Página dedicada a mi madre, julio de 2020

5. 7   El brasero

Esas encinas negras plantadas en doble fila alrededor de la vasta plaza rectangular, si en verano servían para dar sombra, ¿para qué servían en invierno? Para echarles encima a los viandantes, después de la lluvia, el agua que se había quedado entre las hojas, con cada sacudida del viento. Y servían también para pudrir más el pobre quiosco de Papa-rey.

Pero sin este daño, por lo demás reparable, que ellas causaban en invierno, ¿serían luego, en verano, un bien, un refrigerio? No. ¿Y entonces? Entonces, el hombre, si algo le va bien, lo coge sin darle las gracias a nadie, como si tuviera derecho; poco a poco, en cambio, apenas le va mal, se inquieta y grita. Un animal irritable y desagradecido, el hombre. Le bastaría, santo Dios, con no pasar bajo las encinas de la plaza, cuando hace poco que ha llovido.

Es verdad, sin embargo, que en verano Papa-rey no podía disfrutar de la sombra de esas encinas, dentro de su quiosco. No podía disfrutar de ellas porque no estaba allí nunca de día, ni en verano ni en invierno. Qué hacía y dónde estaba era un misterio para todos. Volvía todas las veces de la calle San Lorenzo, y venía de lejos y con cara ceñuda. El quiosco siempre estaba cerrado, y Papa-rey, casi sin disfrutarlo, pagaba el impuesto que grava sobre todos los bienes inmuebles.

Podía parecer una irrisión considerar un “inmueble” también este quiosco de Papa-rey que dentro de poco caminaría solo, por las muchas termitas que lo habitaban, en lugar del propietario siempre ausente. Pero el fisco no se preocupa por las termitas. Incluso si el quiosco se hubiera puesto a pasear solo por la plaza, habría pagado el impuesto, como cualquier otro bien inmueble.

Detrás del quiosco, un poco más allá, se levantaba un café prefabricado, de madera, – o más exactamente, y con permiso del propietario – una barraca pintada con cierta pretensión de estilo modernista, donde hasta bien entrada la noche unas cupletistas, con el acompañamiento de un pianillo desafinado, con las teclas amarillentas como los dientes de un pobre hombre que ayuna por profesión, gritaban… pero no, ¿qué iban a gritar las pobrecillas, si no tenían aliento ni siquiera para decir: “Tengo hambre”?

Y sin embargo, ese café-concierto todos los días estaba abarrotado de clientes que, con la garganta destrozada de fumar y con la peste a tabaco, se entretenían como en un carnaval con las muecas groseras y lamentables, con los mimos de monas tísicas, de esas mujeres desgraciadas, las cuales, al no poder levantar la voz, levantaban los brazos, y más a menudo las piernas, a los siete cielos (“¡Bieen! ¡Bravoo! ¡Biis!”), y porfiaban incluso por esta o aquella, poniendo en los aplausos y en los reproches tanto calor y tanto tesón, que muchas veces la policía tuvo que intervenir para calmar la violencia pendenciera.

Por estos egregios clientes Papa-rey estaba en invierno, cada noche después del toque, muriéndose de frío en el quiosco, medio dormido, con su mercancía delante: cigarros, velas, caja de cerillas, velas para las escaleras, y los pocos periódicos de la tarde que le quedaban al volver de las calles habituales.

Al acercarse la tarde, venía al quiosco y esperaba que una niña, su nieta, le trajera un brasero de arcilla; lo cogía por el mango y, con el brazo extendido, lo echaba un poco para delante y para atrás, para reavivar el fuego; luego lo volvía a cubrir con un poco de ceniza que guardaba en el quiosco y lo dejaba allí, incubando, sin siquiera preocuparse por cerrar con llave la puerta.

Papa-rey no habría podido resistir el frío de la noche durante tantas horas sin ese brasero, tan viejo como estaba ya, y decrépito.

