La cruz
Don Peppino Schirò no era como los demás: tenía muchos libros, leía el periódico de arriba abajo, y sabía latín tan bien, que les daba clases a los muchachos del instituto.
– ¡Si hubiese continuado!… – solía decir al final de la cena, mientras la hermana, tras quitar la mesa, volvía a ponerse a zurcir.
– Si yo hubiera continuado… – y moviendo la cabeza gris se quedaba con la mirada fija en el péndulo que oscilaba – como si el péndulo le murmurara, tic tac, tic tac, lo que habría hecho si hubiera estudiado – mientras por su cabeza, un poco pesada con el buen vino de Vittoria, pasaban y volvían a pasar lentamente todos los grados y todos los cargos que habría podido ocupar.
Lo de ser una persona importante, tener un título, un diploma, había sido siempre su sueño. Tal vez se habría contentado con tener la licenciatura como don Mimì, ¡que la tenía bien a la vista en un marco dorado!
… En cambio, no, él solo tenía el título de secundaria; un pobre título que quedaba, sí, bien en el salón, entre una cornucopia y una bailarina, de papel, pero que no era la adecuada recompensa de toda su formación.
En casa estaba bien, en el casino era respetado, no tenía deudas… Casi se podría llamar feliz… Pero el lamento de haber sido un oscuro empleado de archivo, pero la atormentada y tenaz esperanza de ser nombrado caballero, no lo dejaban estar bien; justo como un convaleciente que se resiente de las secuelas de una larga enfermedad.
A menudo, ojeando L´Ora – tirado en la otomana en la que había descansado su abuelo, en la que había dormido su padre – repetía en voz baja:
– Caballero… Caballero Schirò…
¡Qué hermosura!
Un tiempo, cuando tenía todos los cabellos, había pensado en ello intensamente, cavilando sobre el medio para conseguir esa condecoración, él que no ocupaba ningún cargo.
Sin embargo, cuando nació el príncipe heredero, encargó a Palermo un frasco de tinta de China y una hoja de papel de pergamino, y luego se encerró en casa. Durante dos días apenas pensó en comer y en dormir: con el diccionario de latín delante, construía pacientemente una oda al príncipe. Y la hermana, pasando de puntillas por delante de la habitación del hermano – ¡esa bendita casa tan pequeña! – mandaba a callar a los muchachos que venían a las clases.
– Volved más tarde. Le está haciendo una canción al príncipe.
Apenas el recadero le trajo el papel y la tinta, se puso a copiar imitando la escritura antigua del misal del padre Taliento; y, una vez terminada, hubo un aire de alegría por toda la casa, como si fuese Pascua.
Todos sus conocidos estaban enterados de la oda latina: los muchachos lo habían pregonado, don Peppino había faltado al casino dos tardes y luego ¡había vuelto con un aire tan extraño! Querían leerla a toda costa. Don Peppino se defendió calurosamente, todo conmovido por el gran deseo de dar a conocer su propia cultura:
– Pero ¿os parece?… ¡Es una estupidez!… La he hecho, pero no la mando.
En cambio, se la enseñó a cada amigo aparte, en total secreto; y ante cada uno que la leía, retenía la respiración espiando el efecto.
Don Mimì, que era licenciado, le dijo que era bastante hermosa y que el rey lo recompensaría.
– ¡Por esto! – respondió don Peppino con el aire más indiferente, mientras el corazón le bailaba en el pecho. – No lo he hecho con un fin. Ha sido el ímpetu lírico, justo como digo aquí, en la segunda estrofa…
Tras haberla enviado, ya no tuvo sosiego; estaba distraído mientras daba las clases y, en la otomana, se quedaba un rato con el periódico en la mano sin leerlo: las palabras le bailaban ante los ojos; cada palabra se volvía una cruz, una crucecita de oro…
Y cada tarde, pasando por correos, preguntaba con la voz más tranquila que podía:
– ¿Hay cartas?
– Nada.
Y regresaba con la cabeza baja, con el bastón colgado tras la espalda, entre las manos entrelazadas.
– Se necesitarán meses – le decía a la hermana para consolarse a sí mismo – en modo alguno va directa a las manos del rey…
Pasaron los meses, muchos meses de vana y tediosa espera. Luego, ya no esperó. Se había terminado, justo terminado, sin una línea de agradecimiento.
Sin embargo, cuando murió la emperatriz de Alemania, quiso intentar componer una elegía. Y la inspiración le llegó espontánea también esta vez, porque su ánimo estaba triste, y llorando a la emperatriz, lloraba también su primera esperanza desvanecida. No se lo dijo ni siquiera a la hermana; y suspirando anotó el gasto del pergamino con un signo de inteligencia que quería decir tirada, o más o menos. Luego esperó sin entusiasmo, pero con una ansiedad que hizo que estuviera tres meses de mal humor.
