Después de las serenatas
El difunto Cola Burgio le había dejado a Melina, que era su única sobrina, todos los muebles, así como se encontraban, con la obligación de dejar que la viuda los disfrutara mientra viviera.
Pero Melina y la madre, con la excusa de cuidar y acompañar a la vieja, vigilaban la casa – la madre se quedaba allí todo el día, la hija venía por la noche y se iba por la mañana – por miedo a que don Tanu y don Vincenzo, los sobrinos de la anciana, hicieran desaparecer algunos enseres y quizás, ¿quién podía fiarse?, algún mueble.
La anciana se sentía más tranquila desde que se habían venido a la casa esos pos pedazos de hombres graves y mesurados que por la noche daban una vuelta por la casa, registrando cada rincón, y echaban el cerrojo de la puerta. Solo así podía dormir segura, y solo así podía soportar la compañía de esas benditas mujeres que no la dejaban sola y en paz ni un minuto.
Melina dormía al lado de su cama, en su dormitorio, y los sobrinos en la habitación contigua, casi detrás de la puerta. Algunas veces en la noche, se oía un trémulo acorde de guitarras allí en el callejón y luego se elevaba una voz alta y sonora:
Bella, avanti ‘sta porta nun ci stari
Ca l’òmini di pena fai muriri;
Li capidduzzi toi nun li ‘ntrizzari
Facci ‘na scocca… [2]
Entonces, don Tanu, abriendo furioso la ventana de par en par, se asomaba en pijama e injuriaba a los músicos:
– ¿Os vais? Sangre de…
Las guitarras callaban, don Tanu cerraba la ventana; y poco después la serenata proseguía entre las risotadas de los jóvenes:
Chisti canzuni li cantu pi ttia
Li cantu pi dispettu di li genti,
Chiddi chi n’hannu raggia e gilusia.[3]
– ¿Os vais? ¡Santo y santísimo…! Palabra de honor que os tiro una jarra de agua.
Melina tendía un poco el oído bajo las sábanas y escuchaba con la boca en la almohada para que no la oyeran reírse.
La anciana dormitaba; ya, ella oía poco desde hacía muchos años. Cuando las vecinas le contaban riendo lo sucedido, se hacía la cruz y le agradecía a la Virgen que le hubiera inspirado meter en casa a esos dos caballeros que, al menos, eran de su sangre.
¡Quién sabe qué locuras haría esa lechuguina todo el santo día si luego venían a encontrarla ahí abajo con serenatas! En su casa enseñaba a bordar por una lira al mes, e iban muchas jóvenes. Y las vecinas decían que cuando hacía buen tiempo estaba con el balconcito abierto de par en par, y que bajo el balconcito había un continuo ir y venir de gandules que no daban golpe y con la gorra torcida.
La vieja no podía soportarla, a esa intrusa que se creía que había venido a ocupar el sitio de su hija muerta. Y se encomendaba a todos los santos, con todas las jaculatorias que sabía, cuando ella tocaba un objeto que había tocado o usado la muerta.
– Jesús María, dadme paciencia – mascullaba cuando veía que la muchacha llegaba con la blusa azul y los cabellos castaños voluminosos como un globo, ni que fuera una señorita.
Era su cruz; y esos cabellos, además, la fastidiaban bastante, porque Melina quería siempre alisárselos ante el espejo, y ella, el espejo quería tenerlo cubierto con un trozo de paño; en él se había mirado su hija y no tenía que mirarse nadie más. Y tenían siempre la misma escena: Melina, quitando el paño, y la vieja, volviendo a colocarlo con cuidado.
– Mientras esté viva – repetía – lo tengo como me parece… Ay, Cola Burgio, Cola Burgio – suspiraba luego alejándose del espejo – ¡Paz a tu alma, que era muy buena! ¡Pero me has dejado un hueso duro de roer!
La señá Peppa, la madre, tenía más prudencia; la hija, ninguna. Por la noche, en la cena, después de sentarse todos fuera con los vecinos, se divertía encolerizando a don Tanu. Era feliz y se reía hasta llorar, sin respetar la edad, cuando lo veía resoplar como un viejo gato. Don Vincenzo era más mesurado, y no le respondía nunca con palabras, sino con gestos de desprecio.
Tras la cena hacían las paces. Melina, que estaba entre la madre y la anciana, daba una vuelta e iba a ponerse a la espalda de don Tanu.
– ¿Me guarda rencor? – decía con su voz clara y dulce que parecía música. Don Tanu sacudía la cabeza gris con aire de paciencia.
– Don Ta´, hagamos las paces. No he querido ofenderlo. ¿Cómo puede irse uno a la cama así? ¿Y si hay un terremoto?… ¿tenemos que morir con este enfado?
Y se reía mostrando los dientes blanquísimos, y con la boca le reían también los ojos, que eran a veces claros, a veces, oscuros. Don Tanu acababa estrechándole la mano, siempre hundiendo la cabeza, y las paces estaban hechas; a no ser que se recomenzara después un poco por una tontería cualquiera. Si acaso don Tanu decía “La noche está hermosa”, Melina respondía: “Está fea”.