Ah, sin un par de buenas piernas, sin una voz fuerte, ¿cómo podía ser un vendedor de periódicos? Pero no solo los años lo habían vencido así, ni solo los miembros se los había atontado la edad: incluso el alma, por las muchas desgracias, pobre Papa-rey. La primera desgracia, ya se sabe, la destitución del Santo Padre; luego la muerte de la mujer; luego, la de la única hija: una muerte atroz, en un hospital infame, después el deshonor y la vergüenza que habían traído al mundo a esa niña por la que él ahora seguía viviendo y sufriendo. Si no tuviera que mantener a esa pobre inocente…

La imagen del destino que oprimía y ahogaba, en la vejez, a Papa-rey, podía entreverse en ese su gran sombrerucho rocoso y chafado que, con la circunferencia demasiado ancha, se le hundía hasta por debajo de la nuca y sobre los ojos. ¿Quién se lo había regalado?, ¿dónde lo había cogido? Cuando, debajo de él, Papa-rey, quieto en medio de la plaza entornaba los ojos, parecía que decía: “Aquí estoy. ¿Me veis? ¡Si quiero vivir, tengo que estar por fuerza bajo este sombrero aquí, que me pesa y me quita las respiración!”

¡Si quiero vivir! Pero no habría querido vivir para nada, en absoluto: se había hartado tremendamente; no ganaba ya casi nada. Antes, le daban los periódicos a docenas; ahora, el distribuidor le confiaba pocas copias, por caridad, las que le quedaban después de haber abastecido a todos los comerciantes que se lanzaban vociferando para conseguir antes sus docenas y aligerarse en la carrera. Papa-rey, para no dejarse aplastar en el gentío, se quedaba detrás y esperaba incluso que las mujeres se proveyeran antes que él; algún malnacido, a menudo, le daba un capirotazo, y él se lo tomaba con calma y se echaba al lado para no ser investido poco a poco por esos que, una vez conseguidas las copias, se lanzaban con la cabeza baja, con ciega furia, en todas las direcciones. Él los veía escapar como cohetes, y suspiraba, tambaleándose sobre sus pobres piernas dobladas.

– A ti, Papa-rey: ¡a lo grande, dos docenas, esta tarde! Tenemos en Rusia una revolución.

Papa-rey alzaba los hombros, entornaba los ojos, agarraba su paquete, y en camino después de todos los demás, esforzándose también él por correr con esas piernas y forzando la voz clueca para gritar.

– ¡La Tribuuuna!

Luego, con otro tono:

¡Revolución en Rusiaaa!

Y al fin, casi solo:

Importante esta tarde la Tribuna.

Menos mal que dos porteros en la calle Volturno, otro en la calle Gaeta, otro en la calle Palestro permanecían siéndole fieles y lo esperaban. Las demás copias tenía que venderlas así, a la ventura, dando vueltas por todo el barrio del Macao. Hacia las diez, cansado, jadeando, iba a cobijarse en el quiosco, donde esperaba, durmiendo, que los clientes salieran del café. ¡Estaba hasta la coronilla, de ese perro trabajo! Pero, cuando se es viejo, ¿qué remedio hay? Rómpete la cabeza, que no encontrarás ninguno. Allí, el paredón del Pincio.

Viendo, al atardecer, aparecer a la nietecita casi descalza, con el vestiducho andrajoso, y envuelta, pobre criatura, en un viejo mantón de lana que una vecina le había regalado, Papa-rey se arrepentía cada día incluso de gastar un poco en ese fuego que, sin embargo, le resultaba indispensable. No le quedaba ya otro bien en la vida que esa niña y ese brasero. Viéndolos llegar a ambos, les sonreía desde lejos, frotándose las manos. Besaba la frente de la nieta y se ponía a mover el brasero para reavivar las brasas.

La otra tarde, entretanto, ya porque tenía el alma más atontada de lo habitual, ya porque se sentía más cansado, al echar para adelante y para atrás el brasero, de pronto, he ahí que se le escapa de la mano, y va a precipitarse en medio de la plaza, en pedazos. “¡Paf!” Una gran risotada de la gente que estaba pasando acogió ese vuelo y ese estallido, por la cara que puso Papa-rey al ver que se le escapaba de la mano el fiel compañero de sus frías noches y por la ingenuidad de la niña que había corrido tras él, instintivamente, como si hubiera querido cogerlo en el aire.

