Los huéspedes
Lucia había apuntado la aguja y miraba afuera, completamente absorta en el largo gorjeo de las golondrinas que pasaban en bandadas negras y veloces por el cielo azul. Aparte del cielo y de las casas que, con sus techos rojizos y musgosos, parecían prolongarse hasta las montañas cenicientas, no se veía nada más.
Pero en ese aire tibio de abril que le hacía que le latiera más rápido el corazón mientras el cuerpo estaba dulcemente extenuado por una insólita blandura, Lucia soñaba con los prados verdes e infinitos, y pensaba en un largo camino blanco, entre dos hileras de plátanos, que había visto una vez, tanto tiempo atrás.
Llegaban de la habitación contigua los habituales pequeños rumores fastidiosos de la frecuente aspiración de tabaco, de un hojear de periódicos, de un tamborilear de los dedos sobre la mesita, y frunció un poco la frente. ¿Desde hacía cuántos años estaba así su padre? Casi no lo recordaba ya sano y derecho.
Oprimida por el silencio y por el aburrimiento de esa somnolienta tarde, habría querido al menos moverse un poco por la casa, pero no tenía adonde ir. A la habitación grande del enfermo, donde las ventanas estaban siempre cerradas y la madre trabajaba asiduamente, no quería ir; las otras habitaciones deshabitadas y el salón frío y medio oscuro – con sus cuadros al óleo, tristes y espantosos, las campanas de cristal sobre las flores de papel y los moros de terciopelo pardo con desmesurados ojos blancos – no la invitaban. Quedaba la cocina; a menudo entraba con la excusa de vigilar – porque allí se estaba bien y las ventanas daban al campo. Pero si Turiddo, Lisa y Nena estaban reunidos charlando, armando jaleo, ante su aparición callaban de improviso, poniéndose a trabajar, restregando los cobres, o barriendo con furia, aún todos rojos y animados. Y esto le disgustaba, porque sentía más fuerte que todo a su alrededor se volvía frío y grave cuando ella se acercaba. Su cara pálida, un poco pecosa, con grandes ojos marrones, parecía siempre triste; y triste era el vestido pardo que llevaba desde hacía ya tres años por la muerte de un tío. Ese color pardo no lograría quitárselo ya, porque entre tantos viejos parientes, cercanos y lejanos, le tocaba renovarlo debido a una nueva muerte cuando había acabado de llevarlo por otra reciente.
Ese día no había querido entrar ni siquiera en la cocina porque, al pasar por delante había oído tan alegres y puras risas, que le había parecido una lástima interrumpirlas. Pero esperaba más impaciente que nunca que algo nuevo ocurriera; que al menos alguien llamase a la puerta, quizás Nina, la tejedora, que sabía tantas extrañas y espantosas historias de espíritus: una criatura cualquiera, para oírla hablar. Porque le daba mucha pena que los días acabaran todos iguales, tan silenciosos. Y conforme los tejados se enrojecían con el cercano crepúsculo, veía que se acercaba la noche, una noche como todas las otras. Entonces dejaría el bordado, y luego ayudaría a la madre a empujar al enfermo, en su silla de ruedas, hasta el comedor, donde Lisa encendía la luz, esa luz que cada noche se reducía un poco.
Luego llamaba el tío Nicolino que venía a jugar una partida con el hermano. El tío Nicolino, grande y gris, que hablaba poco, pero ese poco lo pronunciaba como sentencias; y cuando acababa de jugar, esperando que llegase el criado a recogerlo, callaba con las manos en las rodillas girando un pulgar sobre el otro, en un movimiento habitual que llenaba sus largos silencios. Ella y la madre trabajaban en una colcha blanca interminable.
Lucía no había retomado aún la aguja, cautivada por la gran luz rojiza y naranja que incendiaba los tejados musgosos, cuando en el cuartito, ya medio oscuro, entró la madre:
– Oh, Lucietta – dijo, – Bitto ha traído una carta de tu tía.
– ¿De la tía Fifina?
– Justo. Llega mañana a mediodía.
– ¡Mañana a mediodía! – exclamó fuerte Lucia ruborizándose de placer.
