Flecha disparada: George
Versión 2017
Versión original y versión española publicadas con la autorización
de los herederos de la autora.
Van lentamente, más de lo que se puede, como quien lucha sin fuerzas contra el viento, o como quien camina, también es posible, en la pesada y espesa y dura agua del mar. Pero no hay agua ni viento, solo calor, en la larga calle por la que George vuelve a pasar después de más de veinte años. Calor y también aquella brisa suave y como redonda, de horno abierto, que tal vez venga del sur o de cualquier otro punto cardinal o colateral, perdió la brújula no sabe ni dónde ni cuándo, perdió tantas cosas sin que fueran la brújula. ¿Perdió o abandonó?
Caminan, pues, lentamente, George y la otra cuyo nombre casi quiso olvidar, casi olvidó. Llevan ambas vestidos claros, amplios, y la brisa los empuja levemente, uno de ellos hacia la izquierda de quien va, el otro hacia la derecha de quien viene, ambos en la misma dirección, naturalmente.
El rostro de la joven que se aproxima es vago y sin contornos, una pincelada clara, y cuando los tenga, esos contornos, será el rostro de una fotografía que ha corrido mundo en una maleta cualquiera, que ha vivido en el fondo de muchos cajones, el único fetiche de George. Sus facciones aún son inciertas, salpicando la mancha pálida, como sucede con el rostro de las personas muertas. Pero, tal como esas personas, tiene, va a tener, una voz muy real y viva, una voz que la cal y las palas de tierra, y la piedra y el tiempo, e incluso la distancia y la confusión de la vida de George, no perjudicaron. Cuando hable no creará asombro, un simple malestar.
Ahora están más cerca y ella encuentra, aún sin verlos, dos ojos rasgados, entrecerrados, una boca fina, cabellos oscuros, lisos, sobre un cuello largo de Modigliani. Pero en ese tiempo, antes, no sabía quién era Modigliani y otros tales, no eran de allí, de casa. Los padres habían sido condenados por instancias supremas casi a la ignorancia, gente de trabajo, decían, como si los otros no trabajaran, y sonreían un poco con la superioridad de esa misma ignorancia si la oían hablar de un libro, de una película, de un cuadro ni pensar, el único que habían visto tal vez fuera la vieja estampa desteñida del Ángelus que estaba en el comedor. Con superioridad, pues, y también con una cierta indignación. ¿O sería incluso vergüenza? Como quien oye a un hijo retrasado decir necedades ante la gente de fuera que después, Señor, puede ir a contarle al mundo lo que oyó. Y reír. Y reír.
Ya no sabe, no quiere saber, cuando salió del pueblo y se marchó a descubrir la gran ciudad, donde, se decía allí en casa, se pierden las mujeres. Más tarde se marchó al otro lado de la tierra, al otro lado del mar. Se tiñó de rubio los cabellos, de todos los rubios, un día de cobrizo, por cansancio de sí misma, más tarde de castaño, de rubio otra vez, de verdoso, nunca oscuro, casi negro, como eran antes. Tuvo muchos amores, grandes y no tanto, definitivos y pasajeros, simples amores, se casó, se divorció, se marchó, llegó, volvió a marcharse y a llegar, ¿cuántas veces? Ahora está – estaba -, ¿hasta cuándo?, en Ámsterdam.
Después de haber dejado el pueblo, vivió siempre en apartamentos alquilados más o menos modestos, después, en casas amuebladas más o menos agradables. Las últimas fueron incluso francamente confortables. ¿Vives en una casa amueblada sin nada tuyo? Pero debe de ser un horror, ¿cómo puedes?, le habría dicho la madre, si lo supiera. No lo supo, sin embargo. Las cartas que le escribía nunca habían sido minuciosas, por lo demás detestaba escribir cartas y solo muy raramente lo hacía. Después el padre murió, y la madre, a continuación.
Una casa amueblada, pensó siempre, es la certeza de una puerta abierta de par en par, de manos libres, de calle nueva esperando sus pies. Las personas se quedan tan estúpidamente prisioneras de un mueble, de una alfombra ya gastada por tantos pasos, de los bibelots acumulados a lo largo de las vidas y llenos de recuerdos, de voces, de miradas, de manos, de gente, en fin. Se coge un jarrón y allí está algo de quien un día apareció con rosas. Tiene algunos libros, pero pocos, como los amigos que considera sinceros, ¿lo serán? Los otros libros los da, los vende al peso, ¡qué ligera se siente después!
– Me parece que a veces haces eso, en fin, toda esa desertificación, con esfuerzo, con sufrimiento – le dijo un día su amor de entonces.
