Página dedicada a mi madre, julio de 2020

Ojo por ojo

Ciano había encargado los vestidos a Catania e incluso había establecido el día del matrimonio, cuando una tarde, mientras colocaba la mesa de trabajo y las leznas, vio venir a la señora Leprina que, después de un rodeo de palabras y después de muchos “es necesario considerar” y “solo el Papa no se equivoca”, le dijo bien claro que `Nciòcola lo había despedido porque un forastero rico la había pedido. ¡Santo y santísimo…! La señora Leprina, por fortuna suya, se había quedado cerca de la puerta entreabierta, y, al ver que Ciano se ponía rojo como un pavo, se marchó diciendo:

– ¡Usted me perdone!… ¡Pero yo tengo que ver con ello lo mismo que Poncio Pilato con el credo!

Bien para ella que supo escaparse. Ciano, tan furioso, no se habría quedado con las manos en los bolsillos; le habría dejado una señal a esa rufiana que primero había concertado el matrimonio y luego lo había frustrado como se deshace una media. Habiéndose quedado solo, se desahogó maldiciendo más que un carretero – entre dientes, sin embargo, para que no lo llamaran loco los vecinos –, injuriando los nombres de Leprina y `Nciòcola, quienes se habían servido de él como de un hazmerreír; hasta que se persuadió de que debía también ir a acostarse.

Pero tampoco en la cama encontró paz y se revolvió toda la noche, como si le dolieran los dientes, rumiando crueles venganzas, figurándose con salvaje voluptuosidad que iba a matar, a descuartizar a esa mujer codiciosa, que formaría al menos un escándalo… ¡y quién sabe cuántas otras cosas imaginó que tenía que hacer durante esa noche en vela que no acababa nunca!

En cambio, pobre Ciano, se levantó más temprano de lo habitual y se puso a trabajar con la puerta cerrada; y la tuvo cerrada tres días seguidos, por la rabia y el escarnio; y la primera mañana que salió fue a Cicè a ver la viña, para no encontrarse con los amigos. Ya, en el casino de la “Sociedad Obrera”, tenía que saberse ciertamente todo, tras tres días, y ¡quién sabe qué risotadas habría habido a sus espaldas! Luego fue a entregar un par de botas a don Pino, todo ceñudo para que no le preguntaran, pero no le dijeron nada, y se animó; tanto, que por la tarde volvió al casino con sus pasitos cortos, el pecho alto, y la gorra torcida para tener un aire que pareciera un poco mafioso. Solo el ebanista le dijo con una risita maliciosa:

– ¿Y doña Liboriedda… con un forastero?, ¿no?

– Así es – respondió Ciano encogiendo los hombros, – son mujeres… ¡Cuando ven dinero pierden la cabeza!

Y nada más. Pero aguzó los oídos toda la tarde, pues se necesitaba poco para ser, Dios nos libre, la comidilla del casino. ¡Bastaba con decir una palabra, bastaba con dejar ver que tenía miedo de las burlas! Y, para mostrar que en verdad no lo tenía, volvió a frecuentar como antes el casino, y, para no dejarse atropellar por el ebanista que tenía fama de ser ingenioso, programaba cenas, contaba chistes y, delante de la puerta, afilaba la lengua burlándose y hablando mal de todos los que pasaban. Así en el casino estaban todos alegres como si fuera Carnaval; pero él regresaba con la boca amarga.

Cuando `Nciòcola se casó, él se escapó de nuevo a ver la viña y trajo el primer moscatel al casino. Y finalmente, poco a poco, cada cosa volvió a ser como antes, como si entre Ciano y doña Liboria no hubiera habido nunca nada.

Una tarde, mientras estaban sentados tomando el fresco en la acera, se oyó tocar una campana a muerto, luego se oyó otra, luego otra. Si tocaban todas, era señal de que se había ido un rico. El dorador, metiéndose la gorra hasta las orejas, se levantó para ir a preguntarle al sacristán de la Catedral.

– Es – dijo al volver, con aire de misterio – ese forastero de doña Liboria `Nciòcola.

Todos miraron a Ciano.

– Bien le está – dijo el ebanista.

– Mejor que no la hayas desnucado – dijo el cafetero guiñándole a Ciano – ¡quién sabe el dineral que le habrá dejado!

Al zapatero le vino una idea en medio de ese toque a muerto que subía como un llanto por el aire tibio, una idea que hizo que sonriera bajo los ralos bigotes rubios; y la maduró toda la noche y todo el día siguiente, inclinado sobre la mesa de trabajo, golpeando alegremente en una bota. Solo una semana después, que le pareció un siglo, comenzó a pasear por la tarde, al final del trabajo, bajo las ventanas cerradas de `Nciòcola, esperando que lo viera a través de las persianas. Cuando encontró a la señora Leprina, la detuvo; ella tenía prisas, quería escapar, pero él la entretuvo con buenos modos, pidiéndole noticias de la viuda.

– ¿Ve? ¡Ni siquiera rencor sé tener!

Así, la señora Leprina comenzó a venir a encontrarlo al taller, pues Ciano era un buen zapatero, `Nciòcola se había quedado viuda demasiado pronto y estaba tan fresca, que no parecía que se hubiera casado, y al retomar ese negocio ella tenía que ganarlo. Pero `Nciòcola no quería saber nada de casarse de nuevo, y le repetía a la señora Leprina, que iba y volvía como una mosca borriquera, que quería guardarle luto al muerto.