– Bajito. No se lo he dicho aún. No tengas miedo. Se lo diré esta tarde cuando esté Nicolino, a quien le da alegría ver a la hermana.
Y pasaron a coger al enfermo. Lucia, animada y temerosa, empujó el sillón con mayor garbo de lo habitual ante la mesa del almuerzo, mientras Lisa moderaba la llama de la luz que, como siempre, se reducía un poco.
Don Mariannino estaba de malhumor y comenzó a tamborilear con los grandes dedos sobre el mantel rojo y negro. Lucia volvió a trabajar espiando ya la cara de su madre con el temor de descubrir en él su misma pesadumbre, ya la del padre esperando que se tranquilizara. Apenas entró el tío Nicolino, doña Peppina dijo:
– Hoy ha escrito Fifina.
Don Mariannino comenzó a barajar las cartas como si no hubiera oído; pero el hermano miró a la cuñada, indicando que quería saber.
– Creo que viene… con su marido.
– Cartas – dijo don Mariannino indicando con la cabeza que había entendido.
Siguió un largo silencio.
– Baraja – advertía de vez en cuando don Mariannino echando una carta.
Y Lucia suspiró de alivio, porque cuando ganaba se podía esperar algo bueno.
– ¿Tienen que venir? – preguntó el viejo mirando ceñudo a la mujer, cuando hubo terminado la partida.
– Parece que sí. No he leído bien.
– Dame – . Y leyó para sí lentamente la breve carta que le acercó la mujer, mientras el hermano con el ancho mentón sobre el pecho esperaba girando un pulgar sobre el otro.
– Esta tiene la intención de quitarme la paz – masculló el enfermo pasándole la carta al hermano – ¡tendremos la casa patas arriba durante una buena semana!
Lucia, con las manos húmedas por el nerviosismo, respiró con alivio.
Y al día siguiente pasó las horas de espera preparando, muy feliz, la habitación para los tíos, pasando de puntillas junto a la del padre para no hacerle sentir ningún fastidio con los preparativos.
Fue una alegría barrer con las ventanas abiertas la habitación llena de sol, y ayudar a desempolvar y a mullir los colchones; y todo de prisa por miedo a no terminar a tiempo, y repitiendo:
– ¡Rápida, Lisa, si me encontraran así! – Y se reía también ella, finalmente, mientras con el agradable trabajo las mejillas se le coloreaban y los cabellos castaños, así echados para atrás y desordenados, parecían más suaves y más brillantes:
Al final, con gran cuidado, preparó la cama con la ayuda de Lisa, que era joven, rápida y chismosa.
– ¡Oh, qué bonitas sábanas! – exclamaba chasqueando la lengua.
– Calla, que mamá no lo sabe.
– ¡Es que la señora solo quiere usar las cosas de diario!
– Es justo, para todos los días. ¡Pero para la tía Fifina! Piensa, Lisa, ¡qué hermosa señora!
– ¡Oh, sí! Pero no es menos gentil vuecencia.
– ¿Qué tiene que ver, Lisa?… No hay comparación – corrigió Lucia sacudiendo la cabeza.
– ¡Pues sí! ¡Ya quisiera verla si llevara la vida de su tía! “Viste elegante, que pareces noble”. Ella siempre en movimiento, ella va a Roma, a los baños, al campo, vestida por las mejores costureras, ¡como una extranjera!… Vuecencia, siempre encerrada entre cuatro paredes… ¡Ya quisiera verlo yo! Pero cuando tenga esposo… ¡Eh! Un maridito guapo, rico y cariñoso como su señor tío… Quién sabe, entonces, las lindas sábanas se sacarán…
– ¡Estás loca, Lisa! ¡Qué tonterías estás diciendo! Vete, charlatana, mientras yo les pongo las fundas a las almohadas, ve a coger la alfombra de mi habitación.
Y sacudió la cabeza pensando que ella nunca tendría el marido que le auguraba Lisa. ¿Quién podía olvidar la ira de don Mariannino cuando la tía Fifina se casó, y el rencor que sentía desde entonces, después de tantos años, por el tío Giovanni, el forastero?
