Página dedicada a mi madre, julio de 2020

5.8  Lejos

I

Después de haber buscado inútilmente por todas partes esta o aquella parte del vestuario y de haber imprecado: – ¡Maldita sea! – no se sabe cuántas veces, entre bufidos y gruñidos y todo tipo de gestos airados, al final, Pietro Milio (o Don Balandra,1 como lo llamaban en el pueblo), sintió la necesidad de desahogarse gritándole a la pared que separaba su cuarto del de la sobrina Venerina:

– ¡Ya sabes, duerme!, hasta mediodía, querida. Te advierto, sin embargo, que hoy este necio no te trae el pescado.

Y verdaderamente esa mañana don Balandra no podía ir a pescar, como era habitual en él desde hacía tantos años. En cambio, (¡maldita sea!) debía vestirse de gala o vestirse como un fantoche, según su modo de hablar. ¡Claro!, porque era vicecónsul de Suecia y Noruega. Y Venerina, que desde la noche anterior sabía que llegaba el nuevo vapor noruego – he ahí– no le había preparado ni la camisa almidonada, ni la corbata, ni los botones, ni la levita: nada, en definitiva.

En dos cajones del cantarano, en lugar de las camisas, había entrevisto una fuga de espantadísimos escarabajos.

– ¡Tranquilos! ¡Tranquilos! ¡Perdón por la molestia!

En el tercero, una única camisa, almidonada quién sabe desde hacía cuánto tiempo, amarillenta. Don Balandra la había sacado con dos dedos, cautamente, como si temiera que también ella estuviera habitada por los prolíficos animalitos de los dos pisos de arriba; luego, observando el cuello, la pechera y los puños deshilachados:

– ¡Estupendo! – había añadido. – ¿Os ha crecido la barba?

Y se había puesto a frotar las hilachas con un trozo de cera.

Estaba claro que las demás camisas (que, además, no debían de ser muchas) estaban esperando, desde hacía meses dentro de la cesta de la ropa interior que se debía enviar a lavar, los vapores mercantiles de Suecia y Noruega.

Vicecónsul de Escandinavia en Porto Empedocle, don Balandra era al mismo tiempo intérprete en los escasos vapores que venían de allí a cargar azufre. Por cada vapor, una camisa almidonada: no más de dos o tres al año. En almidón, poco gasto. Ciertamente no podría vivir con las escasas ganancias de esta esporádica profesión, sin la ayuda de la pesca diaria y de una mísera pensión de damnificado político. Porque, sí señores, no era un animal solo desde ayer – como él mismo solía decir: – Animal, lo había sido siempre: había luchado por esta querida patria, y se había arruinado.

Por ello, Querida-patria era también el nombre con que llamaba alguna vez a su miserable levita.

Tras venir de Girgenti a vivir en la Marina, como entonces se llamaban esas cuatro casuchas en la playa, en cuyas paredes, al soplar el levante, se rompían furibundas las oleadas, se acordaba de cuando Porto Empedocle no tenía ese pequeño muelle, llamado ahora Muelle Viejo, y esa torre alta, hosca, cuadrada, edificada quizás como presidio por los aragoneses, en su tiempo, y donde quizás realizaban sus trabajos forzados los galeotes: ¡los únicos caballeros del pueblo, desgraciados!

¡Entonces sí que hacía dinero a espuertas Pietro Milio! Como intérpretes, para todos los vapores mercantiles, solo estaban él y esa pértiga coja de Agostino Di Nica, quien, entonces, venía tras él, como un perrito hambriento, para recoger los restos que él dejaba caer. Los capitanes, fueran de la nación que fueran, tenían que contentarse con esas cuatro palabras en francés que les lanzaba a la cara, impertérrito, con genuino acento siciliano: – mossiurre, sciosse, etc.

– Pero ¡la querida patria!, ¡la querida patria!

Una sola, en verdad, había sido la bestialidad de don Balandra: la de haber tenido veinte años en el Cuarenta y ocho. Si hubiera tenido diez o cincuenta, no se habría arruinado. Una culpa involuntaria, por tanto. En lo mejor de los asuntos, comprometido con las conjuras políticas, había tenido que exiliarse a Malta. La bestialidad de tener también treinta y dos en el Sesenta había sido, ¡ya se sabe!, consecuencia natural de la primera. En Malta, en La Valletta, en esos doce años, había salido adelante con la ayuda de otros desterrados. ¡Pero el Sesenta! Cuando pensaba en ello, todavía temblaba. En Milazzo, una bala en el pecho: y de ese regalo de un soldado borbónico misericordioso no había sabido aprovecharse: – ¡Se había quedado vivo!

De vuelta a Porto Empedocle, había encontrado que el pueblo había crecido como por un prodigio, a expensas de la vieja Girgenti que, extendida en la alta colina a unas cuatro millas del mar, se resignaba a morir de muerte lenta, por cuarta o quinta vez, mirando por un lado las ruinas de la antigua Acragante, y por otro, el puerto naciente del pueblo. Y en su lugar, Milio había encontrado a muchos otros intérpretes, a cual más preparado, compitiendo entre ellos.

Agostino Di Nica, tras la marcha de él al exilio, al quedarse solo, se había hecho de oro y había dejado de trabajar como intérprete para dedicarse al comercio con una lancha de su propiedad, que iba y venía como una lanzadera entre Porto Empedocle y las dos islitas vecinas de Lampedusa y de Pantelleria.

– Agostino, ¿y la patria?

Di Nica, muy serio, se golpeaba con una mano el dinero en el bolsillo del chaleco:

– ¡Aquí está!

Se había quedado, sin embargo, tal cual, era necesario decirlo, sin soberbia. La Madre naturaleza, al hacerlo, no se había olvidado de la nariz. ¡Qué nariz! ¡Una vela! En la cabeza, el mismo gorro de tela, con la visera de cuero; y a todos los que le preguntaban por qué no se permitía, con tanto dinero, el lujo de llevar sombrero:

– No es por el sombrero, señores, – respondía invariablemente, – sino por las consecuencias del sombrero.

¡Bendito él! – “A mí, en cambio, – pensaba don Balandra, – con toda mi miseria, me toca tener que ponerme la levita y ahorcarme con un cuello almidonado. ¡Yo soy vicecónsul!”

Sí, y si algún día no lograba pescar, corría el riesgo de irse a la cama en ayunas, él y la sobrina, esa pobre huérfana que le había dejado el hermano, también él tan desafortunado, que apenas había desembarcado en América, había muerto de fiebre amarilla. Pero don Balandra tenía como recompensa las medallas del Cuarenta y ocho y del Sesenta.

Con la caña del sedal en la mano y los ojos fijos en el corcho flotante, absorto en los recuerdos de su larga vida, le sucedía a menudo que movía amargamente la cabeza. Miraba las dos escolleras del nuevo puerto, ahora tendidas en el mar como dos largos brazos para acoger en medio el pequeño Muelle Viejo, el cual, gracias al embarcadero, había conservado el honor de tener la sede de la Capitanería y la blanca torre del faro principal; miraba el pueblo que se extendía ante sus ojos, desde esa torre llamada Rastiglio al pie del Muelle, hasta la estación ferroviaria allá abajo, y le parecía que, al igual que en él los años y las desgracias, habían crecido todas esas casas, como una encima de la otra, hasta trepar al borde de la meseta margosa que se cernía sobre la playa con su pequeño y blanco cementerio arriba, con el mar delante, y el campo detrás. La marga encendida, golpeada por el sol poniente, relucía blanquísima, mientras el mar, de un verde oscuro, de cristal, cerca de la orilla, se doraba por completo en la amplitud temblorosa del amplio horizonte cerrado por la Punta Bianca a levante, y por el Capo Rossello a poniente.

El olor del mar entre las escolleras, el olor del viento salobre que algunas mañanas, al ir a pescar, lo investía tan fuerte como para cortarle la respiración o el paso, haciendo que la chaqueta y los pantalones se agitaran sobre él, el olor especial que el polvo del azufre esparcido por todas partes le daba al sudor de los hombres atareados, el olor del alquitrán, el olor de los curtidos, la acidez que exhalaba de la playa por la fermentación de toda esa hojarasca de algas secas mezclada con la arena mojada, todos los olores de ese pueblo que había crecido casi con él estaban tan impregnados de recuerdos para don Balandra que, a pesar de la miseria de su vida, era para él una pesadumbre pensar que los años que a él lo hacían viejo, eran, en cambio, la primera infancia del pueblo; tan verdad, como que el pueblo cada vez tenía más vida, día tras día, con los jóvenes, y él, viejo, se quedaba atrás, apartado y descuidado. Cada mañana, al alba, por la escalinata de Montoro, el grito repetido tres veces de un pregonero con una voz formidable los llamaba a todos al trabajo en la playa:

– ¡Hombres de mar, al trabajo!

Don Balandra oía desde la cama, cada amanecer, esas tres llamadas, y también él se levantaba, pero para irse a pescar, mascullando. Mientras se vestía, oía abajo la estridencia de los carros cargados de azufre, carros sin muelles, herrados, tambaleándose en el empedrado mojado del callejón polvoriento poblado de delgados asnos bardados, que llegaban en tropel, también ellos con dos bloques de azufre de contrapeso. Al bajar a la playa, veía las spigonare, con la vela triangular amainada a medias en el árbol, a la espera de la carga, al otro lado del brazo de levante, a lo largo de la orilla, en la que se alineaba la mayor parte de los depósitos de azufre. Bajo los montones se instalaban las básculas, en las que el azufre se pesaba y, luego, se lo cargaban en los hombros los hombres de mar, protegidos con un saco apretado en la frente. Descalzos, con pantalones de tela, los hombres de mar llevaban la carga a las spigonare, metiéndose en el agua hasta las caderas, y las spigonare, apenas cargadas, suelta la vela, iban a descargar el azufre en los vapores mercantiles anclados en el puerto o fuera. Así, hasta la puesta del sol, cuando el siroco no impedía el embarque.

¿Y él? Él, allí, con la caña de sedal en la mano. Y no era raro, mientras sacudía con rabia esa caña, que mascullara en su barba lanuda que contrastaba con el moreno de la piel cocida por el sol y con los ojos verdosos y acuosos:

– ¡Maldita sea! ¡No me han dejado en el mar ni un pez!

II

Sentada en la cama, con los cabellos negros todo enmarañados y los ojos hinchados por el sueño, Venerina no se decidía aún a salir de su cuartito, cuando oyó en la escalera unos pasos confusos entre jadeos afanosos y la voz del tío que gritaba:

– ¡Despacio, despacio! Ya hemos llegado.

Corrió a abrir la puerta; se paró apesadumbrada, sorprendida, exclamando:

– ¡Oh, Dios! ¿Qué pasa?

Delante de la puerta, por la estrecha escalera, una especie de camilla sujetada penosamente por un grupo de marineros jadeantes, consternados. Bajo un amplia manta de lienzo alguien yacía en esa camilla.

– ¡Tío! ¡Tío! – gritó Venerina.

Pero la voz del tío le respondió desde detrás del grupo de hombres que se afanaba por subir los últimos escalones.

– ¡Nada; no te asustes! ¡También esta mañana he pescado! La gracia de Dios no nos abandona. Despacio, despacio, hijos: hemos llegado. Aquí, entrad. Ahora lo tenderemos en mi cama.

Venerina vio al lado del tío a un joven de estatura gigantesca, de aspecto extranjero, rubio, y con la cara un poco ahumada, que sujetaba bajo el brazo una caja; luego bajó los ojos a la camilla que los marineros, para recuperar el aliento, habían dejado cerca de la entrada, y preguntó:

– ¿Quién es? ¿Qué ha pasado?

– ¡Un nuevo tipo de pez, no te confundas! – le respondió don Pietro, despertando la risa de los marineros que se secaban la frente. – ¡Una verdadera gracia de Dios! Vamos, hijos: aligerémonos. Aquí, en mi cama.

Y llevó a los marineros, con la triste carga, a su cuarto aún patas arriba.

