Bajo tutela
En el casino no se hablaba más que de la señora que había venido a hospedarse en la posada de Sciaverio, que era italiana y se llamaba Klepper; unos decían que era de Patti y que se había casado con un alemán, otros, que era una tal Mincuzza de Naso que había recorrido toda Italia liándola bien. Hablaban de ella con jactancioso descuido, pero por la mañana, paseando por la balconada del casino que daba justo frente a la fachada de la posada, acechaban para ver si la señora se asomaba. Por la tarde, los jovencitos iban tras ella; y muchos ancianos, incluso los que no hacían una caminata desde hacía años y años, avanzaban lentamente hasta la Capillita para ver a la señora Klepper que daba larguísimos paseos – se decía que hasta la estación – con la cabeza alta y la cara sonriente, toda vestida de blanco, de modo que parecía una estatua.
Algunos subían a la posada con la excusa de hablar con Sciaverio y de saludar a los oficiales, y podían verla de cerca. Siempre por curiosidad, – decían los ancianos levantando los hombros – así como un entretenimiento, se entiende…
Pero Bobò Caramagna, que se pasaba la vida en el casino, escuchaba con avidez los comentarios y los sobreentendidos de los ancianos que perdían la cabeza. Él, como si el casino no le bastara, escuchaba cómo hablaban de ella las hermanas, que veían a la señora Klepper a través de las persianas y se quedaban encantadas con sus vestidos pomposos y vaporosos, y escuchaba hablar al tío quien, al final del almuerzo, discutía con la mujer si la señora Klepper estaba pintada o no, si estaba arropada o no, y que no conseguía nunca persuadir a la mujer ni a sí mismo. Bobò no tomaba parte en los discursos y en los comentarios, un poco porque nadie le habría prestado atención, un poco porque para él, la señora Klepper era una belleza que nunca había visto, que igualmente no habría sabido soñar; y siguiéndola hacia el Calvario, hasta donde los otros no llegaban, la encontraba cada día más bella, especialmente si la comparaba con las jovencitas del pueblo, que se encontraban los domingos, con sus caritas demasiado pálidas o demasiado coloreadas, con los cabellos lisos que caían sobre su frente apenas hacía un poco de viento. La señora Klepper, al pasar entre ellas, – tan alta, bien hecha, con los cabellos rizados y con el pecho y las hermosas caderas ceñidas en el vestido blanco que la modelaba como a una estatua – era una maravilla. Cuanto más la veía Bobò, más se atontaba y rehuía a los amigos, cavilando solo, triste y taciturno, algún modo para conocer a la señora. Y entretanto la seguía desesperadamente, esperando ser visto, mirándola con los ojos arrobados y sonándose la nariz con el pañuelo arrugado: pero la señora Klepper no lo veía. Una mañana se decidió a escribirle una nota que pensó incluso perfumar con esencia de rosa de las hermanas; una nota en la que echó todas las frases que le vinieron a la mente, leídas quién sabe dónde, en que – comparándola con un hada, con una diosa, con una flor, con una nube blanca que debía, sin embargo, conmoverse y deshacerse sobre él, que era la roca árida y sedienta – pedía piadosamente una mirada.
Y por la tarde se detuvo en el chalet a esperar la mirada; pero la señora Klepper pasó delante de él sin verlo. ¡Para morir!
Sin embargo, siguió yendo tras ella, ese día y otros muchos más, solo como un loco, con el rostro amarillo, y a la vuelta de cada paseo iba a tirarse sobre un diván del casino, en un rinconcillo medio a oscuras, para escuchar cómo hablaban de la señora Klepper.
Una tarde la siguió lentamente, más allá de la estación, donde la carretera, bajo las colinas yermas, se prolongaba ancha y desierta; caminaba lentamente y cuando ella se giró para volver, él continuó otra decena de pasos y al volver la encontró quieta mirando con los impertinentes el mar lejano encajonado entre los montes; al tener que pasar ante ella y al encontrarse en el campo, se acordó de que podía quitarse el sombrero.
– Bonjour, monsieur! – oyó que le respondía.
Bobò, que habría dado la vida por detenerse, al no haber mejor ocasión que esta, avanzó despacio.
– Usted – dijo la señora mirándolo con los impertinentes – debe de ser el sobrino del barón Caramagna.
– Sí, ¡para servirla! – respondió Bobò con voz ronca, parándose de golpe como una marioneta.
