Los zapatitos
Vanni y Maredda se querían bien, pero de casarse no podían hablar porque eran pobres. Los dos eran huérfanos de padre, Maredda era tejedora, Vanni trabajaba en el taller de maese Nitto, el zapatero. A menudo, él le decía a la madre:
– Mamá, por mucho que se trabaje, hacemos como las hormigas; escarbamos y escarbamos, y a duras penas logramos sustentarnos.
– ¿Qué se puede hacer, hijo? Sustentarnos ya es algo.
Maredda y él se veían un poco por la tarde, al terminar el trabajo, y, el domingo, en la primera misa de la Catedral. Más de una mirada y de una palabrita amorosa no osaba. Y sin embargo, varias veces se habían encontrado a solas, al claro de luna, bajo la pérgola del Sinibbio, y sin miedo de ser vistos; pero incluso entonces Vanni no había hecho sino cogerle una mano y decirle muy bajito:
– ¡Feúcha! ¡Yo a ti te quiero mucho!
Había sentido temblar la mano helada de Maredda en la suya, había comprendido que, aunque la hubiera abrazado, no se habría defendido, pero no se había atrevido. Pero, cuando estaba a a su lado, no sentía más deseo que besarla; y a menudo en el taller de maese Nitto, se llamaba papanatas, arrepintiéndose de no haberlo hecho. Pero él – que había crecido pegado a las faldas de la madre como una muchacha – tenía ciertas delicadezas que no se sabía quién se las había enseñado.
La misma Maredda se lo había dicho muchas veces, cuando habían peleado:
– ¡Tú nunca harás nada importante porque no eres más que un poesiante! [20]
Se ofendía. Pero lo llamaban todos así porque tocaba la mandolina como pocos y porque era el mejor joven de Sinibbio.
– No es verdad – solía decirle a la muchacha – que yo no piense en lo importante. ¡Yo que no me fumo un cigarro, ni me bebo un vaso de vino ni aunque me inviten! ¡Eh!, pronto podré hablar con tu madre sin miedo de ser rechazado como un muerto de hambre. ¡Yo ya he comenzado a hacer las compras!
Se había provisto de un caldero de cobre, de una docena de platos, y había trabajado a ratos en un par de zapatitos amarillos con un lazo de seda, que habían hecho que Maredda se ruborizara de placer cuando se los enseñó.
– Se comienza con poco, y lentamente se prospera – decía Vanni – llegará el tiempo en que compraré el oro y los trajes, ¡y entonces!
Y miraba muy en el fondo de los ojos de la muchacha, que se ponía roja como una amapola.
Pero por mucho que se las ingeniaba no podía hacer casi nada. De vez en cuando, para proveerse del trigo y de la leña, se iba de un tirón, con los ahorros encima, moneda a moneda, durante meses y meses. Así un invierno, que no pudo poner aparte ni cuatro onzas, comenzó a desanimarse. La señá Nunzia, viéndolo afligido, iba tras él animándolo:
– Buen tiempo y mal tiempo no duran todo el tiempo… Verás que pasará esta miseria.
Pero Vanni no respondía; y en el taller trabajaba con la cabeza inclinada como cuando se piensa. Una tarde, mientras la señá Nunzia estaba ante el fogón cociendo una col, dijo:
– Yo me voy a América.
La vieja se estremeció como si le hubieran dado un golpe en la espalda y soltó el soplillo.
– Sí, me voy. ¿Qué hago aquí malgastando lo mejor de la juventud con maese Nitto que me chupa la sangre? Me voy.
– Sin embargo, nos sustentamos – observó la madre.
– Y nos hacemos viejos.
La cabeza la tenía en Maredda, y la señá Nunzia, que lo sabía, no lo culpaba porque la muchacha era honesta y trabajadora.
Cenaron sin decirse nada más; la señá Nunzia miraba al hijo como si lo viera por última vez, y los ojos se le hinchaban de lágrimas; Vanni, ahora que la madre no lo había contrariado, sentía el peso de su propia resolución.
Le habló de ello a Maredda como de una cosa hecha. Maredda lloró desesperadamente, pero se tranquilizó con la voz segura del joven:
– ¿Qué hago aquí ? Allí… Más de un año no me quedo. Ganaré tanto como para poder casarnos y poner un taller por mi cuenta. Allí el oro cuesta poco y los pendientes te los traeré de allí…
Maredda sonrió entre lágrimas, y Vanni la miró dándole vueltas a la gorra entre las manos y moviendo la cabeza como para decir:
– ¡Yo no soy un cualquiera!
¡Seguro que no era un cualquiera!, ¡tenía en la cabeza tantos proyectos!, y decía:
– … te haré pasar delante, feúcha, el mar con todos los peces, haré que tengas una vida de señora…
Y ya le parecía que era rico, que tenía casa y mujer, y taller por cuenta propia.