El extranjero, apartándolos a todos, se inclinó sobre la camilla; levantó cautamente la manta, y ante los ojos de Venerina, horrorizada, descubrió a un pobre enfermo casi esquelético, que abría en el abatimiento los ojos enormes, de un azul tan brillante, que casi parecían de cristal, en medio de la escuálida delgadez de la cara en la que la barba había asomado; luego, con maternal cuidado, lo levantó como a un niño y lo acostó en la cama.

– ¡Fuera todos, fuera todos! – ordenó don Pietro. – Dejémoslos solos, ahora. En vosotros, hijos, pensará el capitán del Hammerfest. – Y ya cerrada la puerta, añadió, dirigiéndose a la sobrina: – ¿Lo ves? Luego dices que no somos afortunados. Un vapor cada vez que muere un papa; pero ¡el que llega es un maná! Démosle gracias a Dios.

– Pero ¿quién es? ¿Se puede saber qué ha pasado? – preguntó de nuevo Venerina.

Y don Balandra:

– ¡Nada! Un marinero enfermo de tifus, en las últimas. El capitán me ha visto esta buena cara de papanatas y ha dicho: “Mira, quiero hacerte un regalito, buen hombre”. Si ese desgraciado moría en el viaje, acababa en la boca de un tiburón; en cambio, ha querido llegar hasta Porto Empedocle, porque sabía que aquí estaba Pietro Milio, un asno. Basta. Hoy mismo iré a Girgenti para encontrarle un sitio en el hospital. ¡Paso antes por la casa de tu tía doña Rosolina! Espero que haga la gracia de acompañarte hasta que yo vuelva de Girgenti. Esperemos que, esta noche, todo haya acabado. Espera, oh… tengo que decir…

Volvió a abrir la puerta y le dijo alguna frase en francés a ese joven extranjero, que inclinó varias veces la cabeza como respuesta; luego, saliendo, añadió a la sobrina:

– Cuidado: estarás aquí, en tu cuarto. Voy y vuelvo con tu tía.

Por la calle, a la gente que le pedía noticias, siguió respondiendo sin siquiera volverse:

– ¡Pesca, pesca: una morsa!

Forzando la consigna de la criada, entró en la casa de doña Rosolina. La encontró en enagua y camisa, con los delgados brazos desnudos y una toalla en los hombros huesudos, preparándose la leche de afrecho para lavarse la cara.

– ¡Maldición! – gritó la solterona cincuentona, protegiéndose de un salto detrás de una cortina. – ¿Quién entra? ¡Qué modales!

– ¡Tengo los ojos cerrados, tengo los ojos cerrados! – protestó Pietro Milio. – ¡No miro sus encantos!

– ¡Enseguida, vuélvete! – ordenó doña Rosolina.

Don Pietro obedeció y, poco después, oyó que la puerta del cuarto se cerraba con furia. A través de la puerta, entonces, él le contó lo que le había pasado, rogándole que se aligerara.

¡Imposible! ¿Ella, doña Rosalina, salir de casa a esa hora? ¡Imposible! Un caso excepcional, sí. Pero ese enfermo, ¿era viejo o joven?

– ¡Santo nombre de Dios! – gimió don Pietro.- ¿Habla en serio a su edad? Ni viejo, ni joven: está moribundo. ¡Aligérese!

¡Ah, sí!, antes de que doña Rosolina se decidiera a despedirse de su propia imagen en el espejo, tuvo que pasar más de una hora. Se presentó al final completamente arreglada, como una mona vestida, el amplio mantón indiano con la orla hasta el suelo, sujetado en el pecho por un broche de oro esmaltado con colgantes de lagrimones, grandes pendientes en las orejas, la frente simétricamente entrecomillada por medios rizos untados no se sabe con qué crema, y pintadas las mejillas y los labios.

– Aquí estoy, aquí estoy…

Y los ojillos de lobo, provistos de larguísimas pestañas, parpadeando, le pidieron a don Pietro admiración y gratitud por esa vestimenta extraordinariamente cuidada. (Algo muy distinto le habían pedido esos ojos a don Pietro: pero este, Pietro de nombre, era una piedra de hecho.)

Encontraron a Venerina completamente furiosa. Ese joven extranjero se había atrevido a llamar a la puerta del cuarto en el que ella se había encerrado, y quién sabe qué le había blasfemado en su lengua; luego se había marchado.

– ¡Paciencia, paciencia hasta esta noche! – resopló don Balandra. – Ahora corro a Girgenti. Dime: a él, al enfermo, ¿se le ha oído?

Los tres entraron muy despacio para verlo. Se quedaron, reteniendo la respiración, cerca del umbral. Parecía muerto.

– ¡Oh, Dios! – gimió doña Rosolina. – ¡Tengo miedo! No lo soporto.

– Os quedaréis allí las dos, – dijo don Pietro. – De vez en cuando os asomáis aquí, a la puerta, para ver cómo está. ¡Si aguantara un par de días más! Pero me parece precisamente que se dispone a irse y ¡esto es lo que me falta! ¡Ah, qué ganancias, qué buenas ganancias me da Noruega! Basta: dejadme marchar.

Doña Rosolina lo agarró por un brazo.

– Dime: ¿es turco o cristiano?

– ¡Turco, turco: no se confiesa! – respondió de prisa don Pietro.

– ¡Madre mía! ¡Excomulgado! – exclamó la solterona, persignándose con una mano y tendiendo la otra para llevarse a Venerina fuera de ese cuarto. – ¡Siempre igual! – suspiró luego, en el cuarto de la sobrina, aludiendo a don Pietro, quien ya se había ido. – ¡Siempre con la cabeza en las nubes! Ah, si hubiera tenido juicio…

Y aquí doña Rosolina, que siempre tomaba como pretexto las continuas desgracias de don Balandra para hablar con mil reticencias y suspiros de su fallido matrimonio, también quiso ver en esta última la mano de Dios, el castigo, el castigo de una culpa remota de él: la de no haberse casado con ella.

Venerina parecía atentísima a las palabras de la tía; en cambio, pensaba, absorta, con una sensación de temeroso desconcierto, en ese infeliz que estaba muriéndose allí, solo, abandonado, lejos de su país, donde quizás la mujer y los hijos lo esperaban. Y en cierto momento le propuso a la tía que fueran a ver cómo estaba.

Fueron estrechadas la una a la otra, de puntillas, y se pararon un poco más allá del umbral del cuarto, asomando la cabeza para mirar sobre la cama.

El enfermo tenía los ojos cerrados: parecía un Cristo de cera, depuesto de la cruz. ¿Dormía o estaba muerto? Se adelantaron un poco; pero con el leve ruido, el enfermo abrió los ojos, esos grandes ojos celestes, atónitos. Las dos mujeres se estrecharon aún más entre ellas; luego, al ver que levantaba la mano e indicaba que iba a hablar, huyeron, dando un gran grito, a encerrarse en la cocina.

Ya tarde, al oír la campanilla de la puerta, corrieron a abrir; pero, en lugar de don Pietro, vieron delante a ese joven extranjero de la mañana. La solterona corrió renqueando a guarecerse de nuevo; pero Venerina, valientemente, lo acompañó a la habitación del enfermo ya casi a oscuras, encendió una vela y se la dio al extranjero, que le dio las gracias inclinando la cabeza con una triste sonrisa; luego estuvo mirando, afligida: vio que él se inclinaba sobre el lecho y colocaba leve una mano en la frente del enfermo, sintió que lo llamaba con dulzura:

Cleen… Cleen.

Pero ¿eso era un nombre o una palabra afectuosa?

El enfermo miraba los ojos de su compañero, como si no lo reconociera; y entonces ella vio el cuerpo gigantesco de ese joven marinero sollozar, lo oyó llorar, encorvado sobre la cama, y hablar angustiosamente, en medio del llanto, en una lengua desconocida. También a ella se le saltaron las lágrimas. Luego, el extranjero, volviéndose, le indicó que quería escribir algo. Ella inclinó la cabeza para darle a entender que había comprendido, y corrió a coger lo necesario. Cuando él hubo terminado, le entregó la carta y una bolsa.

Venerina no comprendió las palabras que él le dijo, pero comprendió bien, por los gestos y por la expresión de la cara, que le recomendaba al pobre compañero. Luego vio que se inclinaba de nuevo sobre la cama para besar varias veces la frente del enfermo, y que luego se marchaba de prisa con un pañuelo en la boca para sofocar los sollozos que lo asaltaban.

Doña Rosolina poco después, toda asustada, asomó la cabeza por la puerta y vio a Venerina sentada, allí, como si no pasara nada, absorta, y con los ojos llenos de lágrimas.

– ¡Pss, psss! – la llamó, y con un gesto le dijo: – ¿qué haces?, ¿estás loca?

Venerina le mostró la carta y la bolsa, que tenía aún en las manos y le indicó que entrara. No había ya que tener miedo. Le contó en voz baja la escena conmovedora entre los dos compañeros, y le rogó que se sentara también ella a velar a ese pobre que moría abandonado.

En el silencio de la tarde sobrevenida sonó de pronto, agudo, largo, hiriente, el silbido de una sirena, como un grito humano.

Venerina miró a la tía, luego al enfermo en la cama, envuelto en la sombra, y dijo despacio:

– Se van. Se despiden de él.

III

– Tío, ¿cómo se dice animal en francés?

Pietro Milio, que estaba lavándose en la cocina, se volvió con la cara chorreando a mirar a la sobrina:

– ¿Por qué? ¿Quieres llamarme en francés? Se dice bête, hija mía: ¡bête, bête! ¡Y dímelo fuerte, ya sabes!

Más que animal merecía que lo llamaran. Desde hacía cerca de dos meses tenía en casa y alimentaba como a un pollito a ese marinero que le había llovido del cielo. En Girgenti – ¡ni decirlo! – no había podido encontrar un sitio en el hospital. ¿Podía echarlo en medio de la calle? Le había escrito al Cónsul de Palermo – ¡claro! – El Cónsul le había respondido que le diera hospitalidad y atención al marinero del Hammerfest, hasta que estuviera curado, o – en el caso en que se muriera – le diera una sepultura respetable, pues de los gastos sería reembolsado después.

¡Qué genio ese Cónsul! Como si él, Pietro Milio, pudiera anticipar gastos y dar alojamiento a los enfermos. ¿Cómo?, ¿dónde? Como alojamiento, sí: le había cedido al enfermo su cama, y él, rompiéndose los huesos en el sofá desvencijado que le clavaba en las costillas los muelles sueltos, así que cada noche soñaba que yacía tendido sobre los picos de una cordillera. Pero en cuanto a la cura, ¿podía ir a la farmacia, a la droguería, a la carnicería, a comprar a crédito, diciendo que Noruega pagaría después? – Allí, bogas y mújoles, de día, y congrios por la noche, cuando pescaba; y si no, ¡nada!

¡Y sin embargo, ese pobre diablo había conseguido no morirse! Tenía que ser a prueba de bomba, si ni siquiera lo había conseguido el médico del pueblo, quien tenía tan buen corazón y tanta caridad por el prójimo, como para matar al menos a un conciudadano cada día – no hablaba así, porque en el fondo le deseara el mal a ese pobre extranjero; no, pero – ¡maldita sea! – exclamaba don Pietro – ¿quién hay más desgraciado que yo?

Menos mal que, en unos pocos días, se liberaría de él. El noruego, a quien él llamaba L´arso (se llamaba Lars Cleen), ya estaba convaleciente, y de allí a una o dos semanas como mucho, podría emprender el viaje.

Ya era hora, porque doña Rosolina no quería saber nada más de controlar a la sobrina: protestaba que también ella era soltera y no le parecía bien que dos mujeres acompañaran a ese hombre que ella creía turco, y por ello fuera de la gracia de Dios. Ya se había levantado de la cama, podía moverse y… y… ¡nunca se sabe!

Doña Rosolina no añadía, en estas quejas a don Pietro, que la actitud de Venerina, hacia el convaleciente, desde hacía un tiempo no le agradaba ya.