– He sentido hablar de usted en la posada de Sciaverio. Es hermosa esta vista – añadió la señora – y hermosísimo el pueblo. Lástima que seáis tan huraños. Las señoras salen poco.
– Sí. Salen poco.
– No hay modo de conocer a nadie. Es un aburrimiento mortal. ¡Si hubiera al menos una biblioteca, periódicos!
– Si quiere libros… – dijo Bobò con un tono de voz como si hubiera hecho un descubrimiento. Y se metió rápidamente las manos en los bolsillos; pero, pensando que no era un gesto de persona educada, las sacó enseguida mientras la señora le decía:
– Sí, sí, querido monsieur Caramagna. Traedme las novelas que podáis. Pero yo me equivoco al trataros de vosotros cuando les hablo a las personas. Disculpe. Es una costumbre que cogí en París.
– ¡Oh!, ¡no lo crea! ¿Ha estado en París?
– Sí, también en París, durante muchos años. Mi pobre marido era pintor, establecido en París. Entonces, os espero mañana – añadió dándole la mano – au revoir.
Bobò, despedido, se alejó lleno de turbación y de felicidad. En la cena comió poco; al día siguiente – tras haber esperado con impaciencia que el tío se decidiera a irse a la cama para la siesta de mediodía – fue a hojear en el estudio y arrastró hasta su habitación una decena de libros de Werner y de Ohnet, y luego, una vez elegidos tres o cuatro entre los ilustrados y los que le parecieron más impresionantes, se dirigió a la posada.
Volvió al día siguiente para llevarle las primeras violetas a la señora Klepper y al llegar a casa se encontró al tío encolerizado:
– Aquí tenemos al héroe del día, al babuino que galantea con mis libros, y que es el hazmerreír de todo el pueblo. ¿Te parece que estás solo y libre como para romperte el cuello?
Y ahí fue un terrible rapapolvo que Bobò recibió sin respirar, como si no fuera con él, esperando el momento adecuado para escabullirse, y preguntándose cómo se decía “vestida elegantemente” en francés.
Seguía yendo cada tarde a la posada, y a la vuelta da cada visita corría a casa a hojear la gramática francesa para no caer en dislates y con el miedo a no haber ya caído mientras hablaba con esa señora que era tan instruida. Y le llevaba libros y flores, flores y libros, creyendo que hacía algo agradable e intentando continuamente el modo de decirle lo que sufría y sentía por ella; pero cuando le parecía que lo había encontrado, entonces la señora, como si lo hiciera aposta, saltaba con una pregunta, con una observación que le desbarataba las frases preparadas.
En la posada pasaba largas horas que le parecían minutos, angustiado por la propia timidez y por la belleza de la señora Klepper; muy a menudo ella tocaba horas seguidas para él, que, en pie al lado del piano, volvía las páginas en el atril a una señal de los ojos, todo turbado, con la mirada ávida fija en ella, en su cuello desnudo, en sus manos blancas, en su pecho que se levantaba y se bajaba con una respiración ligera mientras la música, que no entendía, lo aturdía de hecho. Después de tocar, la señora Klepper se despedía diciéndole que era la hora de la cena, y él salía, excitado, descontento y conmovido sin ver nada delante de él; una de estas tardes tropezó con el tío en las escaleras.
– ¡Virgen mía! – balbució despertándose, mientras el tío le aferraba una oreja, apretándolo fuerte entre el pulgar y el índice poderosos:
– ¡Canalla! ¡Sal!
– Aquí no, tío – encontró el valor de decir Bobò, doblando la cabeza hacia la oreja aferrada. – Haz conmigo lo que quieras, pero en casa. ¡Por favor!
La voz era suplicante, y el tío puso las manos en los bolsillos, pero regresó también él.
Y en casa fue el infierno, el diluvio; las hermanas se encerraron en la habitación para no oír las malas palabras que gritaba el tío asestándole bofetones, a pesar de que la mujer le suplicara que lo dejase, que no lo mortificara de ese modo.
Y esta vez, si volvía a poner el pie en la posada lo habría encerrado en el colegio, a costa de perder todo el patrimonio por ese animal – voceaba el barón – ¡por ese muñequito que daba que hablar a todo el pueblo! ¡Qué infierno! ¡Qué infierno!…
Bobò se fue a la cama sin cenar, temblando de fiebre y aturdido por ese griterío; sin embargo, en la cama se quedó con los ojos bien abiertos que le brillaban como los de un gato.
