Página dedicada a mi madre, julio de 2020

Ti-nesciu [10]

El abogado Scialabba, en sus tiempos, había sido el mejor del pueblo, tanto que lo llamaban “el abogado” sin más. Pero desde que la mujer había muerto, y Nina Bellocchio – tras haberse comido incluso su viña – lo había plantado como a un perro, incluso su buena suerte había comenzado a abandonarlo. Sostenía, de cuando en cuando, alguna pequeña causa, y cuando debía sostener una sentía que se tranquilizaba y se preparaba grandes peroratas ampulosas; pero apenas llegaba al tribunal, entre los colegas jóvenes que lo picaban y los jueces que fruncían el ceño para no reír, entonces perdía el hilo de las ideas – un hilo demasiado débil para ideas demasiado graves – y comenzaba discursos deshilvanados, amontonando frases cien veces repetidas, mientras el abogado Millone le hacía una caricatura sobre la portada del Código. Sin embargo, se presentaba asiduamente en el tribunal, completamente arreglado, con el cuello deshilachado pero limpio, y las delgadas mejillas afeitadas: era una costumbre que no conseguía dejar, como la de hablar siempre en italiano, hasta con la hija y con los campesinos.

En invierno, y para él el invierno comenzaba en octubre, llevaba un gabán verdusco, y apenas le parecía que volvía el verano, se ponía de nuevo sus famosos pantalones de color gris hierro, larguísimos y estrechos, que le estaban ajustados en el empeine, y la chaqueta negra limpiada cada estación a fuerza de gasolina. Para hacerle resignadamente compañía, en su triste y mísera vejez, se había quedado la hija; y él, para darle al menos una distracción, la llevaba cada tarde a lo largo del paseo; subían hasta la pérgola, y sentados en un banco, con el viento o la humedad, o al claro de luna, se quedaban un rato, mudos, inmóviles y tristes, hasta que la pérgola se quedaba desierta.

Liboria, dado que vestía con bastante modestia, prefería salir por la tarde, a la luz incierta de las farolas; aun así las señoritas más ricas del pueblo encontraban modo de reírse observando la pluma negra de sus cabellos que permanecía fielmente ya erguida, ya doblada a la derecha, ya doblada a la izquierda, en verano y en invierno, o por una cinta que ya se convertía en un lazo o ya se transformaba en un cinturón. Pero Liboria, que paseaba impasible con su pluma y su lazo, bajaba los ojos y palidecía solo cuando veía que pasaban a su lado las señoritas Saitta o la baronesa Caramagna, las cuales, cuando salían con sombrero, parecía que llenaban toda la calle.

Paseaba animada cada tarde con la misma muda y tímida esperanza de encontrar… ¡Buen Dios!, no sabía decirse ni siquiera a sí misma qué y a quién quería encontrar; deteniendo en ello su pensamiento, sentía que se turbaba toda y llamaba a su fortuna, a su porvenir, a lo que esperaba tan vagamente. ¿Tal vez uno en el pueblo, incluso un forastero, al verla siempre tan tranquila, tan modesta, no pensara casarse con ella? No era nada fácil, bien lo sabía, que en estos tiempos no hay nadie que se case con nada, pero – les insinuaba ruborizándose a la señora Filippa y a la señora ´Ntonia que, en las largas tardes, subían con una excusa y, bien entrando, bien apoyándose en la puerta, comenzaban ese mismo discurso que no tenía fin – pero, decía, sería preciso que se persuadieran de que una que sabe gobernar bien la casa y es ahorradora y limpia lleva la dote en las manos; ¿para qué sirven ciertas maripositas que poseen veinte e incluso treinta mil liras y tiran cincuenta por la ventana? Y señalaba tímidamente su caso, sin lamentarse nunca del padre, mientras las dos mujeres, elogiándola con grandes fiestas, terminaban llenándola de buenas esperanzas. ¡Si no estuvieran ellas! La señora Filippa siempre tenía un buen partido ante los ojos; y Liboria se privaba en su almuerzo de su vaso de vino y hacía más escasa su comida para ofrecerles algo a las mujeres.