El convaleciente parecía que había salido de la enfermedad mortal como si fuera, de nuevo, un niño. La sonrisa, la mirada de los ojos límpidos tenían precisamente una expresión infantil. Estaba aún muy delgado; pero la cara se le había serenado, la piel volvía a coloreársele ligeramente; y le brotaban más rubios, leves, aéreos, los cabellos que se le habían caído durante la enfermedad.

Venerina, al verlo tan tímido, perdido en la beatitud de ese su renacer en un país desconocido, entre gente extraña, sentía por él una ternura casi maternal. Pero toda su conversación se reducía, para Venerina, que no entendía el francés y mucho menos el noruego, a una variación de tonos al pronunciar su nombre, Cleen. Así, si él se negaba, arrugando la nariz, sacudiendo la cabeza, a tomar alguna medicina o algún alimento, ella pronunciaba ese Cleen con voz sombría, de mandato, frunciendo las cejas sobre los ojos inmóviles, severos, como diciendo: “¡Obedece, que no admito caprichos!”. – Si luego él, en un impulso de alegre ternura, al verla pasar cerca, le daba un tironcito del vestido, con la cara iluminada por una sonrisa de gratitud y de simpatía, Venerina arrastraba ese Cleen en una exclamación de estupor y de reproche, como si quisiera decirle. “¿Estás loco?”.

Pero el estupor era fingido, el reproche dulce: expresados los dos para sosegar los escrúpulos de doña Rosolina que, al asistir a esas escenas, se habría puesto de mil colores, si ella no tuviera en las delgadas mejillas esa patina de maquillaje.

 

También ella, Venerina, se sentía como renacida. Acostumbrada a estar siempre sola, en esa casa pobre y desnuda, sin cuidados íntimos, sin afectos vivos, desde hacía un tiempo se había abandonado a una desgana invencible, a un tedio inquieto: el corazón se le había como esterilizado, y la esterilidad del sentimiento se deshacía en ella en la pereza más acidiosa. Ella misma, ahora, no habría podido explicarse por qué le agradaba tanto trajinar por la casa, alegremente, levantarse a su hora y arreglarse.

– ¡Milagros! ¡Milagros! – exclamaba don Balandra al volver por la tarde, con los aparejos de la pesca, todo fragante de mar. Encontraba todo en orden; la mesa preparada, lista para la cena.

– ¡Milagros!

Entraba en la habitación del enfermo, frotándose las manos.

¡Bon suarre, mossiur Cleen, bon suarre!

– Buenas tardes, – le respondía en italiano el convaleciente, sonriendo, separando y casi cortando con la pronunciación las dos palabras.

– ¿Cómo, cómo? – exclamaba entonces don Pietro, pasmado, mirando a Venerina que reía, y luego a doña Rosolina que estaba seria, sentada, encogida, con los labios apretados y los párpados graves, casi cerrados.

Poco a poco, Venerina había logrado enseñarle al extranjero algunas frases en italiano y un poco de la nomenclatura elemental, con un medio muy simple. Le indicaba un objeto en el cuarto y lo obligaba a que repitiera varias veces el nombre, hasta que no lo pronunciaba correctamente: – vaso, cama, silla, ventana… – Y qué risotadas cuando se equivocaba, risotadas que se volvían fragorosas si se daba cuenta de que la tía solterona, torpe en su pudorosa severidad, para no ceder al contagio de la risa, se torturaba los labios, máxime cuando el enfermo acompañaba con estos gestos tan cómicos esas palabras separadas, telegrafiando así con señales las partes sustanciales del discurso que le faltaban. Pero pronto pudo incuso decir: abrir, cerrar ventana, coger vaso, e incluso quiero ir cama. Sin embargo, aprendido ese quiero, comenzó a usarlo frecuentemente, y el empeño que ponía para superar la dificultad de la pronunciación, le daba un tono más nítido a la palabra. Venerina se reía, pero pensó atenuar ese tono enseñándole al enfermo a anteponer siempre a ese quiero un por favor. Por favor, sí, pero como él no lograba pronunciar correctamente esa nueva palabra, cuando quería algo, esperaba que Venerina se volviera a mirarlo, y entonces unía las manos en señal de ruego y luego lanzaba más imperioso y nítido que nunca su quiero.

La premisa de esa señal de ruego era absolutamente necesaria cada vez que él quería cerca de él la caja que el compañero le había traído del vapor, el día en que había bajado moribundo. Venerina se lo traía cada vez de mala gana y sin la cortesía habitual. Esa caja representaba para él la patria lejana: estaban allí todos sus recuerdos y muchas cartas y algunos retratos. Mirándolo de soslayo, mientras él releía alguna de esas cartas, o se quedaba abstraído, con los ojos ausentes, Venerina lo veía casi bajo otro aspecto, como si estuviera envuelto en otro aire que lo alejara de ella de improviso, y notaba muchas particularidades de su diversa naturaleza, nunca antes observada. Esa caja, en la que él frugaba con tanta insistencia, le presentaba ante los ojos la imagen de ese otro marinero que lo había levantado de la camilla como a un niño para colocarlo en la cama, allí, y luego se había ido, llorando. ¡Y ella que había cuidado tanto a ese abandonado! ¿Quién era él? ¿De dónde venía? ¿Qué recuerdos custodiaba con tanto amor en esa caja? Venerina movía de pronto los hombros con un impulso de desdén, diciéndose a sí misma: – ¿Qué me importa? – y lo dejaba allí solo en el cuarto, alimentándose de esos secretos recuerdos suyos, y se llevaba con ella a la tía, quien la seguía aturdida por esa decisión repentina.

– ¿Qué hacemos?

– Nada. ¡Nos vamos!

Venerina se hundía de nuevo, de pronto, en esos momentos, en su tedio indolente, exacerbado por una pena de deseos infinitos: la casa le parecía vacía de nuevo, vacía la vida, y resoplaba: ¡No quería hacer nada, nada más!

 

IV

Lars Cleen, apenas solo, se sentía como caído en otro mundo, más luminoso, del que no conocía sino a tres habitantes solos y una casa, es más un cuarto. No se daba cuenta de nada. Ponía oído en los ruidos de la calle, se esforzaba por entender; pero ninguna sensación de la vida de afuera lograba despertar en él una imagen precisa. La campana… ¡sí, pero él veía con el pensamiento una iglesia de su remoto país! Un silbido de sirena, y él veía el Hammerfest perdido en los mares lejanos. ¡Y cómo se había quedado una tarde, en silencio, viendo la luna, en el vano de la ventana! Era, sin embargo, era la misma luna que él tantas veces en su patria, en el mar, había visto; pero le había parecido que ahí, en ese pueblo desconocido, ella les hablaba a los techos de las casas, al campanario de esa iglesia, casi en otro lenguaje de luz, y la había mirado largamente, con una sensación de aturdimiento angustioso, sintiendo más aguda que nunca la pena del abandono, el propio aislamiento.

Vivía en la vaguedad, en lo indefinido, como en una esfera vaporosa, de sueños. Un día, finalmente, se dio cuenta de que en la tapa de la caja estaban escritas con tiza tres palabras : – bet! bet! bet! – así. Le preguntó con un gesto a Venerina qué querían decir, y Venerina, rápida:

– ¡Tú, bet !

Lars Cleen se quedó mirándola con los ojos claros risueños y perdidos. No comprendía, o mejor no podía creer que… No, no – y con las manos le indicó que tuviera piedad de él, que dentro de poco tenía que marcharse. Venerina movió los hombros y lo saludó con la mano:

– ¡Buen viaje!

– No, no, – dijo de nuevo Cleen con la cabeza, y le dijo que se acercara con un gesto: abrió la caja y sacó una vista fotográfica de Trondhjem. Se veía, entre los árboles, la majestuosa catedral de mármol que sobresalía entre todos los edificios, con el cementerio cerca, donde los fieles supervivientes iban cada sábado a adornar con flores las tumbas de sus muertos.

Ella no logró comprender por qué le mostraba esa vista.

Ma Mère, ici, – se afanaba por decir Cleen, indicándole con el dedo el cementerio, allí, a la sombra del magnífico templo. También él, como don Pietro, no dominaba mucho la lengua francesa, que por lo demás no servía para nada con Venerina. Sacó entonces otra fotografía: el retrato de una joven. Enseguida Venerina fijó en ella los ojos, palideciendo. Pero Cleen se puso a su lado el retrato, para hacerle ver que se parecía a él.

Ma soeur, – añadió.

Esta vez Venerina comprendió y se alegró por completo. Si, además, esta hermana estaba comprometida o ya era mujer de este joven marinero que le había traído la caja, Venerina no se preocupó por adivinarlo. Le bastó con saber que L´arso era soltero. Sí: pero ¿no debía marcharse dentro de unos días? Ya era capaz de salir de casa y de ir a pie, al atardecer, al Muelle Viejo.

Un grupo de granujas descalzos, desharrapados, algunos desnudos, quemados por el sol, seguía siempre a Lars Cleen en esos paseos suyos: lo espiaban, intercambiándose en voz alta observaciones y comentarios que pronto se convertían en bromas. Él, aturdido, cegado por el aire que ardía con la luz, se volvía ya hacia uno, ya hacia otro, sonriendo; alguna vez le tocaba tener que amenazar con el bastón a los más insolentes; luego se sentaba en la tapia del embarcadero a mirar los barcos amarrados y el mar encendido con el reflejo de las nubes vespertinas. La gente se paraba a observarlo, mientras él estaba en esa actitud, entre perdido y estático: lo miraba, como se mira una grúa o una cigüeña cansada y perdida, que hubiera bajado de lo alto de los cielos. El gorro de pelo, la palidez de la cara y el rubio extremo de la barba y de los cabellos atraían especialmente la curiosidad. Él, al final, se cansaba, y muy despacio regresaba a casa, triste.

Por la carta que le había dejado el compañero, junto con el dinero, sabía que el Hammerfest, tras el viaje a América, volvería a Porto Empedocle, dentro de seis meses. Ya habían transcurrido tres. Con mucho gusto se embarcaría en su vapor para regresar, con mucho gusto se reuniría con los compañeros; pero ¿cómo quedarse otros tres meses, así, sin ninguna otra razón, en la casa que lo hospedaba? Milio ya le había escrito al cónsul de Palermo para que obtuviera gratuitamente la repatriación. ¿Qué hacer? ¿Marcharse o esperar? – Decidió que le pediría consejo al mismo Milio, una de esas tardes, cuando volviera de pescar congrios.

Venerina asistió, después de la cena, a ese diálogo que quería ser en francés entre el tío y el extranjero. ¿Un diálogo? Se habría debido llamar mejor un litigio, a juzgar por la violencia de los gestos repetidos con exasperación por uno y otro. Venerina, suspendida, consternada, en cierto momento, al ver que el tío la señalaba con rabia, se puso como una brasa. ¡Cómo! ¿Hablaban, por tanto, de ella?, ¿de ese modo? La vergüenza, la ansiedad, el despecho le produjeron de pronto tal ardor dentro, que apenas Cleen se retiró, saltó a preguntarle al tío:

– ¿Qué tengo que ver yo? ¿Qué habéis dicho de mí?

– ¿De ti? Nada, – respondió don Pietro, rojo, bufando, después de ese terrible esfuerzo.

– ¡No es verdad! Habéis hablado de mí, he comprendido muy bien. ¡Y tú te has enfadado!

Don Pietro no lograba entender aún.

– ¿Qué te ha dicho? ¿Qué ha inventado? – lo acosó Venerina toda encendida. – ¿Quiere irse? ¡Pues déjalo que se vaya! No me importa nada, ya lo sabes, precisamente nada.

Don Balandra se quedó aún un rato mirando a la sobrina, aturdido, con la boca abierta.

– ¿Estás loca? O yo…

De improviso se puso a dar vueltas por la habitación como si buscara el camino para escaparse y, agitando en el aire las manazas abiertas:

– ¡Qué asno! – gritó. – ¡Qué imbécil! ¡Oh, el muy burro! ¡A los sesenta y ocho años! ¡Madre mía! ¡Madre mía!

Se volvió de pronto a mirar a Venerina, poniéndose las manos en los cabellos.

– Dime, ¿por esto me lo has preguntado… para decirle en francés que yo era un animal?