– Tal vez – respondió – , tal vez. Pero prefiero no pensar en ello.
Quería estar siempre lista para marcharse, sin que los objetos la envolvieran, la sujetaran, la obligaran a permanecer ni siquiera un día más. Libre, pensaba. Dueña de sí misma. Para marcharse, para llegar. Incluso para estar donde estaba.
Los padres no podían comprender ese deseo de libertad, por ello se fue un día con una vieja maleta de cuero resquebrajado, no había otra allí en casa. Pero prefiere no pensar en los primeros tiempos. Y sus maletas ahora son caras, leves, maletas para volar, y con pequeñas ruedas.
La otra está cerca. Si hubo un momento de nitidez en su rostro, ese ya pasó, George no le prestó atención. Se ha esfumado de nuevo. La proximidad destruye últimamente las imágenes de George, por eso la va viendo peor conforme ella se aproxima. Es cierto que podía ponerse las gafas, pero sabe que no vale la pena ese esfuerzo. Se detienen al mismo tiempo, se asombran al unísono, aunque el asombro sea relativo, un pequeño asombro insincero, preparado con tiempo.
– ¿Tú?
– ¿Tú, Gi?
Tan joven, Gi. La muchachita frágil, una vara de mimbre, que ella se ha llevado toda la vida pintando, primero a la manera de Modigliani, después a la suya, a la de George, pintora ya con nombre entre los marchantes de las grandes ciudades de Europa. Gi con un broche de oro que un día le dejó, casi por nada, a un empeñista cualquiera de Lisboa. En tiempos tan difíciles.
– He venido a vender la casa.
– Ah, la casa.
Es raro que no le cause extrañeza que Gi continúe tan joven, tanto, que podía ser su hija. Serena, de mirada olvidada, vacía, y que no se asombre de la venta así anunciada, tan súbitamente, sin preparación, de la casa donde tal vez aún viva.
– ¿Qué piensas hacer, Gi?
– ¿Marcharme, no? ¿En qué se puede pensar aquí, en este culo del mundo, sino en marcharse? Aún no me he ido por Carlos, pero… Carlos pertenece a esto, nunca se irá. Solo la idea lo espanta, ¿no?
– Sí. Solo la idea.
– Se ríe de la idea de marcharse, como nosotros nos reímos de algo imposible, de una idea loca. Quiere comprar un terreno, construir una casa a su manera. Ha recibido una herencia y solo sueña con eso. Creo que es el momento de que yo…
– Creo que sí.
– ¿Pues no es verdad?
– ¿Aún dibujas?
– Si no dibujara me volvería loca. Y ellos creen que tengo mucha habilidad, que seré un día una buena señora del pueblo, una esposa ejemplar, una madre perfecta, todo eso con mucha habilidad para el dibujo. Hasta puedo hacerles retratos a los niños cuando tenga tiempo, ¿no es verdad?
– Es lo que ellos creen, ¿no?
– Mamá está terminando mi ajuar.
– Lo sé.
Hay un breve silencio, después George dice despacio.
– ¡Qué calor!, el aire huele a quemado. ¿Habrá sido siempre así?
– Me canso de decir: huele a quemado el aire. Nadie me oye.
– Nadie oye a nadie, ¿no lo sabes? ¿Qué has aprendido en la vida, mujer?
Su voz es débil, pegajosa, difícil, las palabras pierden el fin, desinteresadas de ellas mismas, es como si se prepararan para el sueño.
– Creo que estoy retrasada – dice entonces, mirando el reloj. – Así es – añade, mirando mejor. – Y no puedo perder el tren. Mañana muy temprano salgo para Ámsterdam. Estoy viviendo en Ámsterdam, ahora. Tengo allí un estudio.
– ¿Ámsterdam? ¿Dónde está?
Pero es una pregunta que no pide respuesta. Gi la hace por hacerla y sonríe con su linda sonrisa blanca de dieciocho años. Después ambas se dan un beso rápido, breve, en el aire, no se tocan, ni eso sería posible, comienzan a moverse al mismo tiempo, despacio, como quien anda en el agua o contra el viento. Se van quedando lejos, más lejos. Y ninguna de ellas mira hacia atrás. El olvido ha descendido sobre ambas.
Ahora está en la ventana viendo huir el tren de antes, pierde para siempre los árboles y las casas de su juventud, pierde incluso a la mujer gorda, del paso a nivel, ¿será la misma o una hija igual a ella? Árboles, casas y mujer acaban ahora mismo de morir, han dado el último suspiro, adiós. Una lágrima que no tiene nada que ver con esto, sino con lo que ha pasado antes – ¿qué habrá sido que ya no se acuerda? – una simple lágrima en el ojo derecho, el otro, qué raro, siempre se niega a llorar. Es como si se negara a compartir sus problemas, no y no.
