Página dedicada a mi madre, julio de 2020

Pequeños remolinos

Versión 2017

Textos

        1. Mùnnino
        2. La cruz
        3. Bajo tutela
        4. Los huéspedes
        5. Ti-nesciu
        6. Ojo por ojo
        7. La hornacina vacía
        8. La hora que pasa *
        9. Después de las serenatas *
        10. El recuerdo
        11. La Mérica
        12. Los zapatitos
        13. La abuela Lidda

* Los cuentos 8 y 9 aparecen al final

Mùnnino

A la señá Mara la llamaban la farera,[1] pero su telar, cubierto de polvo y telarañas, callaba durante muchos meses seguidos.

El marido, viejo y débil, venía una única vez al año para que le arreglara las camisas y el chaquetón rotos y para curarse las fiebres que cogía en Salamuni; aunque no le mandara ningún dinero, la farera no se moría de hambre, y en la vecindad se decía que se las entendía con Vanni, el carpintero, el de los cabellos rojos, quien servía a los mejores señores del pueblo y cada año comenzaba a martillear en los toneles en julio y acababa en octubre, tantos eran los clientes que tenía.

El que lo pasaba mal era Mùnnino, pobrecillo, del que la madre se libraba cuanto podía; por la mañana lo mandaba a la escuela con un trozo de pan bajo el brazo, y por la tarde hacía que encontrara la puerta cerrada. Mùnnino, que se había acostumbrado a ello, metía los cuadernos por la gatera y se dirigía hacia la calle Amarelli donde estaba la pérgola del padre Nibbio; se acuclillaba en un escalón, con los codos en las rodillas y la barbilla entre las manos, y miraba a los niños jugar.  Él, como no tenía ni peonza ni plumas, no podía unirse a los juegos; las plumas se las pasaba el maestro, y para darle una nueva quería ver antes la vieja, que tenía que estar despuntada y con tinta bien incrustada; solo cuando recibía la pluma vieja iba a jugársela, completamente feliz, pero la perdía enseguida y volvía a acuclillarse en el escalón mientras los niños lo escarnecían. Cuando oscurecía, se iba a espiar la puerta, y cuando la encontraba abierta, se colaba muy rápido, como esos gatos que, echados de casa, vuelven apenas pueden y se ovillan temerosos de que los vean y de que los expulsen de nuevo.

Una noche, podía tener entonces nueve o diez años como máximo, se le mandó a la cama pronto y sin cena. No podía reconciliar el sueño; hacia medianoche, sintió como si se abriera la puerta de la calle; asustado, metió la cabeza bajo el tramareddo,[2] pero oyendo abajo un paso pesado se puso a gritar llamando a la madre que dormía en el cuartito bajo su buhardilla. Luego, oyéndola susurrar, y habiéndose tranquilizado, saltó de la cama, y estaba a punto de bajar la escalerilla, cuando se la vio delante, en enaguas, con el candil en la mano.

– ¿Qué quieres? ¿Qué te ha venido a la cabeza?

– He sentido…

– ¿Qué has sentido? No has sentido nada.

– A alguien, por la escalerilla… ¡Virgen santísima!

– Tú estás soñando. Ve a acostarte. Que no te escuche gritar la gente. ¡Vete!

A la luz débil del candil, a Mùnnino le pareció distinguir los cabellos rojos del carpintero, abajo, y gritó:

– ¿Has visto? ¡Virgen santísima!

– Escucha, si dices media palabra más, te mato. Como que Dios existe, que te mato. Aquí no hay bandidos. ¿De qué tienes miedo?

Pero como Mùnnino permanecía clavado en la escalerilla, en camisón, lleno de miedo, con una curiosidad obstinada, la farera perdió la paciencia y comenzó a pegarle. Se ganó una paliza tal, que se quedó medio muerto en la cama, temblando de frío y de dolor. La farera decía, con voz ronca y baja, para que no la escuchara la gente a esa hora:

– Y a callar, ¿entiendes? Aquí no hay de qué tener miedo. No hay bandidos. Sientas lo que sientas, piensa que está bien porque lo hago yo. Y no vayas a airearle a la gente tus sueños. Que si llego a saber que hablas, que dices ni media palabra, media, ¿entiendes?, te mato, te arranco la lengua. Y duerme, ahora.

