estantería. Puesto que, por Dios, no se trataba solo de mantener un propósito deliberado, sino incluso de no faltar a un juramento hecho, ¡eso era, a un juramento!, ¡a un juramento!
Así, cuando el entierro llegó (que ya era noche cerrada) a la iglesia apartada donde el sacristán había preparado dos caballetes sobre los que el mísero féretro tenía que ser colocado, mientras la gente asistía a la bendición del cadáver, fue a esconderse a hurtadillas detrás del confesionario.
Cuando la iglesia estuvo vacía, el sacristán, con la linterna en la mano, fue a cerrar el portón, luego entró en la sacristía a coger el aceite para rellenar una lamparita delante del altar.
En el silencio de la iglesia, esos pasos arrastrados retumbaron sombría-mente.
En el solemne vacío del interior sagrado, a oscuras, Cirlinciò tuvo al principio tal abatimiento, que estuvo a punto de salir y rogarle al sacristán que lo dejara salir. Pero logró retenerse.
Provista de aceite la lamparita, este se acercó muy despacio al féretro; se inclinó; luego, sin quererlo, echó una mirada a su alrededor y, antes de retirarse a dormir a su cuartito sobre la sacristía, le quitó limpiamente con dos dedos el gorro al muerto, y se lo colocó muy callado.
Cirlinciò no se dio cuenta de ello. Cuando oyó que cerraba y atrancaba la puerta de la sacristía, le pareció que la iglesia se hundía en el vacío. Luego, en la tiniebla, descubrió con dificultad esa lamparita delante del altar lejano; poco a poco, ese resplandor se alargó, se difundió, muy tenue, a su alrededor. Los ojos de Cirlinciò comenzaron a entrever con dificultad, confusos, algo. Y entonces, cauto, reteniendo la respiración, intentó salir del escondite.
Pero, al mismo tiempo, otros dos que se habían escondido en la iglesia con la misma intención, avanzaron tranquilos e inclinados como él, y con las manos extendidas, hacia el féretro, cada uno sin darse cuenta del otro.
De pronto, sin embargo, tres gritos de terror resonaron en la iglesia oscura.
Lizio Gallo, creyéndose ya solo, se había sentado en la caja, imprecando al sacristán y tocándose la cabeza desnuda. Con esos tres gritos, gritó también él, espantado:
– ¿Quién anda ahí?
E, instintivamente, se tendió de nuevo en la caja, echándose el sudario encima de nuevo.
– Compadre… – gimió una voz sofocada por la angustia.
– ¿Quién es?
– ¿Cirlinciò?
– ¿Cuántos somos?
– ¡Maldito pueblo! – resopló entonces Lizio Gallo echando al aire el sudario y poniéndose en pie. – ¡Por un gorrucho de Padua! ¿Cuántos sois? ¿Tres? ¿Cuatro? ¿Y usted, compadre?
– ¡Pero, cómo! – balbució Cirlinciò acercándose todo tembloroso. – ¿No está muerto?
– ¿Muerto? ¡Querría estarlo, para no ver su tacañería! – le gritó Gallo, indignado, en su cara. ¡Cómo!, ¿no se avergüenza? ¡Venir a despojar a un muerto, como ese canalla del sacristán! Pues bien, ya no lo tengo, ¿lo ve?, ¡lo ha cogido él! Y decir que se lo había prometido a uno de esos camilleros… ¡Ni muerto lo dejan a uno en paz, en el día de hoy, en este maldito pueblo! Esperaba la condonación de las deudas… ¡Claro! ¿Cuántos sois?, ¿tres, cuatro, diez, veinte? ¿Tendréis la fuerza para mantener el secreto? ¡No! Pues entonces ¡acabemos con esto!
Los plantó allí, pasmados, atontados como a tres tajos de yunque, y fue a cubrir de patadas y puñetazos la puerta de la sacristía.
– ¡Eh!, ¡Eh! ¡Canalla! ¡Sacristán!
Este acudió, poco después, en calzoncillos y camisa, con la linterna en la mano, todo descompuesto.
Lizio Gallo lo agarró por el pecho.
– ¡Ve enseguida por el gorro, pedazo de ladrón!
– ¡Don Lizio! – gritó aquel, y estuvo a punto de caer desmayado.
Gallo lo sostuvo en pie, sacudiéndolo con furia.
– ¡El gorro, te digo, maldito! Y ven a abrirme la puerta. No hago más el muerto.