Lo que le sucedía era que no podía aguantarlo, y, sin embargo, tenían que estar juntos, porque cada uno miraba por sus intereses. Si Melina tenía sus muebles, los hombres tenían la casa y toda la lencería, que no era poca, y cien onzas de oro. Esas mujeres serían capaces de hacer que desapareciera cada cosa poco a poco; ya la anciana ni oía ni veía casi, ya fuera por la edad avanzada, ya fuera por ese continuo pensamiento de la hija muerta. Se hacía cada vez más pequeña, doblaba cada vez más la cabeza sobre el pecho. Melina y la madre pensaban:
– Un poco más, y podemos retirar a nuestra casa los muebles.
Pensaban los sobrinos:
– Un poco más, y somos los dueños.
La anciana una mañana no se levantó. No podía. Don Tanu fue por el médico, y Melina se quedó con la madre asistiendo a la enferma. ¡Nada de escuela de bordado!
La puerta permanecía cerrada, e incluso las ventanas. Melina salía al callejón solo para comprar la leche, y se detenía a respirar un poco de aire, con la excusa de informar a las vecinas. Ni se oían ya serenatas.
Todos estaban preocupados. Quizás la anciana no se levantaría más. ¿Qué harían cuando se muriera? ¿Retirar inmediatamente los muebles?… ¿Y el respeto al luto? ¿Dejarlos unos días?… ¿Y quién podía quedarse a guardarlos en esa casa de hombres?
¿Qué harían con la casa vacía? ¿Y qué iban a hacer con todas esas cosas sin casa? Don Tanu y Melina no discutían ya, y preparaban la sopa, ella, suspirando, él, hundiendo la cabeza.
Una noche de junio, la señá Peppa le dijo a don Vincenzo:
– Necesitamos una sábana buena y la manta de seda.
Don Vincenzo abrió el baúl con una gran llave y cogió la manta y la sábana que olían a espliego. Arreglaron la cama de la anciana, y luego abrieron la puerta y las ventanas. Traían el viático, y el callejón estaba todo lleno del canto de los hombres y de los muchachos que seguían al sacerdote con la sobrepelliz blanca. Las vecinas se arrodillaban a su paso, y alguna lloró; pues la muerte le oprime siempre el corazón a quien se queda, y la anciana, además, había sido buena vecina y ahora moría así, paciente y tranquilamente como había vivido, en una hermosa tarde de verano, mientras el aire era fresco y olía a heno.
Tenían que llevársela por la mañana. Don Vincenzo velaba en el dormitorio, con la cabeza descubierta, sentado inmóvil en la claridad de las velas encendidas. Las mujeres y don Tanu estaban en la habitación contigua, mudos, absortos cada uno en sus propios pensamientos.
¿Qué hacer con la casa sin muebles? ¿Y con los muebles sin casa?
Melina debería pensar en serio en trabajar; en este mundo no se vive de serenatas, y si incluso alguno de los que se las daban se ofreciera como marido era gente que no valía nada. En esto, ni Melina ni la madre habían pensado antes, y ni siquiera los dos sabihondos habían considerado que con los muebles se irían las dos mujeres, quienes tenían la casa limpia como un espejo, conocían todas sus maneras, y en mayo hacían para don Tanu el sofrito de habas y guisantes como pocas sabían hacerlo.
– Si tú le dices que se quede, Melina se queda… – masculló don Vincenzo al hermano, que pensaba confusamente en su edad, en los rizos de la muchacha, en los jovencitos de las serenatas… Y así, como si hubieran hablado antes de ello, se pusieron de acuerdo con la señá Peppa, en voz baja, entre frecuentes suspiros, mientras la muchacha en el dormitorio hacía un lío con sus cosas.
Durante el año de luto, solo la seña Peppa cuidó de la casa. Don Tanu veía a la novia por la noche, mientras todos juntos tomaban algo en la habitación de trabajo, pues las alumnas de Melina se iban al anochecer. En junio se casaron. No hubo necesidad ni de hacer el ajuar, porque la anciana, además de su lencería, había dejado intacto el de la hija muerta.
En el callejón no se oyeron más serenatas. Las noches de verano se sentaban todos en círculo con los vecinos, hablaban bajo la farola, y siempre era Melina la que hacía que se oyera más alta su voz, que era dulce y que parecía música. Luego entraban en casa. Don Vincenzo echaba el cerrojo de la puerta, y Melina, bostezando, volvía a hacer la cama, en la que se juntaban la camita que había sido suya y la de la anciana muerta.
[2] Hermosa, ante esta puerta no te quedes / Pues a los hombres haces morir de pena / Los cabellitos tuyos no los trences / Hazte un moño.
[3] Estas canciones las canto por ti / Las canto por despecho de la gente / Para que sienta rabia y celos.