La abuela Lidda
El Señor parecía haber querido poner a prueba a la señá Lidda con tantas desgracias como le había mandado. Era viuda y pobre; y, como si ello no bastara, la nuera había muerto, y al hijo se le había metido América en la cabeza. De toda esta ruina le había quedado solo Nenè; la nuera, que en paz descanse, se lo había dejado cuando todavía apenas si tomaba bien el biberón, tanto que la noche en que debió llevárselo a casa fue para la señá Lidda un verdadero desaliento. Nadie había pensado en un poco de leche en medio de la triste confusión; y lo mantuvo toda la noche con un pequeño pañuelo empapado en agua, mientras el corazón se le oprimía al oír llorar de hambre a esa criatura.
Luego, poco tiempo después, el hijo voló a América.
– Te lo dejo – le dijo, – como me has criado a mí, cría a mi hijo.
Allí y sin madre, esa alma de Dios se moriría seguro. Y con el pensamiento del pequeño, la anciana no tuvo tiempo para llorar por el hijo que se marchaba. No pudo siquiera acompañarlo a Santo Stefano, y lo siguió apenas hasta Rosario – lo vio volver la esquina con los otros jóvenes, lo saludó con la mano, desde lejos, hasta que pudo verlo, que él se volvió tres veces, con la sonrisa en la boca y la cara pálida, y enseguida después se dirigió a casa, encorvada en la mantilla negra, al encuentro del pequeño que había dejado en la cuna. ¡Nada de llantos, con esa criatura que ya tenía hambre, ya gritaba sin un porqué, ya quería que lo mudaran! La señá Lidda sentía una gran ternura al acostarse con el pequeño al lado; y algunas veces, en la noche, al despertarse con el miedo súbito de ahogarlo en el sueño, le parecía precisamente que había vuelto a ser joven y que tenía a su lado a su hijo. ¡Tiempo feliz, ese! Y suspiraba fuerte con el corazón tan lleno de tristeza, que parecía que no le cabía dentro del pecho.
Ese pequeño era una ansiedad continua. Tuvo que quitarle el biberón pronto, al no poder comprarle tanta leche para alimentarlo, y lo acostumbró a la papilla de sopa, con pasta muy fina. Lo bañaba todos los días, como a los señores, y lo cambiaba a menudo, pues lavarle las ropas no le costaba nada; ese era su oficio.
Daba pena ver a la señora Lidda, a esa edad, ir a Buscardo con la cesta de la ropa en la cabeza y el niño en los brazos. Cogía la lencería de los señores, la devolvía, siempre con Nené en los brazos. Y Nené se ganaba ya un terrón de azúcar, ya un puñado de arroz para la papilla, ya la ropa usada de los niños ricos. Porque, si la señá Lidda era pobre, el Señor es grande; y en este mundo no hay que desesperarse, y el pobre que se contenta con poco encuentra alimento y ayuda sin saber dónde y cómo, al igual que los gorriones y los estorninos.
Cada mes llegaba la carta de América, iba a que se la leyera maese Nitto, el cocinero del barón don Cesarino, que era un buen hombre; y al mismo maese Nitto le hacía escribir enseguida la respuesta. El hijo daba buenas noticias de sí mismo, comenzaba a ganar bien, enseguida mandaría algo, pero ahora no podía; pedía noticias de Nenè y mandaba saludar a los amigos. Siempre las mismas cartas y las mismas respuestas. Pero la señá Lidda esperaba con gran apremio, y si el cartero se retrasaba un día, se desesperaba. Mientras el cocinero le escribía la respuesta, ella lo miraba con sus ojillos verdosos, le miraba la mano, la pluma sutil con que escribía las palabras que le dictaba. Pero ¿maese Nitto escribía justamente como ella le dictaba? No. Un día se lo había dicho:
– ¡Para nada se escribe como se habla! Pero se comprende lo mismo.
Desde entonces, la señá Lidda no tuvo ya paz. Y cuando decía: – que no se preocupe por mí, que soy pobre, pero me sustento. Nenè está bien y crece. ¡Te bendigo, hijo mío! – alargaba el cuello moreno, arrugado, apretando un poco los labios como si quisiera instilar su pensamiento en la carta. Y siempre añadía:
– ¿Ha escrito justamente así: te bendigo?