– ¿Y quiere hacer sufrir así a ese pobre hombre que está vivo y sano como un clavel?, ¿y fiel como un perro? ¿Piensa en la traición que le ha hecho?

– No vuelvo a casarme. Si el señor me quería casada, no tenía que haber dejado que se me muriera ese, que en paz descanse.

– Pero ¿qué quiere hacer? ¿No ve que estaba destinado este otro? ¿Quiere ir contra la voluntad de Dios? ¿Quiere quedarse sola tan joven? ¡Mire que se arrepentirá! Quien come solo, se ahoga, doña Liboriedda mía.

Las mujeres, como decía el ebanista, reflexionan poco, y van, como las banderas, con el viento que sopla. `Nciòcola era joven, y la señora Leprina, insinuando siempre el mismo argumento, y Ciano, pasando y volviendo a pasar por el callejón, le metían la tentación en el cuerpo. Además, ese estar encerrada en casa, vestida de negro, hacía que se desviviera por el aire y por la luz. ¡Era necesario persuadirse de que los razonamientos de la señora Leprina eran sutiles! Por ello, y también para seguir la voluntad de Dios, a fin de año, `Nciòcola, en compañía de la hermana, recibió a Ciano por la tarde a escondidas y casi a oscuras; y después de esa visita, en la que no hicieron más que reprocharse y suspirar, Ciano no faltó ni una sola tarde, quedándose a cenar hasta la una de la noche, gozando de la buena compañía de la viuda, mientras la hermana, en un rincón, mascullaba el rosario. En el casino lucía corbatas y pañuelos bordados y fumaba toscanos enteros riéndose alegremente, como quien sabe lo que se hace, sin preocuparse de los compañeros, que lo picaban llamándole papanatas.

Tras seis meses de esa vida bendita, `Nciòcola comenzó a hablar del tiempo de la boda; ¡tanto!, decía para tranquilizarse el ánimo, el luto severo lo había llevado un año, y no podía estar sacrificada con el alma del muerto toda la vida; peor para quien se maravillara…  Y Ciano aprobaba. Él estaba feliz, muy feliz… incluso para no seguir viéndose a escondidas de los vecinos, como si cometieran un delito, y ¡para acabar con las charlas del casino!

Fijaron la boda para la vigilia de San Sebastián.

A principios de agosto, la viuda amasó scattati y vuciddati [11] y les mandó una gran bandeja a todos los invitados y a todos los vecinos para cerrarles la boca a los maldicientes. La vigilia de la fiesta fue a confesarse, y con la ayuda de la hermana limpió la casa; por la tarde sacó del cajón el vestido de bodas, que olía a alcanfor, y lo extendió sobre la cama grande esperando que viniera Ciano. En el vestido había un agujerito.

– La polilla – dijo la hermana, con voz lenta. Cogió la aguja, buscó hilo de seda en casa de una vecina, y comenzó a remendar con su precisión.

– Han pasado justo dos años – suspiró inclinándose para cortar la hebra con los dientes.

– ¡San Sebastián mío, qué melancolía pensar en ello! – exclamó la viuda, que estaba lustrando los zapatos.

La hermana sacudió la cabeza y dijo entre dientes: – Yo no lo hubiera hecho.

También la viuda sacudió la cabeza, pero pensando en la hermana, que al haberse vuelto beata, ciertas cosas no podía comprenderlas.

Comenzaron a llegar las vecinas y las invitadas, vestidas unas de seda y otras, de lana, y los muchachos y las muchachas que traían en las manos grandes pañuelos blancos, planchados y doblados, para llenarlos de càlia [12] y de scattati. La salita estaba casi llena; solo Ciano no llegaba, él que era tan puntual. Doña Mara del Finocchio le sugirió a la esposa que se vistiera:

– Perderemos mucho tiempo esperando a don Ciano. Y el cura está avisado para las seis.

La viuda, ayudada por la hermana y por doña Mara, comenzó a vestirse lentamente, un poco turbada. Se puso los pendientes, el collar de coral, la cadena de oro, y Ciano no llegaba. Se entretuvo un poco en la habitación, con la excusa de buscar el mantón adecuado, y finalmente, toda azorada en el vestido de color oliva con los encajes amarillentos, venciendo su agitación, entró en la sala llena y sofocante, en la que había un zumbido como si hablaran todos a la vez en voz baja.

– ¿Qué habrá sucedido? – dijo fuerte doña Gidda, viendo llegar a la esposa.

– Son las siete – dijo don Raimondo, y añadió, colocando el reloj en la cápsula de celuloide: – si quiere, voy a ver yo.

– Quizás sea mejor – respondió la viuda con un hilo de voz mirando a su alrededor completamente perdida.

Don Raimondo no volvió enseguida. Hacia las nueve, cuando la mayor parte de los invitados se había despedido murmurando, y la viuda, ya desvestida y arrodillada en la habitación, ante el cuadro de la Virgen, le pedía perdón al alma del marido, don Raimondo entró en la salita donde se habían quedado tres o cuatro vecinas y, secándose la frente con su pañolón rojo, dijo:

–  … ¡Ese puerco! Ha huido. ¡Se ha ido a Reitano con Nina la Cicoriara!

 

[11] Dulces sicilianos. El primero con masa de harina y almendras; el segundo (bucellato en it.) va relleno de higo, chocolate, almendra, nueces, etc.

[12] Garbanzos tostados

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