La elegía fue su último trabajo literario; pues le quedó una profunda aversión por ese bendito latín que lo había engañado de tan mala manera. Y la cruz quedó como un melancólico sueño suyo. No había deseado otra cosa, él, y se imaginaba qué felicidad habría sido presentarse una tarde en el casino, ya tarde, cuando estaban todos, y decir como si nada:
– Sabéis, me han nombrado caballero…
Por suerte nadie sabía su tortura: de lo contrario, ¡quién sabe hasta qué punto se habrían burlado de él! Por ello, alguna vez, a propósito de condecoraciones, él se había apresurado a decir, moviendo la papada y mirando al suelo con los ojitos vivaces:
– Yo a esta hora, si hubiera querido, me habrían nombrado caballero cien veces… Pero yo, no… Es humo, eso es, es humo…
Y miraba de reojo al caballero Cartelli, por miedo a ofenderlo. Era un asunto delicado salvar su amor propio sin herir el de los otros.
El verdadero apuro de don Peppino fue la llegada del tío de don Lillo, del honorable Costarini, que estaba ausente del pueblo desde hacía veinte años. Don Peppino obtuvo una entrevista a solas; confiando en ese rostro sereno de ojos indulgentes, habló con el corazón abierto de su sueño y de las odas latinas.
– Naderías – le dijo el diputado estrechándole la mano –, basta con decir una palabra allí, y tendrá la cruz.
A don Peppino le parecieron mil años para que el honorable volviera a la capital, y luego volvió a esperar el correo. Fue un doloroso despertar de la vieja esperanza casi dormida.
– Un diputado – le decía a la hermana siguiéndola por todas las habitaciones mientras ella barría y hacía las camas – no se compromete si no está seguro de lo que dice.
– Yo – respondía la buena criatura que temía una desilusión, sobre todo porque don Peppino padecía del corazón – no me afanaría demasiado. Si termina como las canciones…
No quería oír que se lo decían; y cuando por la tarde recibía una carta, corría bajo una farola a mirar si traía el sello de Roma, y esos pocos pasos desde correos hasta la farola los daba con toda la sangre en la cabeza.
– No escribe. – comenzó a decir – No escribe…
– ¡Ya te lo decía yo! – suspiraba la hermana – Tranquilízate y piensa en vivir…
¡Fue una verdadera contrariedad la llegada del honorable Costarini! En el casino todos supieron de su larga y callada espera, y él se convirtió en el alegre tema de cualquier discurso, la nueva ocasión de las pullas y de los chistes. Don Mimì lo llamaba caballero, quitándose el sombrero, y el barón Barbarella le prometía una cruz de oro.
Y él se defendía débilmente, como un niño, sonriendo para demostrar que era superior a esas tonterías, que sabía llevar las bromas.
Pero la víspera de la fiesta de los Gesanti [9] se la montaron gorda: don Lillo fue a su encuentro a la puerta del billar y le comunicó gravemente que el tío había respondido que lo había contentado, mientras todos los amigos lo rodeaban felicitándolo festivamente.
Por un momento se lo creyó; palideció, estaba a punto de dar las gracias, pero cuando vio claro que se habían burlado de él, sintió un vuelco en el corazón por la humillación.
Reían, todos con el rostro encendido. Él se puso el sombrero y buscó la puerta que no encontraba.
– No pondré aquí más el pie… – balbució con voz ronca – toda broma tiene sus límites.
El barón Barbarella intentó detenerlo:
– Pero don Peppino… bromeábamos…
– No. Me voy. Es demasiado, es demasiado…
Y volvió como quien ha bebido. Se metió en la cama. Lo veía todo rojo y las paredes le bailaban a su alrededor. La hermana, consternada, aturdida, llamó al médico y encendió una vela ante la imagen de San Sebastián. Estaba rojo, congestionado, y toda la noche tuvo los ojos cerrados bajo el turbante mojado que goteaba en su frente árida.
Solo hacia el alba, cuando la vela se hubo consumido ante la imagen, se sintió mejor. El día siguiente a la fiesta, y en la habitación en orden, toda fresca de limpieza, entraba el buen sol de septiembre.
Parecía calmado y sereno; tanto, que la hermana se animó, y también el médico aseguró que pronto podría levantarse.
Y el enfermo sonrió y respondió con bromas. Pero apenas se quedó solo, mientras la hermana miraba cómo pasaban los Gesanti, se sintió de improviso muy afligido y muy dolorido. Pensó confusamente, con dolorosa melancolía, en la propia vida despilfarrada como las dos hojas de pergamino, en la humillación de la tarde anterior… pero, incluso pensando así, la vocecita le susurraba insistente al oído, con la música de la procesión:
– Caballero Schirò… Caballero Schirò…
[9] Voz siciliana: Gigantes.