Solo pudo dormir al alba, cuando comenzaron a pasar los cabreros y los campesinos. Toda la noche fue un sollozo continuo, bajo el tramareddo, un duermevela angustiado lleno de sueños temibles, un despertar de improviso. Por la mañana, con las mejillas lívidas, se dirigió a la escuela cabizbajo con las manos en los bolsillos y los cuadernos sucios bajo el brazo. De nuevo en la puerta, la madre le había dicho, mirándolo con enojo:

– ¡Y callado!

Callado, seguro, iba pensando. Los golpes son golpes. Sin embargo, al carpintero lo había visto: podía jurarlo. Los pasos los había sentido.

En la escuela no se supo la lección, y el maestro, como castigo, le quitó el pan. Era precisamente un día desgraciado. A mediodía tenía tanta hambre, que se habría comido las piedras, y dándose ánimo, se detuvo tras los bancos hasta que no vio salir a todos sus compañeros. Cuando todos estuvieron fuera y en la sala llena de polvo quedaba solo el maestro poniéndose el gabán, Mùnnino se adelantó:

– ¿Todavía aquí? ¿Qué haces?

– ¡Señor maestro! Perdóneme por favor.

– No te lo mereces.

– Señor maestro – suplicó Mùnnino con los ojos velados de lágrimas – tengo demasiada hambre.

– Estudia la lección otra vez. Vete.

El maestro estaba de mal humor, pero Mùnnino se armó un poco más de valor.

– Le juro que no lo haré más. Pero tengo demasiada hambre. ¡Usted no sabe qué significa tener hambre! – añadió llorando.

El maestro, que estaba a punto de salir, se volvió de improviso:

– Toma el pan – y cogiéndolo del cajón lo puso en la mesa. – Pero tú hazme un recado. ¿Eres capaz de hacer un recado en secreto?

– Sé hacer cualquier cosa.

– Jura que no se lo dirás a nadie. Ni siquiera a tu madre.

Mùnnino lo miró poniéndose una mano en el pecho.

– Bien, ve a llevarle esta nota a… ¿sabes dónde vive la señora Lucia, la bordadora? ¿Conoces la casa roja donde acaba la plaza y empieza el campo? Muy bien. Justo esa casa. Con un portoncito verde. ¿Has comprendido? Entonces, ve. Pero huye. Yo te espero aquí con el reloj en la mano.

Mùnnino, con la nota bien escondida en los bolsillos de los pantalones, corrió como un hurón, que con el estómago vacío se corre mejor. Y al volver encontró al maestro que lo abrumó con preguntas: si había ido justo tras la casa roja, y quién le había abierto, y qué le habían dicho. Y Mùnnino se ganó cuatro monedas, y corrió completamente feliz, mordisqueando su pan, a echar los cuadernos por la gatera; pero mejor que ir a mirar a los niños, fue a la plaza a gastarse lo ganado en pan y sardinas saladas, y subió arriba, hacia el Calvario, a comer junto a la fuente. Allí había un perro, completamente calvo, que comenzó a mirarlo tristemente, moviendo un poco la cola; Mùnnino lo echó, pero el perro no se movió, le tiró una piedra, pero el perro volvió, y volvió a mirarlo un poco a él y un poco el pan que daba señal de acabarse, con esos ojos grandes y afligidos que parecían de hombre. Mùnnino estaba harto y satisfecho.

– ¿Tienes hambre? – gruñó.

– ¡Toma! – y le arrojó un pedazo de pan que el perro engulló con las anchas fauces famélicas, volviendo a mirar a Mùnnino, sacudiendo la cola.