Abuelo y nietecita se miraron a los ojos, pasmados. Papa-rey, aún con el brazo extendido, echando hacia adelante el brasero. ¡Eh, demasiado adelante lo había enviado! Y el carbón encendido, eso era, chisporroteaba allí, entre los añicos, en un charco de agua de lluvia.

– ¡Viva la alegría! – dijo al final, sacudiéndose y moviendo la cabeza. – Reíd, reíd. También yo estaré alegre esta noche. Vete, niña mía, vete. Al fin, quizás sea mejor así.

Y se dirigió hacia los periódicos.

Esa noche, en lugar de venir a cobijarse hacia las diez en el quiosco, dio una vuelta más grande por las calles de Macao. Encontraría fría su guarida nocturna, y más frío sentiría estando allí parado, sentado. Pero, al final, se cansó. Antes de entrar en el quiosco quiso mirar el punto de la plaza donde el brasero se había precipitado, como si le pudiera llegar de allí un poco de calor. Del café provisional llegaban las estridentes notas del pianito y, de vez en cuando, el fragor de los aplausos y los silbidos de los clientes. Papa-rey, con el cuello del gabán levantado hasta las orejas, las manos ateridas de frío, apretadas sobre el pecho con las pocas copias del periódico que le quedaban, se paró un momento a mirar por detrás del cristal empañado de la puerta. Se debía de estar bien, allí dentro, con un ponchecito caliente en el cuerpo. ¡Brrr!, había vuelto a soplar la tramontana que cortaba la cara y blanqueaba incluso el empedrado de la plaza. No había una nube en el cielo y parecía que incluso las estrellas allí arriba temblaban de frío. Papa-rey miró, suspirando, el quiosco negro bajo las encinas negras, se puso los periódicos bajo el brazo y se acercó para quitar la única placa metálica de delante.

– Papa-rey – lo llamó entonces alguien, con voz ronca, desde el interior del quiosco.

El viejo vendedor de periódicos se sobresaltó y se asomó a mirar.

– ¿Quién anda ahí?

– Yo, Rosalba. ¿Y el brasero?

– ¿Rosalba?

– Vignas. ¿Ya no te acuerdas? Rosalba Vignas.

– Ah, – djo Papa-rey, que retenía de modo confuso los nombres extravagantes de todas las cupletistas pasadas y presentes del café.

– ¿Y por qué no te vas al calorcito? ¿Qué estás haciendo ahí?

– Te esperaba a ti. ¿No entras?

– ¿Y qué quieres de mí? Déjate ver.

– No quiero dejarme ver. Estoy aquí en cuclillas, bajo la mesita. Entra. Estaremos bien.

Papa-rey le dio la vuelta al quiosco, con la plancha en la mano, y entró, encorvándose, por la puertecilla.

– ¿Dónde estás?

– Aquí, – dijo la mujer.

No se veía, escondida como estaba bajo la mesita en la que Papa-rey colocaba los periódicos, los cigarros, las cajas de cerillas y las velas. Estaba sentada donde habitualmente el viejo colocaba los pies, cuando se sentaba en la silla alta.

– ¿Y el brasero? – preguntó ella de nuevo, desde allí abajo. – ¿Dónde lo has puesto?

– Cállate, se me ha roto hoy. Se me ha escapado de la mano. Al moverlo.

– ¡Oh, mira! ¿Y te mueres de frío? Yo contaba con el brasero. Vamos, siéntate. Te caliento yo, Papa-rey.

– ¿Tú? ¿Qué quieres calentarme tú ahora? Soy viejo, hija. Vete, vete. ¿Qué quieres de mí?

La mujer rompió en una estridente risotada y le agarró una pierna.

– ¡Vamos, quédate quieta! – dijo Papa-rey, protegiéndose. – ¡Qué tufo a brebaje! ¿Has bebido?

– Un poquito. Siéntate. Verás que entramos en calor. Vamos, así…. sube. Ahora te caliento las piernas. ¿O quieres otro brasero? Pues aquí lo tienes.

Y le colocó sobre las piernas como un hatillo muy caliente.

