La hora que pasa
Las niñas salían ruidosamente recogiendo los cuadernos en las carteras. Rosalía esperó que se fueran todas y, finalmente, se puso el sombrero, se lio la bufanda alrededor del cuello, cogió de la mesa un periódico y salió fuera, al corredor aún lleno del ruido infantil roto por risas y pequeños gritos.
Quedaban solo las maestras que se despedían:
– Maria… Vincenzina…
– Adiós.
– Hasta la vista…
– ¿Vienes?
– Sí.
– ¿Y tú?
– Voy con Marietta.
– ¿Y Rosalia? ¿Vamos juntas? – dijo la maestra de segundo.
– No – respondió Rosalia -. Espero a mi padre
– ¡Hoy se retrasa!
– Paciencia.
– Entonces, adiós.
– Adiós.
Oyó un paso pesado en el suelo de madera, desde el corredor de las clases masculinas. Se estremeció, girándose. Una cabeza calva se asomó a una puerta entreabierta:
– ¿Señorita?
– Tome el periódico – respondió Rosalia con voz conmovida.
– ¿Le ha servido?
– Sí. Un poco la didáctica.
La puerta se abrió y el profesor Mirtoli pasó al corredor de las clases femeninas inclinándose ante Rosalia y mirándola. Ella se ruborizó, bajó los ojos, y se ajustó la bufanda alrededor del delgado cuello.
– ¿Qué me dice? – le preguntó Mirtoli en voz baja.
Rosalia levantó la mirada y enseguida la bajó con una imperceptible sonrisa que quería decir que sí.
– Gracias… finalmente… – dijo Mirtoli. – Entonces, ¿voy… a saludar a su padre?
Rosalia se estremeció. Luego dijo:
– Dentro de un momento sale la clase de quinto.
– Es verdad. Hasta la vista.
¡Si la viera su madre! Rosalia se acordó de la inquietud que había manifestado un día su madre al saber sobre la visita del director que se había detenido largo y tendido para observar sus cuadernos de clase. También ella había heredado ese fiero sentimiento de honestidad y la excesiva timidez. Y siempre, una palabra, un saludo intercambiado con un extraño, la habían turbado. Pero hoy la cosa era diferente. Muy diferente.
– Rosalia – oyó que le decían -. Perdona, si he llegado tarde…
– No es nada, papá. Unos pocos minutos de diferencia – y siguió a la pequeña figura del padre.
En la calle hacía sol, un buen sol de invierno que reconfortaba, y había poca gente.
En el trabajo se habían retrasado, luego con la madre, en casa, había discutido.
– Pero nada, papá…
– Ya sabes, mamá… Mamá y yo hemos discutido…
Sentía una gran necesidad de decir lo que había pasado, y miraba a la hija que caminaba con la cabeza baja, con el pensamiento muy lejos de la casa. La miraba repitiendo las mismas palabras, hasta que Rosalia se sacudió y preguntó:
– ¿Qué te ha pasado con mamá?
– ¿Sabes?… Ha escrito Filippo, de Palermo.
– ¿Eh?
– Ha escrito. Pide una pequeña ayuda, para fin de mes…
– ¿No tiene su sueldo, ahora? – interrumpió con voz dura Rosalia. El viejo, sorprendido ante ese tono insólito, se cohibió.
– ¿Sabes?… Es poco… Y al principio. También tu madre se ha irritado. ¡Dice que yo le estropeo los hijos! ¿Comprendes? Que yo le estropeo los hijos…
– Tienes razón, papá… El sueldo es pequeño, es verdad. Da asco – añadió con voz resignada – porque después de tantos sacrificios, después de tantas privaciones, parecía que ya era el tiempo de terminar con ellos. Hemos confiado en que una vez licenciados… Nos parecía una liberación. ¡En el mundo no solo existen ellos!… No lo digo por mí. ¡Sino por Maria! ¡Por las otras!… Basta… Los ayudaremos aún. Además, ahora tu sueldo es suficiente. Te han subido el sueldo…
– Ya, me han subido el sueldo. Espero pronto dejar intacto el tuyo, Rosaliuccia. ¡Después de tantos años de trabajo!… Pero por ahora…
Se decía siempre por ahora, y siempre era el mismo caso.