– Mala cosa es tener hambre – masculló el niño – ¡pero a ti te haría falta una hogaza! – Y poco a poco compartió el resto de su almuerzo con el perro; luego, contento, bebió en el caño un buen trago de agua fresca, y se dirigió a casa, y al encontrar la puerta aún cerrada, fue a mirar a los niños que jugaban. Tampoco se supo la lección al día siguiente, pero el maestro no le riñó, ni lo llamó para que leyera las vocales en la pizarra. A la hora del recreo, mientras los niños bajaban con polvorienta algarabía al patio, le hizo ademán de que esperara, y cuando estuvieron solos lo llevó tras la puerta y, poniéndole dos monedas en las manos, le dijo que fuera a comprar dos kilos de macarrones ziti [3] y un kilo de salchichas.

– Llévalos bien escondidos bajo el scapolare,[4] que no se vean – le recomendó.

Mùnnino volvió un minuto antes de que se reanudaran las clases, rojo y jadeante, con ese peso que no quería sostenerse bajo el pequeño scapolare roto, y que a una señal del maestro fue a esconder al baño, bajo una cesta. Después de la escuela volvió a hacer el viaje hacia la casa de doña Lucia y se ganó dos monedas.

Desde entonces, no se preocupó más por estudiar las lecciones y miró con arrogancia a los compañeros con unas ganas locas de contarle a alguno el gran secreto que conocía; pero no decía ni mu, pues había aprendido que hablando no se ganaba nada, si es que no se llevaba una paliza.

Por la noche, lleno de curiosidad, se quedaba oyendo la habitual apertura de la puerta, el habitual paso grave del carpintero y el susurro sordo, y si escuchaba subir a su madre, que venía a ver si el hijo dormía, se metía bajo el tramareddo cerrando los ojos. Tenía malos pensamientos contra el carpintero, y cuando lo veía de día – con el delantal, todo rojo, con la ancha cara satisfecha, martilleando sobre los toneles – apretaba los puños mientras el pequeño corazón le latía más fuerte en el pecho. Y cada día, al dirigirse a la fuente, con el pan que se ganaba con el maestro, pensaba tantas cosas curiosas, mirando paciente al perro calvo que encontraba siempre. Cuando sea grande – rumiaba –, grande y robusto, entonces acusaré al maestro ante su hijo. El maestro le tiene miedo al hijo. Y luego le daré una buena pedrada a Vanni, para dejarlo medio muerto.

El carpintero hacía como el maestro, tal cual; con la diferencia de que el maestro le tenía miedo al hijo, y el carpintero y su madre no se lo tenían a él, porque le pegarían solo con que hablara. Pero cuando creciera…

Un día, junto al perro, encontró también a una niña con los cabellos despeinados y un trajecito negro rojizo y harapiento, quien comenzó a mirarlo. Como el perro.

– ¿Tú también tienes hambre?

La niña extendió la mano hacia el pan. Mùnnino, que estaba sentado alto, en el borde de la fuente, se lo apretó contra el pecho.

– Vete.

La niña le enseñó un trozo de cristal azul:

– Te lo doy.

– No sé para qué me sirve eso.

Y comenzó a comer, muy contento al sentirse envidiado. Luego añadió:

– ¿Cómo te llamas?

– Concetta.

– ¿Y tienes hambre?