– No, por ti, no… ¿Qué has entendido?

De nuevo don Pietro, con la cabeza entre las manos, se puso a caminar de un lado a otro por el cuarto.

– ¡Animal, burro, y digo poco! Pero ¿ese macaco de tu tía qué ha hecho aquí?, ¿ha estado durmiendo? ¡Maldita sea! ¿Y tú?, y este pedazo de… ¡Espera, espera que te lo arreglo yo, ahora mismo!

Y diciendo esto se lanzó hacia la puerta del cuarto donde se había encerrado Cleen. Venerina se puso delante de él.

– ¡No! ¿Qué haces, tío? ¡Te juro que él no sabe nada! ¡Te juro que entre él y yo no ha habido nunca nada! ¿No has entendido que quiere marcharse?

Don Pietro se quedó como suspendido. ¡Ya no comprendía nada!

– ¿Quién?, ¿él? ¿Quiere marcharse? ¿Quién te lo ha dicho? ¡Pero si es al contrario!, ¡al contrario! ¡No quiere marcharse! ¿Me has tomado en serio por un animal? ¡Pero yo lo echo fuera, ahora mismo!

Venerina lo retuvo de nuevo, estallando esta vez en sollozos y echándose sobre su pecho. Don Balandra sintió que le fallaban las piernas. Con la mano que tenía libre se santiguó.

– En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, – suspiró. – ¡Ven aquí, ven aquí, hija mía! Vamos a tu cuarto, y hablemos con calma. ¡Voy a volverme loco!

La llevó con él al otro cuarto, hizo que se sentara, le dio el pañuelo para que se secara los ojos y comenzó a interrogarla paternalmente.

Entretanto, Lars Cleen, que había oído desde su habitación la discusión entre el tío y la sobrina, sin comprender nada, abría muy despacio la puerta y asomaba la cabeza para mirar, con la luz en la mano, en la salita oscura. ¿Qué había pasado? Oyó solo los sollozos de Venerina, al otro lado, y se turbó profundamente. ¿Por qué esa discusión? ¿Y por qué lloraba ella así? Milio le había dicho que no era posible que él permaneciera más en la casa: no había sitio para él; y además, esa vieja loca de la tía se había cansado; y la sobrina no podía quedarse sola con un extraño en casa. Dificultad que él no lograba desentrañar. ¡Bah!, muchas otras cosas, desde que salía de casa, le parecían extrañas en ese pueblo. Era necesario que se marchara, sin esperar el vapor: esto era cierto. Y perdería el puesto de contramaestre. ¡Marcharse! ¿Lloraba por esto su joven amiga enfermera?

Hasta bien entrada la noche Lars Cleen estuvo allí, sentado en la cama, pensando, fantaseando. Le parecía ver a la hermana lejana; la veía. Ah, solo ella en el mundo lo quería ahora. Y también esta otra muchacha, ¿era posible?

– ¿Esta? ¿Y tú lo querrías?

¡Quién sabe! Cada vez que volvía a su patria, la hermana le repetía que de grado preferiría no volver a verlo nunca más, nunca más en la vida, si él, en uno de sus viajes lejanos, se enamorara de una buena muchacha y se casara con ella. Tanto dolor le daba verlo así, cansado de la vida y entregado, mejor dicho, abandonado a la discreción de la suerte, expuesto a todas las vicisitudes, dispuesto a las más arriesgadas, sin ninguna reserva de afecto para él mismo, como esa vez en que, al atravesar el océano en tempestad, ¡se había lanzado del Hammerfest para salvar a un compañero! Sí, era verdad; y sin ningún mérito; porque su vida, para él, no tenía ya valor.

Pero ¿y allí, ahora?, ¿era posible? Este pueblecito de mar, en Sicilia, tan lejano, ¿era, por tanto, la meta señalada por la suerte para su vida?, ¿había llegado, sin sospechar nada, a su destino? ¿Por esto había caído enfermo hasta tocar el umbral de la muerte?, ¿para emprender desde allí el camino de una nueva existencia? ¡Quién sabe!

– ¿Y tú lo quieres? – concluía entretanto don Pietro al otro lado, después de haberle arrancado a Venerina, que no lograba calmarse, las escasas, inciertas noticias que le había dado al extranjero y la confesión de esos ingenuos pasatiempos, entre los que había nacido ese amor hasta ese momento suspendido en el aire, como un pájaro en sus alas.

Venerina se había escondido la cara con las manos.

– ¿Lo quieres? – repitió don Pietro. – ¿Tanto hace falta para decir que sí?

– No lo sé, – respondió Venerina, entre sollozos.

– ¡Pues, en cambio, yo lo sé! – masculló don Balandra, levantándose. – Vete, vete ahora a la cama, y procura dormir. Mañana, si acaso… ¡Pero mira qué profesión tengo que desempeñar ahora!

Y, sacudiendo la cabeza lanuda, fue a echarse al sofalucho desvencijado.

Ya sola, Venerina, con la cara toda encendida, con los ojos centelleantes, sonrió; luego, escondió de nuevo la cara con las manos; la mantuvo apretada, así, y fue a echarse a la cama, vestida.

No sabía en verdad si lo amaba. Pero, entretanto, besaba y apretaba la almohada del camastro. Aturdida por esa escena imprevista, a la que se había dejado llevar, por un malentendido, por su amor propio herido, aún no lograba bien ver claro dentro de ella, en lo que había pasado. Una sensación apremiante de vergüenza le impedía alegrarse de esa explicación con el tío, quizás deseada inconscientemente por su corazón, después de tantos meses de suspensión en un pensamiento, en un sentimiento, que no lograban posarse en la realidad, afirmarse de algún modo. Ahora le había dicho que sí al tío, y cierto era que habría sentido un gran dolor si Cleen se hubiera marchado; sentía horror por el tedio mortal en que volvería a caer, tan sola, en la casa vacía y silenciosa; estaba por ello contenta de que el tío estuviera ahora con ella, allí, pensando, ideando el modo de vencer, si era posible, todas las dificultades que hasta entonces habían tenido suspendido su sentimiento.

Pero ¿podían vencerse tantas dificultades? Cleen, incluso allí presente, le parecía tan, tan lejano: hablaba una lengua que ella no entendía; tenía en el corazón, en los ojos, un mundo remoto, que ella ni siquiera adivinaba. ¿Cómo detenerlo allí, para ella, toda la vida, fuera de ese mundo suyo? Quería, sí, quedarse; pero hasta que llegara el vapor de América. Entretanto, ciertamente, ningún afecto vivo en su patria lo llamaba; porque, de lo contrario, enseguida habría pensado regresar a su patria. Si quería esperar, era señal de que también él debía de sentir… ¡quién sabe!, quizás el mismo afecto por ella, así, suspendido y como perdido en la inseguridad de la suerte.

Entre otros pensamientos se debatía don Pietro en el sofalucho que crujía con todos los muelles sueltos. Los muelles crujían y don Balandra bufaba:

– ¡Locos! ¡Locos! ¿Cómo han hecho para entenderse, si uno no sabe ni una palabra de la lengua del otro? ¡Y, sin embargo, sí señores, se han entendido! ¡Milagros de la locura! Se quieren, se quieren, sin pensar que los mújoles, las bogas y los congrios del animal del tío no pueden desde el mar asumir la responsabilidad y el encargo de cubrir los gastos del matrimonio y de mantener a una nueva familia. Menos mal, que yo… ¡Claro que sí! ¡Si el patrón Di Nica quisiera saberlo! Mañana, mañana se verá… ¡A dormir!

Agostino Di Nica hacía buenos negocios con su lancha. Tanto, que había pensado alargar su comercio hasta Túnez y Malta y, con esa finalidad, había encargado en el Arsenal de Palermo la construcción de otra lancha, un poco más grande, que pudiera servir incluso para el transporte de pasajeros.

– Quizás, – seguía pensando don Pietro, – un hombre como L´arso pueda servirle. Conoce el francés mejor que yo, y el inglés, muy bien. Es un lobo de mar, además. O como intérprete, o como marinero, con tal de que me lo embarque y le dé para vivir y mantener con honestidad a la familia… Entretanto, Venerina le enseñará a hablar como un cristiano. Parece que ella hace milagros con su escuela. No puedo dejarlos ya solos. Mañana lo llevo conmigo a visitar al patrón Di Nico y, si la propuesta es aceptada, él esperará, si quiere, pero viniéndose cada día conmigo a pescar; si no es aceptaba, es necesario que se marche enseguida, sin remisión. Entretanto, durmamos.

¡Pero cómo iba a dormir! Parecía que las puntas de los muelles sueltos se hubieran vuelto más rígidos esa noche, compenetrados con las dificultades en las que don Balandra se debatía.

V

Desde hacía cerca de quince días, Lars Cleen seguía mañana y tarde a Milio a pescar: salía de casa con él, regresaba con él.

El patrón Di Nica, con muchos si, con muchos pero, había aceptado la propuesta que le había presentado Milio como una verdadera suerte para él (¿y las consecuencias?). La lancha nueva llegaría pronto, dentro de un mes como máximo, y él, Cleen, embarcaría en calidad de intérprete – de prueba, durante el primer mes.

Venerina le había hecho entender bien al tío que Cleen aún no se había explicado con ella claramente, y por ello le había recomendado que se comportara con la mayor delicadeza, empujándolo antes con toda prudencia a hablar, a explicarse. El pobre don Balandra, bufando más que nunca, en un gran azoramiento, había ido antes solo a ver a Di Nica y, obtenido el puesto, había vuelto a casa a ofrecérselo a Cleen, añadiendo en su bárbaro francés que, si quería quedarse, tal como le había expresado, si quería permanecer hasta la vuelta del Hammerfest, tenía que ser con esta condición: que trabajara; el puesto ahí estaba, se lo había buscado él: luego, cuando el vapor llegara de América, tendría dos trabajos; y entonces, podía elegir: o este o el otro, el que más le conviniera. Entretanto, durante la espera, era necesario que fuera con él cada día a pescar.

Ante tal propuesta, Cleen se había quedado perplejo. Le había parecido que la escena de aquella tarde entre el tío y la sobrina había pasado precisamente por su próxima partida, y que había sido él la causa del llanto de su querida enfermera. Aceptar, por tanto, y comprometerse sería lo mismo. Pero ¿cómo podía rechazar ese beneficio, después de los muchos cuidados y atenciones afectuosas de ella, un beneficio que se le ofrecía así, que no lo ataba aún en absoluto, que lo dejaba libre de elegir, libre de mostrarse agradecido a cuanto habían hecho por él?

Ahora, cada mañana, al levantarse del sofalucho con los huesos doloridos, don Pietro se exhortaba así:

– ¡Ánimo, don Balandra!, ¡a la doble pesca!

Y preparaba el utillaje: las dos cañas con el sedal, una para él y otra para L´arso, los botes de cebo, los recambios de anzuelo: así estaba, sí, bien provisto para los peces: pero ¿dónde iba a encontrar lo necesario para la otra pesca: la del marido para la sobrina?, ¿quién le daba el anzuelo que lo hiciera hablar?

Se detenía en medio del cuarto, con los labios apretados, los ojos abiertos; luego sacudía en el aire las manos y exclamaba:

– ¡El anzuelo francés!

¡Claro! Porque, por añadidura, le tocaba tener que tratar el tema en francés, cuando no hubiera sabido decírselo ni siquiera en siciliano:

Monsiurre, ma niesse

¿Y luego? ¿Podía largarle claramente que esa tontona se había enamorado o encaprichado de él?

De Noruega o del cónsul de Palermo recibiría el reembolso de los gastos, probablemente; pero ¿de este otro lío quién iba a recompensarlo?

– ¡Él, él mismo, maldita sea! ¿Ha atizado el fuego en mi casa? ¡Pues que se queme, que arda!

Ese aire de mameluco, de inocente llovido del cielo, se lo quitaría él. Y allí, en la escollera del puerto, mientras abastecía los anzuelos de nuevo cebo, se volvía a mirar a L´arso, que estaba sentado en un pedrusco un poco apartado, con la espalda erguida, con los ojos claros fijos en el corcho del sedal que flotaba en el áspero azul del agua luciente de intensos temblores.

