Página dedicada a mi madre, julio de 2020

El recuerdo

La madre, pobrecilla, se las ingeniaba trenzando serones y espuertas, pero el poco dinero que sacaba por ello no era suficiente ni para el carbón. Quien mantenía la casa era Vastiana, que desde el alba hasta la una de la noche se esforzaba siempre, encontrando buena cualquier ganancia. Por una hogaza les amasaba el pan a las vecinas, entretenía a los niños de doña Mena, y lavaba algunos cestos de ropa que no acababan nunca, contentándose con un poco de harina, una fanega de habas, ropa usada.

“Gallina que camina, vuelve con el gaznate lleno”; raro era el caso en el que, tras salir, regresara con las manos vacías. Todo el tiempo que le quedaba libre hacía punto, con una ligereza endiablada, como si tuviese una máquina en las manos; de modo que, al final de la semana, se encontraba siempre algún par de plantillas que vender. Al menos no se morían de hambre. Y Vastiana, que no esperaba vivir mejor, nunca se quejaba, y trabajaba tan de buena gana, que todas las vecinas la querían bien.

Alguna vez, el domingo, mientras se peinaba los largos cabellos, se miraba en el trozo de espejo que tenía guardado como una reliquia, y viéndose la cara larga y sin color, los grandes ojos claros, suspiraba un poco pensando que, sin embargo, era una cosa melancólica ser tan fea, y que los muchachos no se equivocaban al llamarla lampiuni,[13] y por ello los pastores que en los días de fiesta pasaban por el callejón vestidos de terciopelo buscando zita,[14] nunca la miraban. Pero se lamentaba poco; apenas recogidos el espejo y el peine y cuidado a la vieja madre – que la esperaba para vestirse y ponerse sentada ante la puerta – se llamaba simple y pretenciosa. ¡Pues no que quería también la belleza! ¡Como si no bastara con quitarse el hambre!

En el tiempo de la siega, Vastiana le encomendaba su madre a Crocifissa – que era una anciana de la que podía fiarse – y se iba a espigar con algunas vecinillas suyas más pobres. Espigar era una fiesta – aunque regresara con la espalda dolorida –, porque traía una buena saca de espigas que luego golpeaba sola, y con una pequeña parte hacía farro, y el resto lo llevaba a moler para hacer de ello harina; y sobre todo porque tomaba un poco de aire y de sol, ella que estaba siempre en el callejón.

Un verano tenían que ir a Salamuni, y como estaba lejos y tenía que quedarse dos días, durmiendo en el cobertizo, la madre no quería persuadirse a dejarla ir. Pero Vastiana hizo y dijo tanto, que por la mañana temprano, cuando las vecinas, al pasar delante de la puerta, le gritaron:

– ¡Eh, Vastiana!, ¿vienes? – ella, que era rápida, bajó corriendo con su saca y se encaminó.

Le parecía una fiesta, en la carretera blanca y fresca; y, apenas llegó, comenzó a recoger y a recoger, doblada con la saca en los hombros, loca de placer al sentir que se hacía cada vez más pesada: no descansó ni siquiera a mediodía cuando el sol quemaba; comiscó un trozo de pan mientras continuaba recogiendo. Borracha de sol, no sentía nada, no veía más que la amarillez de los rastrojos encendidos, y se erguía un momento, miraba enseguida en la boca de la saca, como si fuera un tesoro, y sentía que se le hinchaba el corazón al pensar que eso era trigo y se convertiría en tanto pan bueno oscuro y oloroso que llenaría la artesa.

Pero cuando el cielo se puso violeta y los grillos comenzaron a chirriar, se encontró de improviso sola, lejos de las compañeras, en el gran campo segado que no terminaba nunca; miró encandilada delante, se giró en torno; solo detrás de su espalda había un cerco de piedras, arrayán y jusbarba. Se había adelantado hasta el límite de Salamuni. Consternada, llamó:

– Maruzza… ¡Eh… Maru…zza !