Miró la habitación y se complació viéndola toda fresca y arreglada, y, velados los postigos, corrió a peinarse los largos cabellos y a vestirse. Y luego tuvo que esperar mucho tiempo antes de que Turiddo gritara desde el portón: – Ha llegado la señorita –, y la tía Fifina estuviera en casa con sus maletas y las tres sombrereras y su risa gentil que parecía una campanilla.
La tía Fifina encontró a su única sobrina un poco macilenta; e insistió para que dejaran que se la llevase a Palermo.
– Tenemos desde hace tres años un pequeño chalé en las Falde. Un paraíso. Y tú vendrás…
Lucia, aturdida por todas esas palabras, confusa y feliz, no lograba responder nada excepto repetir: – Está papá… no querrá…
– Está papá, está papá – exclamó una tarde la tía Fifina – como si estuviese el Padre eterno. Se respeta al padre, y Dios sabe si he respetado al mío. Pero lo justo… ¿Quieres estar también tú en una silla de ruedas? Ahora voy.
– Ahora, no, por favor. A esta hora lee el periódico, y no podemos molestarlo.
– Tú, a callar.
Y con su ímpetu corrió hasta el hermano, mientras Lucia, aturdida, se encomendaba a todos los santos. Los oyó pelear, oyó hasta la voz de su madre, y luego oyó que la llamaban. Con las rodillas temblándole, entró también ella, mientras la tía Fifina le decía al oído:
– No te encojas, ahora.
El enfermo le preguntó mirándola con cólera:
– ¿Tú quieres ir?
– Como usía quiera.
– ¡Tonta! – murmuró la tía. – Apresúrate. Di lo que tú quieres hacer.
– A mí… me gustaría – respondió Lucia con la garganta llena de lágrimas, evitando esa mirada severa –, pero siempre si a usía no le disgusta.
El viejo hundió la cabeza y no respondió nada, aspirando lentamente una toma de tabaco. Las tres mujeres esperaron un rato la respuesta.
– Entonces – dijo la tía Fifina airada –, se vendrá con nosotros una semana. La traeremos de vuelta nosotros mismos.
Y salió, dejando al hermano murmurando algo que no se entendía.
– Pero así – decía Lucia en la sala – ¿sin permiso? No, no.
– ¡Si esperas el permiso!
– No, no, me arruinaría el placer.
– ¡Y entretanto te divertirás!
– ¿Y mamá? No, no. Tú no sabes cómo se encoleriza cuando se le contraría.
Y huyó al dormitorio a llorar como una loca, desesperadamente, como si todo hubiera acabado para ella, porque todo se le negaba así, poco a poco, continuamente.
Al atardecer, cuando estaba tan abatida, con la nariz roja y los párpados hinchados, vino a buscarla la tía. Estaba triste también la tía esa tarde.
– Me parece – dijo lentamente – que vuelvo atrás seis años. En esta casa la vejez nos pilla antes de tiempo, por contagio. También yo llevaba esta vida de agonía. Pero yo tenía más valentía que tú. Y luego, que Dios lo bendiga, Giovannino me ha sacado de los problemas. Era una estúpida como tú, como las otras. Pero él me ha abierto los ojos. Me parece que estoy viviendo solo desde hace seis años. Verás – exclamó sonriendo – ¡te mandaré yo un maridito como es necesario!
Pero Lucia, que no podía hablar aún, indicaba que no y que no con la cabeza, mientras lágrimas más gruesas que las primeras corrían por sus mejillas enrojecidas.
– No llores. Si justo quieres un permiso voy a hablarle de nuevo…
– No es esto – dijo Lucia con un gesto vago, levantando los hombros.
– Pero, dime, alma mía – le rogaba la tía de nuevo pensativa – ¡dime por qué sufres, qué piensas! Confía en mí. Muchas veces, cuando se es una muchacha como tú, se sufren penas fantásticas. Yo lo sé…
Pero por mucho que hablara y rogara, Lucia no dijo ni una palabra, aunque el corazón lo tuviera oprimido y la tía le inspirara una cierta confianza; porque ella no se había confiado nunca con nadie, y los tristes y melancólicos pensamientos no se los había confesado ni siquiera a su madre, pareciéndole que nadie podría comprenderlos.