Al principio estuvo un poco desconcertado con su propia decisión; luego, poco a poco, comenzó a acostumbrarse, hizo de ello el tema de todos los discursos, y quiso parecer alegre; cuando comenzó a prepararse para su partida, no quiso que su madre llorara:
– ¡Que no voy a la guerra!, verás que ya no me reconocerás. Si no es otra cosa, al menos maese Nitto me respetará.
Le parecía que se había vuelto un hombre de los mayores, y caminaba soberbiamente con Peppe Sciuto y Cola Spica que estaban casados y se marchaban también ellos a América.
También la tarde de la partida quiso parecer alegre. Peppe y Cola vinieron a recogerlo sobre las ocho, y la señá Nunzia lo siguió para acompañarlo hasta Cicè. Maredda, con los ojos rojos, se asomó a la ventana, a saludarlo, sacando un poco la cabeza entre una albahaca y una rosa.
Por el camino encontraron a otros emigrantes; no se conocían bien entre ellos, pero se unieron como si fueran amigos de nacimiento. Todos querían parecer tranquilos; pero todos dejaban una casa y a una mujer. Cola llevaba de la mano al hijo y gesticulando alzaba, a tirones, también el bracito que tenía estrechado en la mano callosa, de modo que el niño tenía los ojos apesadumbrados. Pasando por delante de la propia quota [21] frunció la frente y sacudió la cabeza y maldijo la tierra ingrata.
Pero Peppe Sciuto comenzó a cantar, y entonces todos lo acompañaron. Y la carretera se llenó de un canto fuerte y melancólico que parecía todo a una voz, y se elevaba triste como una amenaza, trémulo por momentos como un llanto desconsolado, bajo otras veces como una oración.
Maredda esperaba noticias de Vanni y le parecía una fiesta cuando la señá Nunzia se las daba.
Dos meses después, el cartero le entregó una carta amarillenta con la dirección impresa, y la leyó, ansiosa y conmovida.
Vanni le decía muchas palabras amorosas que la llenaron de felicidad, pero la madre comenzó a mascullar. La carta había llegado un mal día: el pan de la artesa se había terminado y, como no tenían dinero para proveerse de más grano, madre e hija tuvieron que humillarse incluso a comprar el pan en la tienda, como la última de las pobres, como las que viven al día. Por ello, la señá Liboria, que estaba de malhumor por sus asuntos, se desahogó con esa pobre carta inocente y con la hija que creía en las chácharas de ese papanatas que si volviera con algún dinero, ni la miraría a la cara. Ella veía dar vueltas por el callejón a maese Cristoforo de Licata – un podador que ganaba diez liras a la semana – y se consumía viendo que la muchacha, muy dura, le volvía la espalda o le cerraba la ventana en su cara. ¡Cosas para cogerla a bofetadas!
– Yo soy vieja – le decía a menudo, – y tú eres pobre. ¿Qué esperas de la vida? ¡No eres para nada una señora que pueda estar con la cabeza en las nubes! ¿No ves que ese mochuelo no se ha prometido?
Maredda se mortificaba, pero consideraba a Vanni suyo. Habría querido al menos despedirse, pero no eran novios y habría sido una desfachatez, habría sido peor que dejarse besar delante de un pueblo.
Después de esa no hubo más cartas. Vino la primavera y pasó el verano, y de Vanni no se oyó hablar más. Las vecinas decían que América no deja que vuelva nadie, que lo mejor de la juventud se consume en esa tierra desconocida, y el emigrante no vuelve a la patria si no tiene cien onzas para hacerse una casa.
Maredda se creía esos discursos desalentadores, y tejiendo canturreaba, para olvidar la pena de Vanni:
Vitti tri rosi a ‘na rama pinniri
Nun sacciu di li tri qual è a pigghiari…
Nun c’è ghiurnata chi nun scura mai
Nun c’è mumentu chi nun penzu a ttia… [22]
Pero Vanni volvió la primavera siguiente. Traía su pequeño baúl ceniciento que también sabía de carreteras y gente extranjera y humo de trenes. No traía más que treintaicinco onzas; una miseria, en comparación con los capitales soñados y proyectados bajo la pérgola de Sinibbio. Pero no había podido resistir más allí…
Le habló de ello enseguida a la madre que fue a su encuentro hasta Rosario. La señá Nunzia, con la mantilla bajada sobre los hombros, no podía decirle nada; lo miraba de arriba abajo, a ese hijo, y le parecía más delgado y le parecía que lo había reencontrado. Al abrir la puerta lo hizo pasar adelante y le indicó la camita con el tramareddo [23] limpio y el mantel sobre el arcón, para hacerle entender que lo había esperado. Y Vanni le dijo, aún de pie:
– No he hecho gran cosa, madre…
– No importa, hijo. Con que hayas vuelto. Me parecía que iba a morirme sin verte más.