Ya tarde, sobre las once, cuando las hermanas dormían y el barón había vuelto al casino, subió lentamente la tía, pálida como si hubiese llorado, a pedirle, acariciándole los cabellos, si quería tomar algo.
– No – respondió Bobò con dureza.
– Alma mía, no seas así. El tío tiene razón, no hay nada que decir. Déjalo, hijo mío. Deja a esa mujer, que es una mala cristiana. ¿No ves que los libros no los ha devuelto? Tú eres un niño, ¿y haces estas cosas? Desde hace un mes esto es el infierno por tu culpa. ¡Hazlo por tus hermanas!
La tranquila luz de la vela y la voz, dulce y triste, de la tía fueron para Bobò poco a poco como una caricia de la madre que no tenía ya; y comenzó de improviso a sollozar, con la cabeza bajo la manta, llamando:
– ¡Madre, madre mía!
La tía le acarició dulcemente los cabellos revueltos, y se quedó en la habitación, hasta que lo vio dormirse, remetiéndole las sábanas como a su niño.
Pero al día siguiente – como si la calle lo atrajera – Bobò, por la tarde, se dirigió al Calvario; cerca de la Capillita descubrió a la señora Klepper, quien le sonrió, derecha bajo la sombrilla blanca, con una sonrisa que hizo que se desvanecieran todas las penas y todas las amenazas. Bobó se quitó el sombrero profundamente, buscando una palabra que decir, una palabra sustanciosa. Pero no encontró nada, justo nada, y rojo hasta las orejas, al no ver sino toda esa blancura cegadora en el sol alto, con los ojos ávidos, estáticos, murmuró:
– Comme vuscette belle, matame…
Y tras haberlo dicho, temiendo haberse equivocado, no se atrevió a mirar a la cara a matame, y se precipitó a desempolvar el banco con el pañuelo. Pero la señora Klepper, siempre sonriendo, le dijo con su voz tranquila:
– Hace demasiado sol aquí, mon enfant. Más adelante encontraremos un poco de sombra.
– Es verdad -. Y Bobò, a la derecha de la dama, se dirigió moderando su propio paso, mientras las piernas temblorosas querían correr y correr, mientras todo su cuerpo estaba estremecido.
Se sentaron a la sombra, y mientras Bobò pensaba y pensaba qué podía decirle, cómo podía decirle lo que no había podido decirle durante todo ese mes, callaba oprimido por su mismo silencio y por el arrepentimiento del tiempo que pasaba. La señora Klepper, sonriendo, le preguntó de improviso:
– ¿Estás triste, pequeño Bobó? Sé que tienes muchos disgustos en casa.
¿Quién había hablado? ¿Sciaverio quizás?
– No. ¿Por qué? – dijo orgulloso.
– Ah, ¿no? Creía.
Bobò comprendió que esa era la ocasión oportuna, hablando de sus propias penas, de manifestarle sus sentimientos, y se mordió los labios por no haberlo comprendido enseguida; pero se repuso.
– Sí – dijo con decisión – es mi tío. No quiere que la vea, señora. Mientras yo, señora… – y con voz temblorosa – mientras yo…
– Mira, – dijo de improviso la señora Klepper con voz alegre, señalando con la sombrilla hacia la colina – ¡Tu tío!
– ¿Eh?… ¿mi tío? ¡Justo él! Entonces es mejor que no nos vea juntos, señora. Pensará mal de nosotros, de usted. Disculpe. ¡Hasta la vista!
Y se levantó tendiéndole la mano a matame, quien continuaba mirando la colina con los impertinentes sin prestarle atención, y luego se alejó muy rojo, con los ojos llenos de lágrimas y las piernas temblándole, con un mundo de pensamientos que lo torturaban; llamándose estúpido, imbécil, lamentando que la señora había considerado mal su huida; y aun llamándo-se imbécil, corría siempre por ese maldito miedo a que lo viera su tío.
Pero el tío, que montaba su hermoso alazán, giró tras la colina y se detuvo ante la señora Klepper, mientras el caballo piafaba mucho; bajó y sonriendo le estrechó la mano enguantada que ella le tendió, intercambiando algunas palabras.
Y el pequeño Bobò, tirado en un banco del chalé, esperaba ver que volviera a pasar matame, con el corazón negro por la infelicidad.