Concetta se acercó y cogió el trocito de pan que Mùnnino le mostraba. Luego Mùnnino hizo otras dos partes con el pan sobrante y le arrojó la más pequeña al perro, y comieron los tres muy juntos. Desde esa día al perro se unió siempre a Concetta, y cuando este, terminada su pequeña ración, se alejaba con la cola baja, los dos niños se quedaban jugando juntos. Concetta sabía hacer muñecos con tierra mojada, casas pequeñas con piedras y con ladrillos rotos, y muchos otros juegos que Mùnnino aprendía con gusto porque no había jugado nunca, ni nunca había tenido compañeros; pero él prefería ir por los campos donde crecía el trigo y cantaban los grillos, y donde se veía cavar a los campesinos; saltaba los setos con Concetta y se tiraba en el suelo, entre el trigo alto, aún verde, con la cara al aire y las manos entrelazadas tras la nuca, gozando la frescura en la espalda, muy quieto, sin moverse ni apartar las moscas borriqueras que zumbaban a su alrededor. Concetta, que no sabía estarse quieta ni un momento, iba cogiendo golondrineras y amapolas, y ya se ponía derecha en el trigal verde, ya se agazapaba por miedo a que la vieran los guardas del campo; luego, cuando estaba cansada, se sentaba junto a Mùnnino, con las flores en el delantal roto, y se distraía arrancando las hojas rojas una a una, recogiéndolas en una pelotita entre los dedos y haciéndolas estallar en la mano abierta.

Se hablaban poco.

– ¿Tú no tienes madre, no? – le preguntó un día Mùnnino.

– No la he tenido nunca.

– ¿Y cómo has nacido?

– Sin madre. Hay tantas personas sin madre. También Nina nació así. Pero es una cosa mala. Además, la señá Fina me pega siempre.

– También las madres pegan.

– ¿Sí? ¿A ti te dan palizas?

– No te he dicho que me las den. Te he dicho que también las madres pegan.

Una tarde encontró a Concetta llorando con un brazo vendado:

– Se habrá roto – decía con la cara asustada – ¡y nadie me lo curará!

Se dirigieron hacia los campos donde Mùnnino quiso verle el brazo, todo morado.

– Pongámosle un poco de hierba – dijo vendándoselo de nuevo lo mejor que pudo con el pañuelo – se refrescará.

– Yo no vuelvo más allí – dijo Concetta de improviso.

– ¿Adónde?

– A casa de la señá Fina.

– ¿Y adónde irás?

– ¡Y yo qué sé! – sollozó Concetta. – ¡Es malo no tener a nadie! Por fuerza tengo que estar con la señá Fina.

Mùnnino no respondió. También él tenía que estar con su madre; pero por poco tiempo aún. Él era un hombre. Y un hombre puede ganarse el pan. Un rato después dijo:

– Seré pastor. Cuando venga mi padre se lo digo.

– ¡Tú serás pastor y yo me quedo con la señá Fina! – suspiró Concetta con una mirada envidiosilla.

– Yo soy un hombre – dijo Mùnnino gravemente, escupiendo ante sí. – Un hombre es otra cosa.

Y mirando a Concetta, añadió frunciendo la frente:

– Seré pastor y tendré con qué vivir. Pero pensaré también en ti. Deja que crezca aún y verás. Yo ya tengo trece años.

Concetta se secó las mejillas rojas y húmedas de llanto y miró al compañero con los ojos luminosos; y de pronto, con sus movimientos de gato salvaje, le echó los brazos al cuello abrazándolo tan fuerte que le hacía daño; y Mùnnino abrazó también por la delgada cintura a Concetta, y se dieron dos besos que estallaron como hojas de amapola. Se sintieron de improviso contentos; sintieron como si hubieran crecido de una vez, y volvieron al pueblo agarrados de la mano, en silencio.

Al día siguiente, y también los demás días, no fue a la escuela; total, ya no ganaba nada. El maestro no le hacía ya encargos, y él ya no lograba ni pan ni sardinas saladas. Pero siguió yendo hacia el Calvario por la tarde; encontraba a Concetta sin falta. El perro se dejó encontrar dos o tres veces y estuvo mirando a Mùnnino con sus grandes ojos afligidos que parecían los de un hombre; luego no vino más. Quizás había encontrado mejor suerte en otra parte.

Al mes siguiente volvió el padre, con las fiebres, y tan envejecido, que, viéndolo arrastrar las piernas, daba pena. Mùnnino le dijo que quería ser pastor, y el padre lo miró de arriba abajo, lentamente, como para medirlo, hundiendo la cabeza.

– ¿No me crees capaz? Déjame probar. Peppe comenzó cuando era más pequeño que yo.