La figura se va formando poco a poco como un puzle gaseoso, inquieto, informe. Se ve un pedacito bien nítido y coloreado, pero luego se desvanece para aparecer de ahí a poco, nítido aún, pero difuminado. George cierra los ojos con toda la fuerza posible, tiene sueño, vuelve a abrirlos con dificultad, ojos de pupilas oscuras, semicirculares, flotando en un material cualquiera, blanquecino y graso.
Frente a ella, una señora de edad, primero esbozada, finalmente completa, la mira atentamente. De edad, no, George detesta los eufemismos, incluso solo pensados, una mujer vieja. Tiene las manos arrugadas sobre una cartera negra, cara, tal vez italiana, italiana, sí, está segura. La vieja se sonríe a sí misma, o quizás se marchó a cualquier lugar y dejó la sonrisa como quien deja un paraguas olvidado en una sala de espera. Su sonrisa no tiene nada que ver con la de Gi – ¿por qué tendría que ver algo? -, son como el día y la noche. Una vieja de cabellos pintados de caoba, con la cara pintada de varios tonos de rosa, es cierto que discretamente, pero sin gran perfección. La boca, por ejemplo, está un poco borrosa.
Sin voz y sin perder la sonrisa dice:
– Verá cómo pasa, todo pasa. Mañana es siempre otro día. Solo hay una cosa, un crimen que nadie nos perdona, no hay nada que hacer. Pero eso aún está lejos, muy lejos, ¿para qué pensar en ello? Aún nadie la acusa, aún nadie la condena. ¿Qué edad tiene?
– Cuarenta y cinco años. ¿Por qué?
– Es muy joven – afirma. – Muy joven.
– Me siento vieja, a veces.
– Es normal. Yo tengo casi setenta años. Como estaba llorando, pensé…
Se encoge de hombros, responde enfadada:
– No he tenido ningún disgusto, ninguno. Un encuentro, un simple encuentro…
– También yo tengo muchos encuentros. No quiero tenerlos, pero me veo obligada a ello, vivo tan sola. He llegado a la ignominia de pedirles a las personas conocidas retratos de mi familia. No tenía ninguno, solo un retrato mío, de jovencita. Y retratos de amigos, también. De amigos desaparecidos que se llevaron las tempestades, los más queridos, naturalmente. Porque… ese crimen del que le he hablado, el único sin perdón, la vejez. Un día despertará en su casa amueblada…
– ¿Cómo sabe que…?
– Y verá que está sola y se mirará al espejo con más atención y verá que está vieja. Irremediablemente vieja.
– Tengo un trabajo que me agrada.
– No sea tonta, muchacha. Otro día se percatará, o tal vez ya se haya dado cuenta de ello, de que ve peor, y otro día, además, de que las manos le tiemblan. Y, si es un poco sensata, o sabe mirar a su alrededor, descubrirá que este mundo ya no le pertenece, es de los otros, de los que creen que Baden Powell es un tipo que toca la guitarra y que Levi Strauss es una marca de pantalones vaqueros.
– Eso es ignorancia, no tiene nada que ver con la edad.
– Tal vez sea ignorancia, también. Tal vez lo sea. Estoy molestándola, me parece.
– Me duele simplemente la cabeza.
– Disculpe.
George cierra los ojos con fuerza y se deja mecer por pensamientos más agradables, bienvenidos: la exposición que va a hacer, el cuadro que vendió muy bien el mes pasado, el próximo viaje a los Estados Unidos, el dinero que depositó en el banco. El dinero en el banco, en los bancos, es una de sus últimas pasiones. Ella piensa – ¿sabe? – que con dinero nadie está total-mente solo, nadie es totalmente abandonado. La vieja Georgina ya debe de haberlo olvidado. La vejez también trae consigo, debe de traer, un cierto olvido de las cosas esenciales, piensa. Abre los ojos para decírselo, para hacérselo pensar, para tirárselo en silencio a la cara arrugada, pero la vieja ya no está allí.
El calor de hace poco ha ido desapareciendo y ahora no hay vestigios de aquella brisa de horno abierto. El aire es levemente templado y casi agradable. George suspira, tranquilizada. Mañana estará en Ámsterdam en la hermosa casa amueblada donde, ¿durante cuánto tiempo?, va a vivir con el último de sus amores.