– ¿Qué es esto? – preguntó el viejo.

– Mi hija.

– ¿Tu hija? ¿Te has traído hasta a tu hija?

– Me han echado de casa, Papa-rey. Me ha abandonado.

– ¿Quién?

– Él, Cesare – estoy en medio de la calle. Con la muñeca en los brazos.

Papa-rey se levantó del asiento, se inclinó en la oscuridad hacia la mujer acuclillada y le dio a la niña.

– Toma, toma a tu hija, tómala y vete. Yo ya tengo mis líos, ¡déjame en paz!

– Hace frío, – dijo la mujer con voz aún más ronca. – ¿también tú me echas?

– ¿Quieres domiciliarte aquí dentro? – le preguntó, áspero, Papa-rey. – ¿Estás loca o borracha de verdad?

La mujer no respondió, ni se movió. Quizás lloraba. Como una matización de sonido, titilante, desde el fondo de la calle Volturno se oyó en el silencio una música de mandolina, que se acercaba lentamente, pero que luego, de pronto, volvió a perderse poco a poco, apagándose, a los lejos.

– Déjame esperarlo aquí, por favor, – continuó, poco después, la mujer, sombría.

– Pero ¿esperar a quién? – preguntó de nuevo Papa-rey.

– A él, ya te lo he dicho: a Cesare. Está ahí, en el café. Lo he visto por los cristales.

– ¡Pues ve a encontrarlo, si sabes que está allí! ¿Qué quieres de mí?

– No puedo, con la muñeca. ¡Me ha abandonado! Está allí con otra. ¿Y sabes con quién? ¡Con Mignon, claro!, con la célebre Mign… claro, que comenzará a cantar mañana por la noche. ¡La presenta él, figúrate! Ha hecho que el maestro le enseñe las canciones, pagándole por horas. He venido para decirle dos palabritas, apenas salga. A él y a ella. Deja que me quede aquí. ¿Qué mal te hago? Es más, así te doy calor, Papa-rey. Fuera, con este frío, mi pobre criatura… Además, se necesitará poco, media hora más o menos. ¡Vamos, sé bueno, Papa-rey! Vuelve a sentarte y coge a la niña en los brazos. Aquí abajo no puedo tenerla. Estaréis más calientes los dos. Está durmiendo, pobre criatura, y no molesta.

Papa-rey volvió a sentarse y a coger la niña sobre las rodillas, mascullando:

– ¡Oh, mira qué brasero me he encontrado aquí esta noche! Pero ¿qué quieres decirle?

– Nada. Dos palabras, – repitió ella.

Se callaron un rato. De la estación cercana llegaba el silbido quejumbroso de algún tren que llegaba o salía. Pasaba por la vasta plaza desierta algún perro vagabundo. Allí abajo, arrebujados, dos guardias nocturnos. En el silencio, se oía incluso el zumbido de la luces eléctricas.

– Tú tienes una nietecita, ¿no es así, Papa-rey? – preguntó la mujer, sacudiéndose con un suspiro.

– Nena, sí.

– ¿Sin madre?

– Sin madre.

– Mira mi hijita. ¿No es bonita?

Papa-rey no respondió

– ¿No es bonita? – insistió la mujer. – ¿Qué será ahora de mi pobre criatura? Pero así… así no puedo estar ya. Alguno, sin embargo, deberá apiadarse de ella. Tú comprendes que con ella en los brazos no encuentro trabajo. ¿Dónde la dejo? ¡Y encima, claro!, ¿quién me toma? Ni siquiera como criada me quieren.

– ¡Calla! – la interrumpió el viejo, sacudiéndose convulso; y se puso a toser.

Recordaba a la hija, que le había dejado así, en las rodillas, a una criaturita como esa. La estrechó muy despacio contra él, tiernamente. La caricia, sin embargo, no era para ella, era para la nietecita, que él en ese momento recordaba tan pequeña, y dulce y buena como esta.

Llegó del café un estallido más fuerte de aplausos y de gritos descompuestos.