– ¡Eh, Mossiur Cleen, eh!

 

Mirar sí, lo miraba; pero ¿veía de verdad ese corcho? Parecía aturdido.

Cleen, ante esa exclamación, se sacudía como de un sueño, y le sonreía; luego sacaba muy despacio del agua el sedad, creyendo que Milio lo había llamado para esto, y abastecía también él los anzuelos desarmados quién sabe desde hacía cuánto tiempo.

¡Ah, así, la pesca iba muy bien! También él, don Balandra, pensando, ideando el modo y la manera de empezar a hablarle de ese asunto tan difícil y delicado, dejaba, entretanto, que los peces se comieran el cebo: se distraía, ya no veía el corcho, no veía el mar, y solo volvía en sí cuando el agua entre los escollos cercanos se formaba un remolino más fuerte. Airado, sacaba de nuevo el sedal, y le venía la tentación de golpear con él la cara de ese ingrato. Pero más ira le suscitaba la exclamación que Cleen había aprendido de él y que repetía a menudo, sonriendo, al levantar a su vez la caña.

 

– ¡Maldita sea!

Don Balandra, olvidándose en esos momentos de hablarle en francés, prorrumpía:

– ¡Pero maldita sea yo, lo digo yo en serio! ¡Tú te ríes, papanatas! ¿Qué te importa?

No, no, así no podía continuar: no concluía nada, no solo, sino que se hacía daño en el hígado.

– ¡Que se las arreglen ellos, si quieren!

Y se lo dijo una de esas tardes a la sobrina, al volver de la pesca.

No se esperaba que Venerina acogiera esa airada declaración de su ignorancia con un estallido de risa, con la cara toda roja y radiante.

– ¡Pobre tío!

– ¿Te ríes?

– ¡Claro!

– ¿Hecho?

Venerina se escondió la cara entre las manos, indicando varias veces que sí con la cabeza, vivazmente. Don Balandra, aunque contento de corazón, aliviado de ese peso cuando menos se lo esperaba, se encolerizó:

– ¡Cómo! ¿Y no me has dicho nada? ¿Y me has tenido ahí durante tantos días en esta tortura? ¡Y él, también él, mudo como un pez!

Venerina apartó la cara de las manos:

– ¿No ha logrado decirte nada hoy tampoco?

¡Un memo, te lo digo! ¡Un papanatas! – le gritó don Balandra en el colmo de la cólera. – ¡Tengo el hígado hinchado por la bilis de todos estos días!

– Se habrá avergonzado – dijo Venerina, tratando de excusarlo.

¡Avergonzado! ¡Un hombre! – exclamó don Pietro. – ¡Ha conseguido que se rían a mis espaldas todos los peces del mar, ha conseguido que se rían! ¿Dónde está? Llámalo; haz que me lo diga esta misma tarde; ¡no basta con que te lo haya dicho a ti!

– Pero sin esta mala cara, – le recomendó Venerina, sonriendo.

Don Balandra se calmó, sacudió la cabezota lanuda y masculló en su barba.

– Soy precisamente… ya tú lo sabes mejor que yo. Dime, ¿cómo lo has hecho sin francés?

Venerina se ruborizó, levantó apenas los hombros, y los negros ojazos le centellearon.

– Así, – dijo, con ingenua malicia.

– ¿Y cuándo?

– Hoy mismo, cuando habéis vuelto a mediodía, después de comer. Él me cogió una mano… yo…

– ¡Basta, basta! – refunfuñó don Balandra, quien no había galanteado en toda su vida. – ¿Está lista la cena? Ahora le hablo yo.

Venerina se le encomendó de nuevo con los ojos, y se marchó. Don Pietro entró en la habitación de Cleen.

Este estaba con la frente apoyada en los cristales del balcón, mirando fuera; pero no veía nada. La placita allí delante, a esa hora, estaba desierta y oscura. Las farolas de petróleo descansaban esa tarde, porque de la iluminación del barrio se encargaba la luna. Al escuchar que se abría la puerta, Cleen se volvió de un salto. Quién sabe en qué estaba pensando. Don Balandra se plantó en medio de la habitación con las piernas abiertas, moviendo la cabeza: habría querido darle un sermón de viejo tío gruñón; pero sintió enseguida la dificultad que supondría un discurso en francés que se correspondiera con el aire arisco que ya expresaban su cara y su actitud. Frenó a duras penas un solemnísimo resoplido de impaciencia y comenzó:

Mossiur Cleen, ma nièsse m’a dit

Cleen sonrió, tímido, perdido, e inclinó ligeramente la cabeza varias veces.

Oui? – continuó don Balandra. – ¡Está bien!

Alargó los índices de las manos y acercó uno a otro repetidamente para decir: “Marido y mujer, unidos…”

Vous et ma nièsse… mariage… oui?

– Si vous voulez, – respondió Cleen abriendo la manos, como si no estuviese muy seguro del consentimiento.

– ¡Oh, por mí! – se le escapó a don Pietro. Se repuso enseguida.Très-heureux, mossiur Cleen, très-heureux. C’est fait! Donnez-moi la main…

Se estrecharon las manos. Y así el matrimonio estuvo decidido. Pero Cleen permaneció aturdido. Sonreía, sí, con una sonrisa tímida, en el embarazo de la extraña situación en que se había metido sin una voluntad bien definida. Le gustaba, sí, esa siciliana morena, tan vivaz, con esos ojos de sol; le estaba muy agradecido por la atención cariñosa: le debía la vida, sí… pero, ¿su mujer, de verdad?, ¿ya decidido?

– Maintenant, – continuó don Balandra, en su francés, – je vous prie, mossiur Cleen: cherchez, cherchez d’apprendre notre langue… je vous prie…

Venerina vino a llamar a la puerta con los nudillos de los dedos.

– ¡A cenar!

Esa primera tarde, en la mesa, sintieron los tres un gran embarazo. Cleen parecía caído de las nubes; Venerina, con la cara encendida, confundida, no lograba mirar ni al novio, ni al tío. Los ojos se le enturbiaban, al encontrar los de Cleen, y los bajaba enseguida. Sonreía, para responder a la sonrisa de él no menos embarazado, pero de grado habría escapado a encerrarse completamente sola en el cuarto, a tirarse en la cama, para llorar… Sí. Sin saber por qué.

¡Si esto no es locura, ya no hay locos en el mundo!”, pensaba solo por su parte don Balandra, ceñudo, también él nervioso, tragando con dificultad la ligera cena.

Pero después, primero Cleen, con alguna discreción, le rogó que tradujera para Venerina un pensamiento amable que él no habría podido manifestarle; luego Venerina, tímida y encendida, le rogó que se lo agradeciera y le dijera…

– ¿Qué? – preguntó don Balandra, abriendo de par en par los ojos.

Y como, después de ese primer intercambio de frases, la conversación entre los dos novios habría querido continuar a través de él, golpeó los puños sobre la mesa:

– ¡Oh, basta! – exclamó. – ¿Qué papel hago yo aquí? Arregláoslas vosotros.

Se levantó, entre las risas de los dos jóvenes, y fue a fumarse la pipa en el sofalucho, mascullando su maldita sea en su barba lanuda.

VI

La lancha de Di Nica realizaba, la última noche de mayo, su tercer viaje desde Túnez. En una hora, hacia el alba, la lancha atracaría en el Muelle viejo. A bordo dormían todos, excepto el timonero a popa y el segundo de guardia en el puente de mando.

Cleen había dejado su litera, y desde hacía un rato, en la toldilla, estaba mirando la luna que caía entre los flechastes de las jarcias, que vibraban por completo con las sacudidas de la máquina. Sentía una sensación de abrumadora angustia, allí, en esa cáscara de nuez, en ese mar cerrado, e incluso… sí, incluso la luna le parecía más pequeña, como si él la mirara desde la lejanía de su exilio, mientras ella aparecía allí grande, en el océano, entre las jarcias del Hammerfest donde alguno de sus compañeros quizás en ese momento la miraba. Allí él, con todo el corazón, estaba cerca. ¿Quién estaba de guardia, a esa hora, en el Hammerfest? Cerraba los ojos y volvía ver a sus compañeros, uno a uno: los veía subir de las escotillas; veía, veía con el pensamiento su vapor, como si él mismo estuviera allí; blanco de salitre, majestuoso y todo sonante. Oía el toque de la sirena a bordo; respiraba el olor particular de su antigua litera; se encerraba allí a pensar, a imaginar. Luego, volvía a abrir los ojos, y entonces, no ya lo que había visto recordando e imaginando le parecía un sueño, sino ese mar allí, ese cielo, esa lancha, y su vida presente. Y una tristeza profunda lo invadía, un inquieto desaliento. Sus nuevos compañeros no lo querían, no lo comprendían, ni querían comprenderlo; se burlaban de él por su modo de pronunciar las pocas palabras en italiano que había logrado aprender; y él, para no empeorarlo, tenía que reprimir su rabia secreta y sonreír por ese vulgar y estúpido escarnio. ¡Bah! Paciencia. Con el tiempo, lo dejarían. Poco a poco, él, con el uso continuo y la ayuda de Venerina, aprendería a hablar correctamente. Ahora, estaba dicho: allí, en ese pueblo, allí, en esa cáscara y en ese mar, toda la vida.

Inseguro como se sentía entonces, en la nueva existencia, no lograba imaginar nada preciso en el futuro, ¿puede crecer el árbol en el aire, si aún tiene las raíces escasas y no muy firmes en la tierra? Pero esto era cierto, que allí ahora y para siempre la suerte lo había trasplantado.

El Hammerfest, que tenía que regresar de América dentro de seis meses, no había vuelto. La hermana, a quien le había escrito para informarla de su enfermedad mortal y anunciarle su noviazgo, le había respondido desde Trondhjem con una larga carta llena de angustia y de alegre maravilla, y le había anunciado que el Hammerfest había recibido una contraorden en Nueva York y había sido alquilado para un viaje a la India, como le había escrito el marido. Quién sabe, por tanto, si él volvería a verlo. ¿Y la hermana?

Se levantó, para liberarse de la opresión de esos pensamientos. Amanecía. Las estrellas habían muerto en el cielo crepuscular; la luna se apagaba poco a poco. Ahí estaba, aún encendida, la linterna del Muelle.

Don Balandra y Venerina esperaban la llegada de la lancha en el embarcadero. En los dos días durante los cuales Cleen estaba en Porto Empedocle, don Pietro no iba a pescar; le tocaba hacer guardia a los novios, puesto que ese macaco de doña Rosolina no se había querido prestar ni siquiera a esto: primero porque era soltera (y su pudor se habría ofendido con el fuego del amor de ellos dos), luego, porque ese extranjero la cohibía.

– ¿Tiene miedo de que se la coma? – le gritaba don Balandra. – Es un montón de huesos, ¿quiere entenderlo?

Doña Rosolina no quería comprenderlo. Y no se había querido deshacer de nada, en esa ocasión, ni siquiera de un anillito, entre los muchos que tenía, para demostrarle a la sobrina de algún modo su felicitación.

– Luego, luego, – decía.

Ya que incluso, a la fuerza, un día u otro, Venerina sería la heredera de todo cuanto ella poseía: de la casa, de la finquita de allá, bajo el Monte Cioccafa, del oro y de los muebles e incluso de las ocho mantas de lana que ella había tejido con sus propias manos, con la esperanza no aún desvanecida de aplastar bajo ellas a un pobre marido.

Don Balandra estaba indignado con esa tacañería; pero no quería que Venerina le faltara el respeto a la tía.

– ¡Es hermana de tu madre! Yo, además, tengo que irme antes que ella, por ley natural, y de mí no tienes nada que esperar. Ella se quedará, y es necesario que la conserves cariñosa. Harás que tu marido la corteje un poco, y verás que mejorará. Por lo demás, por lo poco que el Señor puede atender a un necio como yo, estate segura de que nos ayudará.