Habían llegado. Rosalia, que pasó delante, fue rápida al comedor. La madre, generalmente, trabajaba sentada delante de la ventana con los pies hinchados sobre un taburete. La mesa estaba preparada, Maria, en la cocina, preparaba la comida. Besó a la madre antes de quitarse el sombrero, como de costumbre, y la madre sonriendo le preguntó por la escuela y quién había venido y si había visto a la directora. Pero Rosalia respondió brevemente y fue enseguida al dormitorio a cambiarse.
Incluso ese día no podía decir nada. Hacía mucho tiempo que no tenía largas conversaciones con su madre. Se sentía hostil hacia todos, incluso hacia Maria, que trajinaba del alba a la noche; y no lograba explicarse de dónde le venía ese cambio para mal y por qué no encontraba ya todas las atenciones que antes tenía con los suyos. ¿Quizás porque en casa comenzaban a sentir menos necesidad de ella? ¡Menos necesidad! Sin embargo, Prospero y Filippo pedían ayuda. Sin embargo, había deudas. Había estrecheces.
Pero no. No existía la necesidad de una vez. O al menos quería convencerse, quería desterrar toda duda, todo remordimiento. Pero su conciencia estaba inquieta. Una voz interna la exhortaba a no abandonar la familia.
¡Cuántos años de trabajo, cuántos sacrificios había soportado! Toda su juventud sacrificada por la familia había pasado sin que ni siquiera un único pensamiento egoísta la hubiera enojado, ni un pensamiento impuro la hubiera enturbiado. Siempre había trabajado alegremente por sus hermanos esperando con la confianza de una madre verlos situados, pareciéndole esto el sueño más hermoso, la recompensa más gloriosa de sus esfuerzos. Siempre había animado a los demás; y las parcas comidas le habían parecido verdaderos almuerzos, y había llevado los vestidos de seis años atrás con el mismo placer que si hubieran sido nuevos. Pero desde hacía un tiempo no sabía ya de dónde sacar nuevas fuerzas. Su ánimo estaba trastornado, se sentía inquieta, algunos días, inquieta hasta el extremo de sufrir. Y mirándose en el espejo, antes de salir, le subía hasta los ojos la amarga añoranza de la juventud fuerte y serena, de la que comenzaba a percatarse solo ahora que poco a poco se iba con la dulzura de la mirada, la lozanía del cuerpo, la frescura de la tez. La casa parecía demasiado grande, demasiado fría, y a veces la asaltaba una sorda irritación contra la enfermedad de la madre y la eterna tristeza de Maria. Sentía un vacío a su alrededor, como alguien que ha perdido algo vital. Y cuando estaba encerrada en la escuela, entre sus niñas, que entre una clase y otra gorjeaban como paros carboneros,[1] la asaltaba con violencia unas ardientes, insaciables ganas de aire libre, de cielo abierto.
Mirtoli… En su vida apagada, había brotado una vez más la apagada figura de Mirtoli que, desde hacía tantos años, le ofrecía un corazón fiel con esa carota redonda y la cabeza calva, una casa cómoda y un buen sueldo.
Había respondido que no, siempre que no. No le despertaba simpatía, no le despertaba antipatía, pero no podía aceptar, como no había aceptado a quien de verdad le había llenado de amor el corazón pero que no había vuelto más.
Mirtoli, sabiendo que los hermanos de Rosalia estaban situados, había ido de nuevo tras ella, aproximándose más. Y Rosalia, perdida en esa triste hora de abatimiento, creyendo que ese caballero, con su afecto tranquilo y fiel, era verdaderamente lo que le faltaba, finalmente había aceptado.