¡Pobre hijo! ¡Con todo el corazón, tu madre, que está lejos, te bendice!
Y se quedaba mirando hasta que el cocinero cerraba el sobre amarillo con la dirección impresa – se lo mandaba el hijo todas las veces – y al echarla al buzón le quedaba siempre la duda de que el cocinero no hubiera escrito lo que ella le había dictado.
Nenè crecía despacito, un poco paliducho “como todos los hijos sin madre”, decía la misma señá Lidda con angustia. Y poco a poco comenzó a corretear por un tramo de la calle, detrás de la abuela que lo espiaba y, apenas lo veía cansado, se inclinaba, alargaba un brazo y se lo ponía en el pecho. Y Nenè, para no pesar – ya comprendía tanto – le rodeaba con sus bracitos el cuello. Luego, al crecer un poco más, llegó hasta Buscardo completamente solo. Entonces, la señá Lidda comenzó a respirar. Menos cuidados, menos molestias. Se levantaban muy temprano, cerraban la puerta, y con una hogaza en la cesta y dos lechugas se mantenían hasta la noche. Por la noche la señá Lidda hacía que el niño, que era delicado, tomara un huevo o una papilla de pasta para que no se fuera a la cama con el estómago vacío. Ella se tomaba la sopa solo el domingo, aunque algunas veces, de noche, se sintiera mal por la debilidad.
En una carta el hijo le hizo saber que se había casado con una de Patti que en América trabajaba como planchadora. Se disgustó bastante la señá Lidda; ahora, con la nueva familia, ya no pensaría más en la vieja. Pero, paciencia, al menos el pequeño que, cuando creciera sería un apoyo, permanecía con ella. Y suspirando le dictó al cocinero:
– … y bendigo también a tu nueva mujer. Pero no te olvides de tu madre, que es pobre.
Lo que había pasado había pasado, y era inútil afligirlo con reproches. Al regresar a casa, llamó a Nenè con mayor ternura de la habitual. Solo él le quedaba; la nuera, muerta… el hijo, en América, sin esperanzas de volver a verlo…
¿¡Quién sabe si al menos no mandaría algo esta vez que casi se lo había pedido!? Y esperó con mayor apremio del habitual que acabara el mes, era el mes de los muertos, para tener una respuesta. La Navidad estaba cerca. En cinco Navidades no había mandado nada. Pero esta vez, quién sabe. Se había casado, decía que ganaba mucho… Y lavando le repetía a Nené, que, en cuclillas sobre una piedra, jugaba con las piedrecitas de la orilla:
– En Navidad haremos una gran fiesta. Papá te mandará una cosa bonita.
No se engañó. El último día de noviembre llegó la carta, y en la carta había tres grandes billetes, de los que la anciana señá Lidda no había tocado nunca en su vida. ¿Tenía que decírselo a maese Nitto, ahora, para que la envidiaran y le echaran el mal de ojo? Lamentó más que nunca no saber leer; pero tuvo que decírselo a la fuerza. Escuchó la carta con el corazón suspendido. Era más larga y afectuosa de lo habitual. Pero conforme el cocinero leía con su voz uniforme, los labios de la señá Lidda se adelgazaban y perdían el color. Hubo un momento en que se apoyó en la pared, al parecerle que la casa le bailaba a su alrededor. Y cuando el cocinero terminó, le rogó con voz temblorosa:
– Léala de nuevo, maese Nitto, habrá un error.
No, no había ningún error. Había leído bien. Y el mismo maese Nitto, que no se conmovía nunca, dobló lentamente la hoja, lo volvió a colocar en el sobre y miró con piedad a la anciana alisándose le pequeña barba rizada.
– ¿Y ahora? – dijo finalmente la abuela Lidda con una voz que no parecía la suya.
Maese Nitto levantó lentamente los hombros y, sacudiendo la cabeza, le dijo:
– Es su hijo. No hay nada que hacer…
Pero así, ¿todo a la vez? ¿Y sin darle siquiera un mes de tiempo? Quizás el compadre Tano estaba de viaje, quizás estaba ya en el pueblo. ¿Y junto al compadre Tano no podía venir él a ver a la madre? Pedía al niño así, como si no fuera nada. ¡Olvidando que lo había criado ella, pobre vieja, con su esfuerzo, que se lo había dejado como un gatito! ¡Él no sabía qué punzada le daba, oh, hijo sin amor!, ¡oh, hijo desgraciado!