Habían llegado, de hecho, del consulado de Noruega los pocos cuartos por el mantenimiento prestado a Cleen. Había podido comprar así algunos muebles modestos, los más indispensables, para disponer, del mejor modo, la casa de los esposos. Habían llegado también de Trondhjem los documentos de Cleen.

¡Esa mañana, Venerina estaba muy contenta e impaciente por enseñarle al novio su nueva casita ya puesta en orden! Pero, poco después, cuando la lancha finalmente atracó en el Muelle, y Cleen pudo bajar, esa alegría suya se vio imprevistamente turbada por la rabia, al oír el saludo que los otros marineros le dirigían, casi maullando, a su novio:

Bon cion! Bon cion!

– ¡Pedazo de imbéciles! – dijo entre dientes, volviéndose para fulminarlos con los ojos.

Cleen sonreía, y Venerina, entonces, se airó más.

– Pero ¿no sirves para romperle el hocico a alguien, dime? ¿Así, sonriendo, dejas que se burlen de ti estos canallas?

– ¡Vamos! – dijo don Balandra. – ¿No ves que son bromas de compañeros?

– ¡Pues yo no las quiero! – protestó Venerina, encendida de desdén. – Que bromeen entre ellos, y no estúpidamente, con un extranjero que no puede responder a su humor.

Casi se sentía también ella puesta en ridículo. Cleen la miraba, y esas miradas fieras le parecían llamaradas de pasión por él: le gustaba ese desdén; pero cada vez que lograba manifestarle lo que sentía o confiarle algo, le parecía que tropezaba contra un muro, y callaba y sonreía, sin entender que esa bondad sonriente, en ciertos casos, no podía gustarle a Venerina.

¿Era su culpa, en tanto, si los demás eran maleducados?, ¿si él aún no lograba salir por las calles, sin que enseguida un grupo de pillos no lo rodeasen? Amenazaba, y aún peor: estos se dispersaban con gritos y chanzas y ruidos desmesurados.

Venerina estaba furiosa con ello.

– ¡Descoyunta a uno! ¡Dale una buena lección! ¿Es posible que tengas que ser el hazmerreír del pueblo?

– ¡Bonitos consejos! – resoplaba don Pietro. – ¡En lugar de recomendarle prudencia!

– ¿Con estos perros? ¡Un bastón es lo que se necesita, un bastón!

– Lo dejarán, lo dejarán, quédate tranquila, apenas L´arso haya aprendido.

– ¡Lars! – gritaba Venerina, enfureciéndose ahora con el tío que llamaba de ese modo al novio, como todo el pueblo.

– ¡Pero si es lo mismo! – suspiraba, molesto, don Pietro, levantando los hombros.

– ¡Cámbiate ese nombre! – continuaba Venerina, exasperada, dirigiéndose a Cleen. – ¡Bonito placer oír que a una la llaman la mujer de L´arso!

– ¿Pues no te llaman ahora la sobrina de Don Balandra?, ¿qué mal hay? Él, L´arso, y yo, Balandra. ¡Con alegría!

Venerina no se reía ya al enseñarle al novio la propia lengua: ¡vaya enfados que cogía ahora, en cambio!

– ¿Ves? – le decía. – ¡Se sabe que se burlan de ti, si lo dices así! ¿Tanto se necesita, María Santísima?

El pobre Cleen – ¿qué podía hacer? – sonreía, dócil, e intentaba pronunciar mejor. Pero luego, dos días después, tenía que volver a marcharse; y de esas lecciones, interrumpidas tan a menudo, no conseguía aprovecharse tanto como Venerina habría deseado.

– ¡Eres como un huevo, querido!

Estos desaires le parecían pueriles a don Pietro, condenado a hacer la guardia, y se fastidiaba. Su presencia entretanto embarazaba más a Cleen, que no lograba comprender por qué tenían aún necesidad de él: ¿no era novio de Venerina?, ¿no podía salir a pasear solo con ella por allí, por la altiplanicie, en el campo? Se lo había propuesto un día; pero de la misma Venerina había tenido que escuchar:

– ¿Estás loco?

– ¿Por qué?

– Aquí a los novios no se les deja solos, ni siquiera un momento.

– ¡Se necesita la carabina! – resoplaba don Pietro.

Y Cleen se desconsolaba con todas estas obligaciones, que le debilitaban el espíritu y lo atontaban. Comenzaba a sentir una sorda irritación, un secreto tormento, al ver que, en ese pueblo, lo trataban y lo consideraban casi como un estúpido, y temía volverse estúpido de verdad.

VII

Pero que no era estúpido, bien lo sabía el patrón Di Nica, por el modo como desempeñaba los encargos y los asuntos con esos ladrones, los agentes de Túnez y Malta. No quería decirlo – como era habitual – no por negar el mérito y la alabanza, sino por las consecuencias de las alabanzas, así era.

Creyó, sin embargo, que le demostraba con largueza lo contento que estaba con él al concederle diez días de licencia, con ocasión de su matrimonio.

– ¿Pocos, diez días? ¡Pero bastan, querido! – dijo a don Pietro que se mostraba descontento. – ¡Verás, en diez días, qué hermoso varoncito te traen! Podría concederle como máximo que, al volver a embarcarse, se llevara a la esposa a Túnez y Malta; en un viajecito de novios. Es un joven serio: me fío. Pero no podría hacer más.

Se endemonió con la propuesta de don Pietro de ser testigo en las bodas.

– No por ese buen joven, comprenderás; pero si, Dios nos libre, yo lo hiciera una vez, ya no haría otra cosa en mi vida. ¡Nada, nada, querido Pietro! Le mandaré a la esposa un regalito, en consideración a nuestra antigua amistad, pero no se lo digas a nadie: ¡te lo ruego!

Por su parte, la tía doña Rosolina se apretó, se apretó en el pecho el buen corazón que Dios le había dado y salió con otro regalito para Venerina: un par de pendientes con colgantes, del mil y cinco. Tuvo, sin embargo, el detalle de ofrecerles a los novios, durante esos diez días de luna de miel, su campo bajo el Monte Cioccafa.

– ¡Y cuidado con los muebles, os lo suplico!

¡Caminaban solas esas cuatro sillas desvencijadas, si se las llamaba con un chasquido de los dedos, con tantas termitas como las poblaban! Y el hedor a cerrado en ese decrépito tugurio, era insoportable.

Enseguida, Venerina, que había llegado en carrroza con el marido, y los dos tíos, después de la celebración del matrimonio, corrió a abrir todos los balcones y las ventanas.

– ¡Las cortinas! ¡El cortinaje! – gritaba doña Rosolina, intentando correr detrás de la impetuosa sobrina.

– ¡Deje que tomen un poco de aire! ¡Mire, mire cómo respiran! ¡Ah, qué delicia!

– Sí, pero, con la luz, pierden el color.

– ¡No son bordadas, tía!

Esa horita que pasó allí con los esposos fue un verdadero suplicio para doña Rosolina. Sufrió al ver cómo tocaban este o aquel objeto, como si hubiera sentido que le arrancaban esos medios rizos untados de tinte que le entrecomillaban la frente; sufrió al ver que entraba con los pesados zapatones herrados la familia del gañán para presentarle sus respetos a los novios.

Estaba ese gañán como guarda de la finca y vivía con la familia en el patio empedrado de la casa, con la cisterna en medio, en una habitación oscura: casa y establo a la vez. Perplejo, sin saber si había hecho bien o mal, traía como regalo un cesto de fruta fresca.

Lars Cleen contemplaba sorprendido a esos seres humanos que le parecían de otro mundo, vestidos de ese modo, tan ennegrecidos por el sol. Le parecían tan extraños y diferentes a él, que se maravillaba luego al ver que cerraban los párpados, como los cerraba él, y que movían los labios, como los movía él. Pero ¿qué decían?

Sonriendo, la mujer del gañán anunciaba que uno de sus cinco hijos, el segundo, tenía fiebre desde hacía dos meses y estaba allí, en el jergón, como un muertecito.

– ¡Ya no se le reconoce, hijo mío!

Sonreía, no porque no sintiera pena, sino para no mostrar su propia aflicción mientras los dueños estaban de fiesta.

– Iré a verlo, – le prometió Venerina.

¡No, Señá! ¿Qué dice, Usía? – exclamó angustiada la campesina. – Déjenos, a nosotros, desgraciados. Usía, disfrute, ¡Qué guapo novio! ¿Me cree si le digo que no tengo fuerzas ni para mirarlo?

– ¿Y yo? – preguntó don Balandra. – ¿No soy guapo yo? ?Pues también yo soy esposo, oh!, de doña Rosolina. ¡Dos parejas!

– ¡Cállate! – gritó esta, sintiéndose completamente turbada. – ¡No quiero que se digan estas cosas ni siquiera de broma!

Venerina se reía como una loca.

– ¡En serio!, ¡en serio! – protestaba don Pietro.

E insistió tanto en esa pesada broma, para agasajar a la sobrina, que la solterona no quiso volverse sola con él, en la carroza, al pueblo. Le ordenó al gañán que subiese al pescante, junto al cochero.

– Las malas lenguas… ¡nunca se sabe!, con un loco como tú.

– ¡Ah, querida doña Rosolina!, ¿qué quiere más de mí, ahora?, ¡ya no puedo hacerle nada! – le dijo don Pietro en la carroza, a la vuelta, sacudiendo la cabeza y lanzando por la nariz un gran suspiro, como si se le vaciara toda la alegría que le había demostrado a la sobrina. – ¡Querría haber hecho feliz a esa pobre muchacha!

Le parecía haber alcanzado ahora el fin de su larga, atormentada, desordenada existencia. ¿Qué le quedaba ahora por hacer?, ponerse a disposición de la muerte, con la conciencia tranquila, sí, pero angustiada. Otros cuatro días de aburrimiento… y luego, allí.

La carroza pasaba cerca del camposanto, aireado en la meseta que se enrojecía con los fuegos del ocaso.

– Allí, ¿y qué he concluido?

Doña Rosolina, a su lado, con los labios en punta y los ojos fijos, agudos, se esforzaba por imaginar qué hacían los esposos en ese momento, allí solos, y dominaba la inquietud que sentía que se apoderaba de ella y que se traducía en acres rabias contra ese hombretón, ya viejo, que estaba a su lado. Se volvió a mirarlo, lo vio con los ojos cerrados: creyó que dormía.

– Vamos, vamos, dentro de poco llegamos.

Don Pietro volvió a abrir los ojos rojos de llanto contenido, y masculló:

– Lo sé, novia. Pienso en los congrios de esta noche. ¿Quién me los cocina?

VIII

Superado el primer embarazo, muy intenso, de la imprevista intimidad, más estrecha que cualquier otra, con un hombre que aún le parecía llovido del cielo, Venerina se puso a proteger y a llevar de la mano, como a un niño, al marido encantado por los espectáculos que ofrecía el campo, esa naturaleza para él tan extraña y casi violenta.

Se paraba a contemplar largamente ciertos troncos enormes, retorcidos, de olivos, llenos de nudos, de protuberancias, de uniones deformes, nudosas, y no terminaba de exclamar:

– ¡El sol!, ¡el sol! – como si en esos troncos viera viva, impresa, toda esa ardiente rabia solar por la que se sentía aturdido y casi borracho.

Veía el sol por todas partes, y especialmente en los ojos y en los labios ardientes y jugosos de Venerina, que se reía de esas maravillas suyas y lo arrastraba, para enseñarle otras cosas que le parecían más dignas de ser vistas: la gruta del Cioccafa, por ejemplo. Pero él se paraba, cuando ella menos se lo esperaba, delante de unas cosas para ella tan comunes.

– Pues bien, higos chumbos. ¿Qué miras?

Precisamente un niño le parecía, y estallaba de risa en su cara, después de haberlo mirado un poco, ¡tan asombrado por nada!, y lo sacudía, le soplaba en los ojos, para romper ese estupor que alguna vez lo volvía atónito.

– ¡Despierta!, ¡despierta!

Y entonces le sonreía, la abrazaba, y se dejaba llevar, abandonado en ella, como un ciego.