–  Sí, pero Peppe era dos veces más robusto… ¡Si el amo te aceptara!

– Llévame hasta él, de prueba.

El viejo, que quería a Mùnnino, su único hijo varón, le dijo a la mujer que le cosiera un chaquetón de fustán, dos camisas de tela gruesa y un scapolare nuevo. La madre se afanó en cuerpo y alma para acabar todo ese trabajo en pocas semanas, pues no le parecía verdad que fuera a quitarse de encima a ese niño.

Y finalmente, Mùnnino, enfundado en el chaquetón que le hacía parecer otro, fue a buscar a su compañera. Concetta lo miró con envidia, acarició el fustán liso, tocó los botones uno a uno, se inclinó para examinar los gammitti,[5] mientras Mùnnino estaba quieto empalado, todo soberbio. Luego suspiró:

– ¡Feliz de ti! Tú vas a ser pastor, y yo me quedo aquí.

– Es mejor – dijo Mùnnino – total, ya pan no conseguía. ¿Para qué te servía yo?

– ¿Y cuándo volverás?

– Cuando vuelva mi padre. Una vez al año.

Oscurecía, y se dejaron; Mùnnino fue delante, corriendo hacia casa, volviéndose de vez en cuando para sonreírle a Concetta que se había quedado quieta, lejana.

Mùnnino se acomodó. Le dieron primero solo diez cabras para pastar, luego le enseñaron también a ordeñar, puesto que él era pequeño sí, pero voluntarioso; y lo llamaban ’nsunnato [6] porque a menudo se quedaba encantado como cuando estaba en el pueblo.

Apenas estaba en el monte, guardando las cabras, y veía abajo todos los campos verdes, pensaba en Concetta y le parecía que iba a verla en medio del trigo cogiendo amapolas. Pero alguna vez, por la tarde, cuando hacía frío, tirándose en el establo – donde había esa agradable tibieza y ese olor acre, donde las vacas rumiaban tranquilamente – se le arruinaba el placer al ver el candil colgado de la viga, que le recordaba a su madre y a Vanni; y solo cuando volvía a hacer los antiguos propósitos de venganza le parecía que se ponía en paz consigo mismo. Alguna vez pensaba acusarlo ante su padre, pero reflexionaba que este mataría a su madre junto a Vanni, y no quería que su madre sufriera.

No crecía mucho; seguía pequeño y se estaba poniendo amarillo; el padre, mirándolo, se lamentaba de haberlo traído a Salamuni donde había malaria. Hacia julio comenzó a contar los días, y finalmente, los últimos días de agosto, volvió al pueblo. A su madre, que lo agasajó, le llevó todas las ganancias, incluso para hacerle ver que se había hecho un hombre. En el zurrón llevó escondido un requesón pequeño y tierno, entre dos pámpanas de vid, y por la tarde se dirigió hacia el Calvario.

Le parecía que había hecho ese camino la tarde anterior y sentía en el corazón una alegría, como una hermosa canción, al volver a ver todas las puertas, y los caños de la fuente de donde sobresalían esos mascarones de ojos desencajados, y la tiendecilla del señó Calojro donde estaban aún los mismos frascos empañados con un poco de pimienta en grano, los dátiles amarillos, y la bacalada espetada en el arpón. Concetta no estaba, y se adelantó a llamarla bajo la ventana de la señá Fina. La muchachita corrió toda roja, jadeante de placer, y se dirigieron al Calvario, donde Mùnnino le dio el requesón.

– ¿Y tú?

– ¡Yo he comido muchos! – respondió desdeñosamente.

– ¡Qué bonito ser pastor! – dijo Concetta lamiéndose los dedos.

– ¿Tú qué haces ahora?

– ¿Qué voy a hacer? Me escapo de las azotainas de la señá Fina. Ahora eres pastor, puedes llevarme contigo.

– Aún no es tiempo. ¿Qué harías?

– Guardaría yo también las cabras.