– Solo treintaicinco onzas. Y Dios sabe lo que he padecido para reunirlas.
– No importa, hijo. Aquí hay trabajo porque el mes pasado se murió maese Nitto el zapatero.
– No tengo más – continuó Vanni. – Pero yo me contento con un pedazo de pan aquí en mi tierra. Maldita América… Es una vieja rufiana que lleva a la mala vida con las lisonjas. ¡Para nada la gente honesta se enriquece allí! Pero me bastan para comprar el oro y los trajes e incluso un poco de cuero con el que poder trabajar.
– Come, Vannuzzo – le dijo la señá Nunzia entristeciéndose – y no pienses nada más, por ahora.
– ¿Por qué, madre? – le preguntó Vanni con desconfianza.
La señá Nunzia suspiró, y como Vanni abría los ojos de par en par y arrugaba la frente, le tocó un brazo y le dijo:
– ¡Vanni, Vanni! ¡Entonces, solo has venido por ella!, ¿por tu madre no habrías vuelto?
– ¡Tonterías! – dijo el joven levantando los hombros – entonces, ¿por qué me he ido?
– Vanni – dijo la anciana – tú eres aún un poesiante y nada más. Cuando el pájaro vuela, ¿pretendes que la rama permanezca desierta? La rama está quieta y el pájaro se mueve, vuela uno y se posa otro.
– Pero yo… ¡Como que Dios existe…!
– Vanni, Vanni, ¿qué dices?, ¿qué blasfemas? ¿Qué quieres? ¡La juventud quiere amor y las mujeres quieren marido!
Vanni miraba el suelo, triste y torvo, con los pulgares inquietos en los bolsillos del chaleco. La señá Nunzia, un poco temerosa, le servía la sopa.
– Se enfría, hijo.
– Yo los degüello – murmuraba Vanni. – ¡Qué vergüenza! ¡No esperar un año y medio! Y yo haciendo el tonto y comiendo pan a secas y durmiendo sobre paja para ahorrar moneda tras moneda estas treintaicinco onzas miserables. Pero ¿quién es? ¿Lo sabes al menos?
– Uno de Licata, un podador. El partido era bueno, y Maredda es pobre. Hay que compadecerse de ella. También yo sentí que me hervía la sangre en las venas. Pero luego la he perdonado. Hay que saber cómo están las cosas…
– Pero si se me lo encuentro, le diré unas palabritas. Él se lleva las cáscaras, ¡qué vergüenza! Lo mejor lo he tenido yo; pues el primer amor de una muchacha es el que vale, el segundo, no. Se lo digo. Y la dejará. ¡Y luego no me la quedo ni yo!
La señá Nunzia servía y lo dejaba hablar. Cuando se desahogó bastante, ella le habló y él poco a poco se calmó. ¿Qué quería hacer? Ahora, Maredda, se había arruinado, había llegado a un punto en que, si el podador no la quería, podía atarse una piedra al cuello y arrojarse al mar. El mal estaba en no haberse prometido. ¿No era preferible, ahora, dejar que cada uno se fuera por su propio camino y no entrometerse en los asuntos de esos miserables deshonrados?
Lo persuadió incluso para que comiera. Y tras haber comido, Vanni se sintió distinto, así que la anciana le dijo:
– Era el hambre y el cansancio, hijo. Tú veías las cosas con cristal de aumento. Alégrate, que eres joven y las muchachas no se han terminado.
– ¡Oh, esto sí! – aprobó Vanni. – Ahora serás tú la que me buscarás una esposa. ¡Como que Dios existe, quiero casarme para la fiesta de San Giuseppe!
Al atardecer vinieron los amigos y los parientes a celebrar el regreso de Vanni que, todo encendido, se sentía un hombre experto y hablaba de América escupiendo en el suelo.
Por la noche, cuando todos se fueron, Vanni buscó en el arcón una camisa limpia, de las viejas. Tocó con las manos algo duro, la caja de cartón con los zapatitos de Maredda.
– ¡Cosas de mujeres!… – murmuró, entristeciéndosele el rostro, y la lanzó lejos, a un rincón.
– No, no – dijo la señá Nunzia corriendo a recogerla – ¿y si, supongamos, otra… tu esposa tiene el mismo pie? ¿No es una pena gastar más dinero? Y además – añadió soplando delicadamente sobre un lazo que se había aplastado un poco – ¡están nuevas del todo, nuevas!
Vanni cerró el arcón y sacudió la cabeza en señal de aprobación.
[20] Voz siciliana (it. Poetante): ´Quien ve el lado poético de las cosas`. Se correspondería con soñador.
[21] Voz siciliana. En este caso, ´parcela de tierra`.
[22] Vi tres rosas pender de la rama / no sé cuál coger de las tres/ … No hay día que no tenga su noche / No hay momento que no piense en ti.
[23] Voz siciliana: ´manta`.