Se marchaban. La tía Fifina había ido a visitar a los Barbagallo, y Lucia, esperando en el dormitorio, iba observando, admirada, una a una las baratijas que se amontonaban en la mesita de noche y en la rinconera, cuando entró el tío.
– Quédate – la invitó cortésmente, viéndola confusa. – ¡Mirabas sus fruslerías! Mira cuánto dinero me hace gastar esta pispa…
Y acariciándose los bigotes, con la cabeza un poco inclinada, la miraba con sus ojos que, cuando observaban, parecía que se clavaban mirando el alma.
– Has hecho una tontería al no querer interrumpir este aburrimiento -añadió después.
– Yo no me aburro – respondió dignamente Lucia, como para defenderse del examen de esa mirada.
– ¿De verdad? Bien, no hablemos más de ello. Oh, toma un pequeño recuerdo de nuestra visita, ya que te gustan tanto estas tonterías – y tras elegir un florero azul, se lo ofreció.
– Gracias – dijo Lucia conmovida por tanta cortesía a la que no estaba habituada, avergonzándose de su propia torpeza. Luego, de improviso, quiso marcharse, pero no se atrevió a decirlo. Sentía una extraña turbación dentro de sí, le parecía que hacía algo incorrecto quedándose en el dormitorio, sola con el tío, mientras extraños, confusos y malos pensamientos la asaltaban, haciéndole ruborizarse como si el tío hubiera podido leer su alma agitada.
– Me voy – dijo con decisión.
– Oigo a Fifina en las escaleras – respondió el tío que estaba guardando los objetos en las maletas – la saludaremos mejor aquí.
– ¿Volveréis otra vez? – preguntó Lucia con sinceridad.
– Quién sabe. Tu padre no se muestra muy alegre con nuestras visitas.
– Pero ¿y nosotros?
– Ah, está bien. Por ti vendremos.
La voz del tío era grave, y Lucia sintió un gran vuelco en el corazón porque en su insólita agitación, esas palabras le parecieron que querían decir otras cosas que solo ella entendía. Se tranquilizó cuando vio finalmente entrar a la tía Fifina.
– Me he cansado, sabéis – dijo entrando – ¡y además hay niebla! Don Mommo te saluda – añadió, y entrelazando las manos alrededor del cuello del marido y obligándolo a inclinarse, lo besó en las mejillas como si no lo viera desde hacía tiempo.
Lucia sintió que le giraba la cabeza, mientras los ojos se le nublaban. Sentía un fastidio insoportable, y ese fastidio se lo daba la tía Fifina. Finalmente bajó, tanto más que los tíos habían comenzado a hablar animadamente, en voz baja, como si estuvieran solos.
Colocó el pequeño florero sobre el mármol desierto de su cómoda; y esa fruslería que en el dormitorio de la tía Fifina parecía tan gracioso, sobre ese mueble parecía perdido, fuera de lugar, como un botón dorado sobre una mantilla.
Cuando oyó el piafar de la carroza salió al saloncito. Una gran niebla lo oscurecía todo; Turiddo llevaba las maletas. Los tíos fueron a saludar a los dos hermanos, que estaban ya reunidos; la tía Fifina besó conmovida a la cuñada y a Lucia, que no lloraba. El tío Giovanni le estrechó la mano casi de prisa, dándole las órdenes a Turiddo. Estaban un poco conmovidos, pero alegres por la partida. Finalmente, bajaron y se oyó cómo se alejaba ruidosamente la carroza sobre el empedrado irregular.
Lucia quiso ir de nuevo al dormitorio de los tíos, para reencontrarse otra vez con no sé qué calidez y alegría que faltaba en todo el resto de la casa, y que pronto faltaría también allí; y le pareció, en el crepúsculo gris y nublado, que velaba todos los objetos, que volvía a oír de nuevo el sonido de un pequeño beso.
La llamaban. Entró, un poco pálida y distraída, en el comedor donde los hermanos ya habían empezado la habitual partida, y la madre estaba ya sentada trabajando en la colcha blanca, como cada tarde, como siempre, como si la llegada de los tíos hubiese sido un sueño de una tibia noche de primavera.