Y callaba la anciana, y en la mente se le agitaban tantos pensamientos revueltos, mirando a maese Nitto con los pequeños ojos secos: solo, al levantarse y al volver a coger la carta, murmuró:
– ¡Que se haga la voluntad de Dios! ¡Si al menos pudiera llorar!
Pero no podía. Le parecía que tenía la garganta seca atada con una cuerda.
El compadre Tano estaba en el pueblo. Pasaba con los parientes la Navidad y quería marcharse enseguida. La anciana vivió la Navidad con el llanto en el corazón; sin embargo, se esforzó y quiso alegrar al menos la del pequeño. En la comida le dio caldo de gallina y dulces. Ella no pudo tocar la comida, pero se sintió saciada solo viendo comer a Nenè con tanta alegría. Le compró un caramillo y un carrito de madera. Le lavó toda la ropa, remendó aquí y allá donde había una rotura, pegó un botón donde faltaba, y luego, elegidas las piezas mejores, hizo con ellas un hatillo; estaban las camisitas de franela, los zapatitos nuevos, el vestidito de fiesta, el primer vestidito de hombre que le había costado tres coladas…
En el hatillo puso también el hábito de la Madonna delle Grazie – que decían que allí estaban sin religión – y por último añadió también el caramillo de la Navidad, para que el pequeño se acordara de la abuela lejana. ¡Pobre pequeño, quién sabe si lo cuidarían como ella lo había cuidado! Luego esperó que el compadre Tano viniera a cogerlo. Vino la noche de Santo Setefano; una noche gris como el plomo: se asomó a la puerta, arrebujado en la capa negra, con el sombrero flexible sobre los ojos:
– ¿Está listo, comadre Lidda?
La abuela Lidda le extendió sin hablar el hatillo; tenía miedo de abrir la boca porque las palabras le saldrían sin regla. Luego cogió al niño en los brazos.
– Cúbralo bien.
Entonces buscó el mantón nuevo de color, que no se había puesto nunca. Envolvió al niño, de tal modo que se le veía solo la carita roja y los ojitos negros y avispados, como un gorrioncito.
Le besó las mejillas, con un beso muy fuerte que sabía a llanto. Pero no lloraba. Se lo puso en los brazos al compadre, que lo cogió con delicadeza porque comprendía la pena de la abuela. Solo cuando vio que el hombre se giraba, con el hatillo debajo y el niño en la capa, gritó:
– ¡Compadre Tano, se lo encomiendo!…
Y se quedó mirando, con las manos huesudas en los cabellos grises desordenados por la tramontana.
Fue de allá para acá durante dos días, por las habitaciones vacías; sin saber qué hacer, rogándole a Dios, que se lo había quitado todo, que le quitara también la pobre vida inútil. Luego, al tercer día, cogió la cesta y se dirigió a Buscardo. Y miraba al suelo, y le parecía que sentía en su mano la manita de Nenè. Estaba aún de viaje, seguramente, y hacía tanto frío. Pero le había dado su mantón, menos mal.
Una mujer la miró, y le dijo a Nino, el carretero, que pasaba:
– La señá Lidda parece aturdida hoy. Va como un cuerpo sin alma.
Soplaba un viento que azotaba las carnes. En Buscardo era todo gris y el agua estaba helada. No había nadie lavando, porque todos tenían miedo del frío. Pero la señá Lidda no sentía nada. Con una piedra rompió el agua helada y comenzó a lavar. Las manos se le entumecían y no lo sentía. Permanecía inclinada sobre la piedra pulida, sin lavar la ropa que había mojado.
Pensaba: ahora que ya no tenía necesidad de lavar, ahora que el pequeño viajaba aún en el vapor, en el mantón nuevo. Quién sabe si el compadre Tano lo atendía… Ella no se lo había encomendado…
Por la noche, Nino volvía en su carro, con la cabeza envuelta en el mantón, fustigando el mulo para no helarse. Al pasar por Buscardo sucedió que miró hacia la orilla donde había algo que parecía un cristiano que yacía. Atónito y curioso, fue a ver de cerca y se persignó, al reconocer a la señá Lidda boca abajo, muerta sobre la piedra pulida.