Pero con el tiempo, lentamente, los partidos imaginados por la señora Filippa comenzaron a desvanecerse; la pluma del sombrero se desteñía cada vez más, y las ganancias del abogado se volvían cada vez más inciertas. Pero padre e hija seguían saliendo por la tarde, después del Ave María, cada vez más tristes; y Liboria, sentada en el banco de la pérgola desierta, sentía un gran peso en el corazón como de llanto que no quiere desahogarse; y en la oscuridad, las copas anchas y oscuras de los árboles que susurraban ligeramente en lo alto, parecía que murmuraban cosas tristes. Y bajando tarde por la avenida mal iluminada, sentía más fuerte la vergüenza de sus paseos. La amargura de tantos años, de toda su juventud, se convirtió en acritud, y al regresar a casa comenzó a desahogarse también con el padre:

– ¿No comprendes que soy una desgraciada? ¿Que no me queda más que tirarme al mar?

– ¿Qué puedo hacer? – murmuraba el viejo con su voz temblorosa – ¡yo ti nesciu, ti nesciu cada tarde! ¿Es mi culpa?

Y suspiraba, olvidándose de hablar en italiano. Lo oyeron una tarde, y en el pueblo lo llamaron Ti-nesciu.

No fue más al tribunal con asiduidad; comenzaron a reírse en su cara. Sostenía alguna rara causa, con pocas palabras dichas lentamente con voz temblorosa, mirando ansiosamente a los jueces y a los colegas con sus ojillos claros, un poco velados por los párpados hinchados. Obtenía unas pocas liras que le llevaba humildemente a la hija, cogiendo antes alguna moneda que iba a jugársela a la lotería. Una esperanza suya fija y lejana.

Y no tuvieron ya cada día una sopa caliente que almorzar; Ti-nesciu, bien temprano por la mañana, entraba tímidamente en la tienda de doña Mariannina para comprar una hogaza de dos monedas, explicando con voz temblorosa como si quisiera excusarse:

– ¿Sabe?… nosotros… comemos poco… Mi hija y yo solo. Mujeres en casa no tenemos ya. ¡Apenas somos dos… personas!

Y repetía las mismas vagas palabras, cansando a las criadas que se amontonaban en el mostrador, y poniendo delicadamente la hogaza en el bolsillo del gabán que ahora llevaba también en verano, un poco porque sentía mucho frío, un poco para esconder el traje.

Una mañana la panadera le envolvió dos hogazas en vez de una, sin decir nada. El abogado solo tenía dos monedas en el bolsillo y se ruborizó:

– Le he pedido solo una. Sabe… nosotros comemos poco… Sobraría…

– Disculpe la libertad, señor abogado. Lléveselo a la señorita. Y fresco… y aún caliente. ¡Mire!

Se ruborizó de nuevo el abogado; se puso cárdeno, pero bajó los ojos y dio las gracias, mientras se marchaba tambaleándose penosamente sobre sus delgadas piernas, como si le hubieran dado un bofetón.

Liboria comenzó a sacar la lencería que le había dejado su madre y que debía ser su dote; la señora Filippa salía con las finas camisas y las hermosas sábanas bajo la mantilla, y volvía con pocas monedas que entregaba dando grandes suspiros:

– ¡No puede ni imaginarse, señorita, cuántas vueltas he dado! ¡Cuando se trata de comprar lo desprecian todo!

– ¡Se lo imploro, señora Filippa!, ¡no pronuncie mi nombre! ¡Me moriría!

Un día, con la venta del último par de sábanas bordadas, se hizo un vestido rojo. Estaba mal salir vestida siempre del mismo modo; parecía más vieja, más tosca y más miserable, y necesitaba, sin embargo, que la vieran. Y con el vestido nuevo, con el sombrerucho negro plumado, salió de día al brazo de su padre, cada vez más encorvado y más pequeño en su viejo gabán verdusco. Y caminaba, tratando de mantener derecha la espalda que se le curvaba involuntariamente, con los grandes ojos inquietos en el rostro pálido y marchito, y la boca que quería simular una sonrisa, mientras en su mente se agitaban los más extraños y melancólicos pensamientos. Pero en casa, incluso desde las escaleras, se dejaba ir, su cara retomaba la habitual amarga expresión, y se desahogaba con el padre con la voz llena de lágrimas.

– ¿Es culpa mía? – respondía él. – ¡Yo ti-nesciu!

Y se les veía siempre por la calle; y detrás de todas las procesiones, a la cola, en medio de la negra ondulación de las esclavinas y de los escapularios, resaltaba el vestido rojo de la hija del abogado que parecía, como decía don Pepè, una barra de lacre. Y por la tarde, sin falta, se les veía sentados, inmóviles y mudos, en un banco de la pérgola medio desierto, donde los árboles, que susurraban ligeramente, parecían murmurar cosas tristes.

 

[10] En siciliano ´Ti nesciu` (Te saco, te llevo de paseo), aquí unido porque será a lo largo del cuento un apodo de un personaje.

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