– También Prospero ha escrito – suspiró el viejo al volver a acompañarla a la escuela. – Las oposiciones no son hasta noviembre. Hasta entonces, esperará aquí. Quiere volver.
Rosalia callaba.
– Estoy cansado, Rosaliuccia – añadió con dolor.
– Tienes razón, papá. Pero has situado a tus hijos.
– ¡Situado! ¡Pero si estoy diciéndote que Prospero vuelve, y que para volver necesita dinero! Y luego serán las oposiciones, el viaje a Roma. ¿Y si las oposiciones fallan? ¿Y la letra con Mincuzzi que vence en septiembre? ¿Y la hipoteca de la casa?… ¿Y la cuenta con Li Gregni? No acabaremos nunca.
– Así es exactamente. Nunca acabaremos.
El viejo se metió las manos en los bolsillos y la miró turbado. Rosalia, que siempre lo había animado, estaba por primera vez abatida.
– Rosalia, qué mala suerte la nuestra…
Rosalia callaba. Más que nunca había vuelto a entrar en la miseria de la familia, en esa miseria dignamente celada, incurable. ¿Cuándo cesaría la necesidad del momento?
¿Y María? ¿Y las hermanas pequeñas, y los padres ancianos?
La invadió una sorda irritación contra todos, contra sí misma especialmente; porque le pareció que no era precisamente ella, con su voluntad, la que reclamaba los derechos de la vida, sino otra persona, fundida en la suya, que miraba con implacable deseo una vida diferente.
Entró en la escuela sin mirar al padre: pero al girarse, viéndolo alejarse encorvado y desanimado, sintió un intenso remordimiento. Hubiera querido poder volver atrás para decirle una palabra de consuelo, una de esas buenas palabras que, pobre viejo, hacían que le brillaran los ojos con lágrimas, tras las gafas empañadas.
Pensamientos muy tristes la tuvieron ocupada toda la mañana, mientras explicaba sin ganas las lecciones; en el gran mapa de Italia colgado en la pared, sus reflexiones hicieron un largo y doloroso camino. El sonido de la campana le pareció una liberación, y mientras las niñas se agolpaban en la salida, se apresuró a ponerse la bufanda y el sombrero. Esperó con impaciencia, con las piernas temblándole, delante de la puerta; se despidió de las compañeras que recorrían el pasillo, con los ojos fijos en la puerta grande de las escuelas masculinas.
Finalmente, el esperado se asomó; ella lo llamó con una señal de la cabeza; y cuando Mirtoli, con las mejillas arrugadas por una feliz sonrisa, estuvo cerca, ella le dijo con voz firme:
– No le diga nada a mi padre. No puedo.
El buen Mirtoli alargó los brazos abriendo los ojos.
– ¿Y… lo que dijimos ayer?
– No puede ser, señor Mirtoli.
– ¿Por ahora?
– No sé. No, nunca – añadió con una melancólica sonrisa. – Ha sido una estupidez.
– ¡Pero señorita! Pero yo… pero usted…
– No, no, no puede ser. Usted sabe que tengo tres hermanas menores, y yo soy un poco su madre. Váyase. Viene mi padre.
Mirtoli se alejó con la cabeza baja. El viejo se acercaba, y escrutando a la hija con sus ojos claros y honestos le preguntó:
– ¿Qué quería?
– Nada, papá. Le he devuelto un periódico de la escuela. Vamos.
Y siguió a la encorvada persona del padre, sujetándose la bufanda sobre la boca cerrada, porque, después del esfuerzo hecho para parecer tranquila, las lágrimas reprimidas le oprimían la garganta. Sin embargo, en su corazón no quedaba ya dolor, sino solo una plácida melancolía.
[1] Una clase de pájaro: Parus major. En italiano, Cinciallegra.