Volvía siempre a hablarle, con las mismas frases de horror, de la familia del gañán, a la que le habían hecho ambos la visita prometida. No podía estar tranquilo con que esa gente viviera allí, en ese establo, que se había convertido casi en una gruta humosa y fétida, y en vano Venerina le repetía:

– Pero si les quitas el asno, el cerdito y las gallinas de la habitación, ya no pueden dormir tranquilos. Tienen que estar ahí todos juntos; son una única familia.

– ¡Horrible!, ¡horrible! – exclamaba él, agitando las manos por el aire.

¿Y ese pobre muchacho, allí, en el jergón en el suelo, amarillo por las continuas fiebres y casi convertido en un esqueleto? Lo cuidaban con unas pócimas infalibles. Se curaría, como se habían curado los otros. Y, entretanto, ¡pobrecillo, qué pena!, estaba mordisqueando, sin ganas, un trozo de pan negro.

– ¡No pienses en ello! – le decía Venerina, que también se afligía, pero no tanto, pues sabía que la pobre gente vive así. Creía que tenía que saberlo también él, el marido, y por ello, al verlo tan afligido, cada vez se reafirmaba más en la idea de que él tenía que ser de una bondad nada común, casi morbosa, y esto le desagradaba.

Pasaron pronto esos diez días en el campo. De vuelta al pueblo, Venerina acompañó hasta la lancha al marido, pero no quiso embarcarse con él para el viaje de novios concedido por Di Nica.

Don Pietro la animaba.

– Verás Túnez, que los franceses, esos queridos hermanos nuestros, siempre tan agraciados, nos han robado. Verás Malta, donde el animal de tu tío fue a arruinarse. ¡Ojalá pudiera ir también yo! Verías con qué ánimo me abofetearía si me encontrara conmigo mismo por las calles de La Valletta, como era entonces, un joven patriota imbécil.

No, no; Venerina no quiso saber nada de ello: el mar le daba miedo, y además se avergonzaba, en medio de todos esos hombres.

– ¿Y no estás con tu marido? – insistía don Pietro. – ¡Todas iguales, nuestras mujeres! ¡Nunca pueden dejar tranquilos a sus maridos! ¿Qué dices tú? – le preguntaba a Cleen.

Él no decía nada: miraba a Venerina con el deseo de tenerla a su lado, pero no quería que ella se sacrificara o que tuviera que sufrir verdaderamente en el viaje.

– ¡He comprendido! – concluyó don Balandra, – ¡eres un gran babbalacchio!

Lars no comprendió la palabra siciliana del tío, pero sonrió al ver que Venerina se reía tanto. Y, poco después, se marchó solo.

Apenas se hubo alejado del puerto, después de los últimos saludos con el pañuelo a la esposa que agitaba el suyo desde el embarcadero del Muelle y ya casi no se distinguía, él sintió instintivamente un gran alivio, que incluso hizo que se pusiera más triste, al pensar en ello. Se dio cuenta ahora, allí, solo ante el espectáculo del mar, de que había sufrido durante esos diez días una gran opresión en la intimidad, sin embargo, tan querida con la joven esposa. Ahora podía pensar libremente, expandir su propia alma, sin tener que forzar su cerebro para adivinar, entender los pensamientos, los sentimientos de esa criatura tan diferente a él y que, sin embargo, le pertenecía tan íntimamente.

Se consoló esperando que con el tiempo se adaptaría a las nuevas condiciones de la existencia, se pondría a pensar, a sentir como Venerina, o que esta, con el afecto, con la intimidad lograría encontrar el camino hasta él para no dejarlo más solo, así, en ese exilio angustioso de la mente y del corazón.

Venerina y el tío, entretanto, hablaban de él en la nueva casita, a la que don Pietro se había venido a vivir.

– ¡Sí, – decía ella, sonriendo, – es precisamente como tú has dicho!

– ¿Babbalacchio? ¿Papanatas? – preguntaba don Balandra. – Vamos, es bueno, es bueno…

– ¿Y qué significa que es bueno, tío? – observaba, suspirando, Venerina.

– ¡Esto es verdad! – reconocía don Pietro. – De hecho, los bribones, hoy, se llaman hombres precavidos, y tu tío es el primero que los respeta. Pero esperemos que el aire de nuestro mar, que tiene que ser, ya sabes, más salado que el de su tierra, le ayude. Tengo mucho miedo también yo, sin embargo, que se parezca demasiado a mí, en el juicio.

Se había encariñado con él don Pietro, pero no se proponía, si siquiera por curiosidad, de tratar de adivinar cómo pensaba él, ni se le ocurría aconsejárselo a Venerina.

– Verás, – le decía en cambio, – verás cómo poco a poco adopta las costumbres de nuestra tierra. Cabeza tiene.

Antes de marcharse, Cleen le había sugerido a Venerina que no dejara más que el viejo tío fuera a pescar; pero don Pietro, no solo no quiso saber nada de ello, sino que incluso se encolerizó:

– ¿No sabéis ya qué hacer con mis congrios? Bien, bien. Me los comeré yo solo.

– ¡No es por eso, tío! – exclamó Venerina.

– Y, entonces, ¿queréis hacerme morir? – continuó don Balandra. – Había en mis tiempos un pobre campesino que tenía noventa y cinco años, y cada santa mañana subía al campo de Girgenti con una gran cesta de verduras en los hombros, e iba todo el día de un lado a otro vendiéndolas. Lo vieron tan viejo, que sintieron piedad, pensaron ingresarlo en el hospital y lo hicieron morir tres días después. ¡El equilibrio, querida mía! Al quitarle la cesta, ese pobrecillo perdió el equilibrio, y murió. Lo mismo yo, si me quitáis el sedal. Congrios tiene que haber: esta noche y mañana por la noche y mientras aguante.

Y se marchaba, con sus aparejos y con la linterna, a la escollera del puerto.

Sola, Venerina se ponía incluso a pensar en el marido lejano. Lo esperaba con ansia, sí, esos primeros días; pero no sabía siquiera desearlo de otro modo más que así; dos días en casa y el resto de la semana fuera; dos día con él, y el resto de la semana, sola, esperando cada día que el tío volviese de la pesca; y luego, la cena; y luego, a la cama, sí, sola. ¿Se contentaba? No. Ni siquiera ella, así. Demasiado poco… Y se quedaba largamente absorta en una secreta expectación, que incluso le inspiraba una cierta angustia, casi de abatimiento.

– ¿Cuándo?

IX

– ¡Oh, qué prisas! – exclamó don Balandra, apenas se percató de las primeras náuseas, de los primeros mareos. – ¡Lo previó ese verdugo de Agostino! Dime, ¿has tenido miedo de que tu tío no llegara a escuchar la hermosa música del gatito?

– ¡Tío! – le gritó Venerina, ofendida y sonriente.

Era feliz: se había afanado esas largas tardes sola en la casa: gorritos, baberos, gasas, camisitas… – y no solo las tardes. Ya no tuvo ni tiempo ni ganas de cuidarse, toda preocupada ya por el angelito que vendría, – ¡del cielo, tía Rosolina! – le gritaba a la vieja solterona abrazándola con furia y confundiéndola por completo.

– ¡Y me lo tendrá usted en el bautismo, usted y el tío Pietro!

Doña Rosolina abría y cerraba los ojos, tragaba saliva, con la angustia en la nariz, entre los apretones de esa santa muchacha que parecía enloquecida o que no tenía ningún miramiento por todos sus emplastos.

– Tranquila, tranquila, sí, con mucho gusto. Con tal de que le pongáis un nombre cristiano. Yo aún no sé llamar a tu marido.

– ¡Llámelo L´arso, como lo llaman todos! – le respondía riendo Venerina. – ¡Ahora ya no me importa!

No le importaba ya nada: no se arreglaba ni siquiera un poquito, cuando él tenía que llegar.

– ¡Péinate un poco, al menos! – le aconsejaba doña Rosolina. – Así no estás bien.

– ¡Ahora! Ya no hay remedio. ¡Así, si me quiere! Y si no me quiere, que me deje en paz: ¡mejor!

Era tan exclusiva la alegría de esa su nueva espera, que Cleen no se sentía llamado a participar en ella, como en una alegría suya: se sentía dejado aparte, y estaba contento solo por ella, como si el futuro hijo no le perteneciera también a él, nacido ahí en ese pueblo que no era suyo, de esa madre que no se cuidaba siquiera de saber lo que él sentía o pensaba.

Ella ya había encontrado su sitio en la vida: tenía su casita, su marido; dentro de poco tendría también al hijo deseado; y no pensaba que él, un extranjero, estaba en el comienzo de esa nueva existencia suya y esperaba que ella le tendiera la mano para guiarlo. Indiferente, o ajena, lo dejaba allí, en el umbral, excluido, perdido.

Y volvía a marcharse, y lejos, por ese mar, en esa cáscara de nuez, se sentía cada vez más solo y más angustiado. Los compañeros, al verlo tan triste, no se burlaban ya de él, como antes, es verdad, pero no se preocupaban por él: nadie le preguntaba: – ¿Qué tienes? – Era el extranjero. ¡Quién sabe cómo estaba hecho y por qué era así!

No se habría afligido tanto, si incluso en su casa, como allí, en la lancha, no se hubiera sentido extranjero. ¿Su casa? ¿Esta, en ese pueblo de Sicilia? ¡No, no! El corazón le volaba aún lejos, allá arriba, al pueblo natal, a la casa antigua donde su madre había muerto, donde vivía su hermana, que quizás en ese momento pensaba en él y quizás lo creía feliz.

X

Una esperanza resistía aún en él, el último dique, la última protección contra la melancolía que lo invadía o lo sofocaba: verse, reconocerse en su niño recién nacido y sentirse en él, y con él, en esa tierra de exilio, menos solo, nunca más solo.

Pero incluso esta esperanza la perdió enseguida, apenas miró al niño, nacido hacía dos días, en su ausencia. Se parecía en todo a su madre.

– ¡Moreno, moreno, pobre niño mío! Sicilianucho – le dijo Venerina desde la cama, mientras él lo contemplaba desilusionado, en la cuna. – Vuelve a correr la cortina. Que me lo despiertas, no me ha dejado dormir en toda la noche, pobrecito: tiene cólico. Ahora descansa, y yo querría aprovechar.

Cleen besó en la frente, conmovido, a la mujer; cerró las contraventanas y salió de la habitación de puntillas. Apenas solo, se apretó las manos contra la cara y sofocó el llanto que irrumpía.

¿Qué esperaba? Una señal, al menos una señal en ese ser, en el color de los ojos, en la primera pelusa de la cabeza, que lo mostrara suyo, también él extranjero, y que le trajera su lejano pueblo. ¿Qué esperaba? ¿Si incluso, si incluso, no creciera quizás allí, como los demás niños del pueblo, bajo ese sol ardiente, cuidado casi solo por la madre y, por ello, con los mismos pensamientos, con los mismos sentimientos que ella? ¿Qué esperaba? Sería un extranjero, un extranjero también para su hijo.

 

Ahora, en los dos días que pasaba en casa, trataba de ocultar su alma; y no le resultaba difícil, puesto que nadie le prestaba atención: don Pietro se iba habitualmente a pescar, y Venerina estaba concentrada por completo en el niño, al que ni siquiera dejaba que lo tocara.

– ¡Me lo haces llorar… No sabes tenerlo! Vamos, vamos, sal un poco de casa. ¿Qué haces ahí mirándome? ¿Ves cómo me he estropeado? Ánimo, ve a hacerle una visita a la tía Rosolina, que no viene desde hace tres días. Quizás quiere que le hagas la corte, como dice el tío Pietro.

Cleen fue una única vez, por agradar a su mujer, pero tuvo de la solterona tal acogida, que juró que no volvería más, ni solo ni acompañado.

– Solo, señor, no, – le dijo doña Rosolina, vergonzosa y enfadada, con los ojos bajos. – Lo siento, pero debo decírselo. Sobrino, lo comprendo; usted es mi sobrino, pero la gente sabe que es forastero, con unas costumbres curiosas, y quién sabe qué puede sospechar. Solo, señor, no. Iré más tarde a su casa, si no quiere venir con Venerina.