– Oh, sí…

¿Creía Concetta que era una cosa tan simple?, ¿que uno ganaba el requesón sin hacer nada? ¡Ella no sabía que también en Salamuni pegaban a menudo y duro!

– Debes saber que dan tortas por todas partes. Por todas partes están los más grandes y los más robustos – suspiró el pastor. ¡Y qué leñazos daban allí arriba si no se estaba atento! ¡Y, además, los madrugones antes del alba para llevar las cabras a pastar, y ordeñar la leche para los señores y para hacer el requesón!

– Pero un año creceré. Me pondrán a hacer requesón en la mànnira.[7]

Consiguió incluso que lo pusieran a trabajar el requesón; y cada año, al regresar al pueblo, encontraba a Concetta más alta y menos harapienta. Estaba bien peinada, llevaba chales en el cuello; pero ya no podían ir por los campos como cuando eran niños. Mùnnino se había hecho un pastor como los demás, que venían durante las fiestas, vestidos de terciopelo; solo que los otros eran rojos y robustos, y él permanecía siempre pequeño y amarillo. Un año volvió con las fiebres. Fue a encontrar a Concetta a casa de la señá Fina, pues ahora la muchacha ya no estaba por la calle; y, dado que era la primera vez, se sentía por completo cohibido, también porque la señá Fina, al ver el gran requesón que había traído, le hacía muchos cumplidos, como si fuera el amo de la casa. Él hubiera querido poder llevar a Concetta consigo como cuando eran niños, y mirando de reojo su hermoso rostro blanco y rosado como el de una señora, pensaba en los besos que estallaban como hojas de amapola que se habían dado sin comprenderlos, y no sabía decir ni una palabra. La vieja dijo:

– Voy un momento a casa de la señá Aita. Pero ¡tened juicio, por favor!

Y miró a Concetta, quien se puso roja hasta las orejas.

Mùnnino, esa tarde, volvió a casa con el corazón que parecía estallarle en el pecho, y no sabía si por las fiebres que sentía que llegaban o si por la agitación que lo invadía por completo.

Fue a ver a Concetta todos los días, llevándole siempre regalos y encontrándola sola. Pero una tarde, tras haber estado hablando con Peppe, que se las sabía todas, subió hasta el Calvario lleno de cólera y de impaciencia, y llevando a Concetta a un rincón le dijo clavando sus ojos en ella:

– ¿Es verdad lo que me han dicho acerca de ti y de una cierta Nina?

– ¿Qué te han dicho?

– No te hagas la tonta. ¿Es verdad o no?

– Virgen santísima… – murmuró Concetta extendiendo las manos temblorosas como para apartar toda esa furia.

– No, no te pego, porque nunca le he pegado a nadie. Los demás siempre han atormentado a Mùnnino – añadió con amargura –, pero él nunca ha ofendido a nadie. Dime si es verdad. Solo esto.

– ¿Qué debo decirte? Es verdad, sí – respondió Concetta con resolución, mientras en las comisuras de la boca se le formaban dos pliegues sutiles como dos arrugas. – La culpa es de esa bruja. Es su trabajo. Debes comprender estas cosas. Has ido a ser pastor, has encontrado tu camino; Concetta en manos de la señá Fina no podía hacer otra cosa. Pero solo te he querido a ti, Mùnnino. Nunca lo hubiera hecho.

A Mùnnino le pareció que le echaban un chorro de agua helada por la espalda desnuda, y bajó la cabeza. Concetta le puso tímidamente una mano en la espalda, pero él, viendo que llegaba la señá Fina, se echó atrás, como si hubiese visto un escorpión, y salió haciendo apenas una señal de saludo con la mano.

Se acostó pronto y sin cenar, con el frío de la fiebre y un dolor en el corazón, como si una aguja lo pinchara a punzadas. Los demás días del permiso se quedó en la puerta, tiritando, muy amarillo, con el scapolare en la espalda aunque hiciera buen tiempo: pensaba en Concetta, pero no sentía el coraje de ir a encontrarla a casa de esa vieja de risa envenenada. La madre le decía:

– ¿Por qué no sales? Cuanto más tiempo te quedes sentado, más débil te sientes.