– ¡Infame! – exclamó entre dientes la mujer. – Se divierte allí con esa fea mona, más seca que la muerte. Di, ¿normalmente viene aquí cada noche, no, a comprar el cigarro, apenas sale?

– No sé, – dijo Papa-rey encogiendo los hombros.

– Cesare, el Milanés, ¿cómo que no lo sabes? Ese rubio, alto, grande, con la barba separada en el mentón, impulsivo. ¡Eh, es guapo! Y él lo sabe, canalla, y se aprovecha. ¿No recuerdas que me llevó con él el año pasado?

– No, – le respondió molesto el viejo. ¿Cómo quieres que lo recuerde si no te dejas ver?

La mujer emitió carcajada, como un sollozo, y dijo sombría:

– Ya no me reconocerías. Soy la que cantaba los duetos con ese mentecato de Peppot. Peppot, ¿sabes? ¿Monte Bisbin? Sí, ese. Pero no importa, si no te acuerdas. Ya no soy esa. Me ha consumido, me ha destruido en un año. ¿Y sabes? Al principio, decía incluso que quería casarse conmigo. ¡Para reírse, figúrate!

– ¡Figúrate! – repitió Papa-rey, ya medio dormido.

– No lo creí nunca, – siguió la mujer, – me decía a mí misma: Con tal de que me tenga ahora. Y lo decía por esta criatura que, no sé cómo, quizás porque me prendí demasiado de él, había concebido. Además, ¿qué sabía yo?, luego fue peor. ¡Tener una hija!, ¡parece nada! Gilda Boa… ¿te acuerdas de Gilda Boa?, me decía: “¡Tírala!” ¿Cómo se tira? Él sí, quería tirarla de verdad. Tuvo el valor de decirme que no se le parecía. Pero mírala, Papa-rey, ¡si es exactamente como él! ¡Ah, infame! Bien sabe que es suya, que yo no podía tenerla con otro, porque por él yo… ¡no lo veía más que a él, de lo mucho que me gustaba! Me ha apaleado, y yo callada; me ha dejado muerta de hambre, y yo callada. He sufrido, te lo juro, no por mí, sino por esta criatura a la que, en ayunas, no podía darle la leche. Ahora, además…

Siguió así un rato; pero Papa-rey no la escuchaba ya: cansado, confortado con el calor de esa pequeña encontrada allí en lugar de su brasero, como era habitual, se había dormido. Se despertó sobresaltado, cuando, al abrirse la ventana del café, los clientes comenzaron a salir ruidosamente, mientras los últimos aplausos resonaban en la sala. Pero ¿dónde estaba la mujer?

– ¡Eh! ¿Qué haces? – le preguntó Papa-rey, soñoliento.

Ella había salido a gatas, jadeante, entre las patas de la silla alta en la que Papa-rey estaba sentado; había cerrado con una mano la ventanilla; y estaba allí, como una fiera, al acecho.

– ¿Qué haces? – repitió Papa-rey.

Un pistoletazo retumbó en ese momento fuera del quiosco.

– ¡Calla, o te arrestan también a ti! – le gritó la mujer al viejo, precipitándose fuera y cerrando con furia la ventanilla.

Papa-rey, aterrorizado por los gritos, por las imprecaciones, por la tremenda confusión detrás del quiosco, se inclinó sobre la pequeña que se había sobresaltado con el disparo, y se encogió, temblando. Acudió con furia un coche que, poco después, corrió al galope, hacia el hospital de Sant´Antonio. Y una maraña de gente furibunda pasó vociferando por delante del quiosco y se alejó hacia la Plaza de las Termas. Otra gente, sin embargo, se había quedado allí, en el lugar, comentando animadamente el hecho, y Papa-rey, aguzando los oídos, no se movía, temiendo que la niña diera algún grito. Poco después, uno de los camareros del café vino a comprar un cigarro al quiosco.

– Eh, Papa-rey, ¿Has visto qué miserable tragedia?

– He… oído… – balbució.

– ¿Y no te has movido? – exclamó riendo el camarero. – ¿Siempre con tu brasero, eh?

– Con mi brasero, claro… dijo Papa-rey, encorvado, abriendo la boca desdentada en una escuálida sonrisa.

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