Se vio, así, puesto en la puerta, y no supo, ni pudo reírse, como Venerina, cuando él le contó la aventura. Pero si ella sabía que esa vieja estaba tan fastidiosamente loca, ¿por qué lo había empujado a hacer el ridículo de ese modo?, ¿acaso quería reírse también ella a sus espaldas?

– ¿No has encontrado aún un amigo? – le preguntaba Venerina.

– No.

– Es difícil, lo sé: ¡somos unos osos, querido mío! Además, tú eres así, mareas la perdiz. ¿No quieres despertar? Ve a buscar al tío, al menos: está en el puerto. Entre hombres, os entenderéis. Yo soy una mujer, y no puedo ponerme a hablar contigo: ¡tengo mucho que hacer!

Él la miraba, la miraba, y se le ocurría preguntarle: “¿Ya no me quieres?” – Venerina, al no sentir que se movía, levantaba los ojos de la costura, lo veía con ese aire perdido y rompía en una alegre risotada:

– ¿Qué quieres de mí? ¡Un hombretón tan grande, que se queda en casa como un niño pequeño, Dios bendito! Aprende un poco a vivir como nuestros hombres: más fuera que dentro. No puedo verte así. Me causas rabia y pena.

Fuera no lo veía. Pero por el aire triste con que él se disponía a salir, expulsado así de casa, como un perro caído en desgracia, podría deducir cómo se arrastraba él por las calles del pueblo, en el que la suerte lo había arrojado, y que él ya odiaba.

Al no saber adónde ir, se llegaba a la agencia de Di Nica. Encontraba siempre al viejo detrás de los amanuenses, con el cuello alargado y las gafas en la punta de la nariz, para ver qué escribían estos en los registros. No porque desconfiase, pero, ¡quién sabe!, pronto, con una momentánea distracción, se puede escribir una cifra en lugar de otra, equivocarse en una suma; y luego, para observar la caligrafía, así era. La caligrafía era su debilidad: quería limpios los registros. Entretanto, en esa pobre sala húmeda y oscura, en la que ciertos días, a las cuatro, apenas se veía: tenían que encenderse las luces.

– ¡Es una vergüenza, patrón Di Nica! Con tanto dinero…

– ¿Qué dinero? – preguntaba Di Nica. – ¡Si me lo da usted! ¡Y luego, nada! ¡Aquí he comenzado!, aquí quiero terminar.

Viendo entrar a Cleen, se angustiaba:

¿Y ahora?, ¿y ahora qué?

Iba a su encuentro, con la cabeza reclinada hacia atrás para poder mirar a través de las gafas colocadas en la punta de la nariz, y decía:

– ¿Qué quiere, hijo mío? ¿Nada? Pues entonces, coja una silla, y siéntese ahí, fuera de la puerta.

Temía que los amanuenses se distrajeran de verdad, y además no quería que este conociera los negocios de la agencia antes del viaje.

Cleen se sentaba un poco allí, en la puerta. ¿Nadie, pues, lo quería? Él no llevaba ya la gorra de piel; estaba vestido como los demás; y sin embargo, helo ahí, la gente se volvía a mirarlo, como si él estuviese ahí expuesto, delante de la agencia; y de pronto veía ante él a un golfillo que daba volteretas sobre sus manos y sobre sus pies, y que por esa atrevimiento de payasito le pedía una limosna; y todos se reían.

– ¿Qué hay?, ¿qué hay? – gritaba el patrón Di Nica, saliendo a la puerta. – ¿Un teatrito? ¿Marionetas?

Los golfillos se desbandaban gritando, silbando.

– Querido mío, – le decía entonces Di Nica a Cleen, – usted lo comprende, son salvajes. Márchese; hágame este favor.

Y Cleen se marchaba. Incluso ese viejo, con su tacañería desconfiada, había llegado a fastidiarle. Se dirigía a la playa, toda atestada de azufre amontonado, y con una profunda sensación de amargura y de disgusto asistía al trabajo bestial de toda esa gente, bajo el fuego del sol. ¿Por qué, con los tesoros que se sacaban de ese negocio, no se pensaba en el modo de hacer trabajar de modo más humano a todos esos infelices convertidos en algo peor que animales de carga? ¿Por qué no se pensaba en la construcción de embarcaderos en las dos escolleras del nuevo puerto, donde anclaban los vapores mercantiles? ¿Desde esos embarcaderos no se haría más rápido el embarque del azufre con los carros y con los vagoncitos?

– ¡Que no se te escape de la boca una palabra sobre este tema! – le recomendó don Balandra, una tarde, después de cenar. – ¿Quieres acabar como Jesucristo? A todos los ricos del pueblo les interesa que los embarcaderos no se construyan, porque son los propietarios de las spigonare que llevan el azufre de la playa a los vapores. ¡Ten cuidado! Te crucifican.

Sí, y en tanto, en la playa desnuda, entre los depósitos de azufre, corrían al aire las alcantarillas, que apestaban el pueblo; y todos se lamentaban y nadie se preocupaba por abastecer de agua suficiente al pueblo sediento. ¿Para qué servía todo ese dinero ganado con tanto tesón? ¿Quién se beneficiaba? ¡Todos ricos y todos pobres! Ni un teatro, ni un lugar o un medio de honesto pasatiempo, después de tanto y tan enorme trabajo. Apenas llegaba la tarde, el pueblo parecía muerto, velado por esas cuatro farolas de petróleo. Y parecía que los hombres, entre los incordios continuos y los recelos de esa guerra de lucro, no tenían tiempo ni de ocuparse del amor, si las mujeres se mostraban tan desganadas, indolentes. El marido estaba hecho para trabajar: la mujer para atender la casa y tener hijos.

– ¿Aquí? – pensaba Cleen, – ¿aquí toda la vida?

Y sentía que un nudo de llanto le cerraba la garganta cada vez más.

XI

– ¡El Hammerfest!, ¡llega el Hammerfest! – corrió a anunciarle a Venerina don Balandra, todo jadeante. – Tengo el aviso, mira: ¡llegará hoy! Y L´arso se ha marchado. ¡Maldito diablo! ¡Quién sabe si llegará a tiempo para volver a ver al cuñado y a los amigos.

Corrió a ver a Di Nica, con el aviso en la mano:

– ¡Agostino, el Hammerfest!

Di Nica lo miró, como si lo creyera enloquecido.

– ¿Quién es? ¡No lo conozco!

– El vapor de mi sobrino.

– ¿Y qué quieres de mí? ¡Salúdamelo!

Se echó a reír, con los ojos cerrados, con una especial risita suya en la nariz, oyendo las bestialidades que se le escapaban a don Pietro en el tumultuoso malestar que le causaba ese contratiempo.

– Si se pudiera…

– ¡Claro! – le respondió Di Nica. – Dicho y hecho. Ahora telegrafío a Túnez, y hago que vuelva en un santiamén. No lo dudes.

– ¡Siempre has sido muy gracioso! – le gritó don Balandra, dejándolo plantado. – ¡Cuánto te quiero!

Y volvió a casa, a arreglarse, para la visita a bordo. En el Hammerfest, apenas entró en el puerto, fue acogido con gran fiesta por todos los marineros, los compañeros de Cleen. Él, que para los asuntos del viceconsulado se las apañaba con cuatro frases habituales, tuvo esa vez que violentar horriblemente su imaginario conocimiento de la lengua francesa, para responder a todas las preguntas que le dirigían a raudales sobre Cleen; y llevó en un estado lamentable su pobre camisa almidonada, tanto sudó por la dificultad de hacerles comprender a esos diablos que él precisamente no era el suegro de L´arso, porque la esposa no era precisamente su hija, aunque como hija la hubiera criado desde niña.

No lo comprendieron, o no quisieron comprenderlo. – Beau-père! Beau-père!

– ¡Está bien! – exclamaba don Balandra. – ¡Me he convertido en beau-père!

No habría sido nada si, en calidad de beau-père, no hubieran querido emborracharlo, a pesar de sus vivaces protestas:

Je ne bois pas de vin.

No era vino, quién sabe qué diablo le habían metido en el cuerpo. Sentía que ardía. ¡Y qué enorme fatiga para hacerle entrar en la cabeza a toda la tripulación, que quería absolutamente conocer a la mujercita, que no era posible, así, todos juntos!

– ¡Solo el beau-frère!, ¡solo el beau-frère! ¿Dónde está? Vous seulement! Venez! venez!

Y se lo llevó a casa. El cuñado no conocía aún el nacimiento del niño: solo a la esposa le había traído algunos regalos, por encargo de la mujer lejana. Estaba muy disgustado por no poder volver a abrazar a Lars. En tres días, el Hammerfest tenía que volver a partir para Marsella.

Venerina no pudo intercambiar ni una palabra con ese joven de estatura gigantesca, que le trajo a la memoria, vivísimo, el día en que Lars había sido llevado en camilla, moribundo, a la otra casa del tío. Sí, a él ella le había llevado lo necesario para que le escribiera esa carta al abandonado; de él había recibido la bolsa, y por haberlo visto llorar de ese modo, ella había cuidado tanto a ese pobre enfermo. Y ahora, ahora Lars era su marido, y ese coloso rubio y sonriente, inclinado sobre la cuna, su pariente, su cuñado. Quiso que el tío le repitiera en siciliano lo que él le decía al pequeñín.

– Dice que se parece a ti, – respondió don Balandra.- Pero no lo creas, sabes: se parece a mí, en cambio.

Con esa porquería que le habían metido en el estómago, a bordo, don Balandra dejó que se le escapara eso. No quería mostrar el tierno afecto que le había nacido por ese niño, que él llamaba gatito. Venerina se echó a reír.

– Tío, ¿y qué dice ahora? – le preguntó poco después, oyendo hablar al extranjero, su cuñado.

– ¡Ten paciencia, hija mía! – resopló don Balandra. – No puedo atenderos a los dos… Ah, OuiL´arso, sí. Dommage!, qué rabia, dice… ¡Eh!, cierto, no será posible verlo… si el capitán, ¿comprendes?… ¡Ya!, ¡ya!, oui Engagement… ¡compromisos comerciales, ya comprendes! El vapor no puede esperar.

Sin embargo, este último desgarro no se le ahorró a Cleen. Por un retraso en la llegada de las pólizas de carga, el Hammerfest tuvo que posponer un día la partida. Se disponía ya a zarpar de Porto Empedocle, cuando la lancha de Di Nica entró en el Muelle.

Lars Cleen se precipitó a una lancha, y voló a bordo de su vapor, con el corazón alborotado. ¡Ya no razonaba! Ah, partir, huir con sus compañeros, hablar de nuevo su lengua, sentirse en su patria, allí, en su vapor – ¡helo ahí!, ¡grande!, ¡hermoso! – ¡huir de ese exilio, de esa muerte! – se echó entre los brazos del cuñado, lo estrechó contra él hasta casi ahogarlo, estallando irresistiblemente en un llanto incontenible.

Pero cuando los compañeros alrededor le preguntaron, consternados, la razón de ese llanto convulso, él regresó a sí mismo, mintió, dijo que lloraba solo por la alegría de volver a verlos.

Solo el cuñado no le preguntó nada: leyó en los ojos su desesperación, el violento propósito con que había volado a bordo, y lo miró para hacerle entender que había comprendido. No había tiempo que perder: sonaba ya la campana para dar la señal de la partida.

Poco después Lars Cleen, desde la lancha, veía salir del puerto el Hammerfest y lo saludaba con el pañuelo lleno de lágrimas, mientras otras lágrimas le brotaban de los ojos, sin fin. Le pidió al barquero que remara hasta la salida del puerto para poder ver cómo el vapor se alejaba libremente, poco a poco, por el mar inconmensurable, y cómo se alejaba con él su patria, su alma, su vida. Helo allí, más lejos… más lejos aún… desaparecía…

– ¿Volvemos? – le preguntó, bostezando, el barquero.

Él indicó que sí, con la cabeza.

 

1 El término usado en italiano para el sobrenombre del personaje, Paranza, se refiere a un tipo de embarcación pequeña o a la propia red de pesca.

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