Y una tarde masculló:

– ¡Dios nos libre de que tengas que volver a Salamuni!

Mùnnino aparentó no haber oído, pero al final del permiso volvió a Salamuni, para no molestar a su madre. ¡Y sin embargo, le había llevado sus ganancias durante tantos años! Cuando se está enfermo, se nos echa de todos lados como perros roñosos.

En Salamuni, dos mañanas después, perdió una oveja; al volver al establo no supo justificarse. Quizá había bajado por detrás de la montaña, quizá se había separado por el camino maestro.

– ¿Y tú qué hacías, so papanatas? – gritó Brasi sacudiéndolo por los hombros.

Brasi y Cola se le echaron encima y lo dejaron maltrecho y temblando.

Por la mañana no pudo levantarse, deliraba, y le llevaron al mismo establo un cuenco de leche.

La tarde descendió para Mùnnino lenta y grave, como si ese día no tuviera que acabar nunca. De vez en cuando oía el cencerro; era la vaca que sacudía el cuello, y le parecía que estaba muy lejos. Desde fuera le llegaban las voces de los compañeros y de Brasi que merendaban; también él había merendado siempre fuera, con ellos, a la luz rojiza del atardecer. Con la oscuridad entraban en el establo, confusamente, muchas imágenes descoloridas que apenas reconocía; al fondo, su madre, con las enaguas de cuadritos blancos y rojos, lo miraba enfadada, y Vanni lo amenazaba con el martillo. Alguien – ¿quién era? – le apretaba la cabeza entre las manos y parecía que se la aplastaba. Luego venía Concetta; tenía el cuello y los brazos desnudos y se reía fuerte, y en la oscuridad no se veían sino sus dientes, y los ojos que parecían dos cavernas; y se reía el maestro de la escuela que le metía en la boca unas almendras tan amargas, que sentía ganas de escupirlas; y cuanto más babeaba, más saliva amarga sentía que le llegaba a la lengua.

Todas ellas eran personas que le habían hecho daño. Recordaba los pensamientos de venganza que había tenido en la fuente, mientras se comía el pan del maestro; tenía que matar a Vanni y acusar al maestro… y luego tenía que casarse con Concetta. Concetta, que era mala como su madre y le habría puesto los cuernos durante el tiempo que estuviera en Salamuni. No había logrado vengarse, y sin embargo, había crecido. Se había quedado demasiado pequeño, él. Por ello siempre le habían pegado todos. Si Brasi no lo hubiese maltratado de tal modo, no estaría acostado así esa tarde.

Pero ¿las mujeres eran malas o eran unas desgraciadas? Y Concetta, blanca y delicada, ¡qué hermosa era!, y la llamaba:

– ¡Concetta… Concetta!

Se lamentaba, en voz muy baja, en su jergón, sintiendo el fuego encima y una gran debilidad al mismo tiempo, como si le hubieran extraído toda la sangre. E invocaba a la Virgen para que lo ayudara a levantarse, que era muy triste morir allí completamente solo, como tal vez se había muerto el perro calvo de la fuente.

Brasi decía, fuera:

– Es necesario informar al amo de que se está muriendo… es necesario pensar dónde lo ponemos…

 

[1] Voz siciliana: Tejedora.

[2] Voz siciliana: Manta.

[3] Pasta similar a los macarrones. El término proviene de zito, -a (< zitello, zitella) que en el sur de Italia se usaba con el significado de novio, -a. De hecho, se llamaba así (Maccheroni della zita) el plato preparado por la esposa para la comida de la boda.

[4] Con el significado de la voz siciliana (scappularu). Especie de abrigo rústico. Tabardo.

[5] Voz siciliana: Abarcas.

[6] Voz siciliana: Somnoliento, adormilado.

[7] Voz siciliana: Aprisco, majada.

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