Le respondió el eco. Volvió a observar cada parte. Aguzó el oído, y no oyó más que a los grillos. Al otro lado del cerco estaba quieto un caballo, y se asustó más y casi se echó a correr; pero, al ver que este se acercaba, las piernas comenzaron a temblarle y se quedó clavada, gritando con voz de llanto:

– ¡Eh, Maru… zza…!

– ¿Qué haces aquí?

Voscenza benedica [15] – balbució Vastiana distinguiendo a Pepè Guastella – espero a las compañeras.

– ¿Qué compañeras?

– Hemos venido por las espigas, Excelencia.

Y dio algún paso para encaminarse hacia alguna parte cualquiera.

– ¿Tú eres Vastiana, la hija de Turi?

– Sí, Excelencia.

– ¿El que fue mi arriero?

– Ese, que en paz descanse.

– Pero ¿dónde vas? ¿Te quieres perder? ¿Te parece que Salamuni se puede atravesar esta noche? Espera, no vayas como una loca. ¿Hacia qué parte vas? ¡Hazme saber…!

Y don Pepè se rio ruidosamente mirándola por completo, mientras Vastiana se pasaba fuerte la mano por la frente sudorosa, lamentándose y batiendo los dientes como si tuviera la terciana:

– ¡Ay, mamá, si te hubiese escuchado! ¡Ha sido por el pan! ¡Por el pobre pan!

– Espera – dijo don Pepè saltando de la yegua – ven por este lado.

– No, Excelencia.

– ¡Animal! Por mi campo acortarás el camino.

– Excelencia, déjeme…

– Vale. Así de noche, ¡como una loca! Y algún guarda del campo te desnuca como a un pollito.

– ¡Mamá mía! – gemía Vastiana abatida.

– No grites y échame cuenta. Te muestro el camino. Las otras están en el cobertizo.

Era verdad. En el cobertizo. A esa hora ya habrían hervido la sopa, y no habría nadie que pensara buscarla.

– ¡Salta! – le ordenó. Don Pepè tenía una voz de mando tal, que uno no lograba contrariarlo. Sin embargo, Vastiana, con el valor que le daba ese susto desesperado, murmuró:

– Pero ¿qué tiene que ver el campo de su Excelencia con el de Salamuni?

– ¡Animal! Te mostraré el camino.

– Muéstremelo desde aquí. Dígame por qué lado debo ir, y yo caminaré hasta encontrarlo.

– ¡Pedazo de villana!, ¿así te atreves a tratar al amo de tu padre? ¿Crees que voy a comerte?

Y Vastiana, recogiéndose las faldas, se encaramó en el seto, desgarrándose las manos, y finalmente saltó al campo de Guastella. Pero una vez allí, volvió a temblar y a sudar frío como si hubiera cometido una mala acción. Don Pepè, sin prestarle atención, teniendo las bridas de la yegua, le indicó que caminara. Y Vastiana caminó de acuerdo con el paso del amo, que iba lentamente y con la cabeza baja. Cruzaron el campo segado; los guardas saludaban a don Pepè, que apenas respondía; a uno que quería acompañarlo le dijo despidiéndolo con una señal:

– Yo le muestro el camino a esta.

Y caminaban. Vastiana, mirando a la derecha y a la izquierda para descubrir el límite, estaba un poco tranquila. Pero iban por medio del campo. Descubrió, a lo lejos, la casa de Guastella y miró de reojo al amo.

– Hemos llegado – dijo don Pepè – desde la casa, por un sendero, se está a dos pasos del camino principal. Y un guarda te llevará al cobertizo.

– Que el Señor se lo pague, Excelencia.

– Antes – dijo don Pepè poniéndole una mano en el hombro, mientras Vastiana se separaba estremeciéndose – quiero dejarte un recuerdo. ¡Por mucho que espigues!… – y se rio alegremente. – ¡Tu madre no vive a lo grande!

– Aquí no llevo nada – añadió tocándose los bolsillos del chaquetón de terciopelo. – Solo tendrás que subir a la casa. Solo un momento.

– No, Excelencia – exclamó Vastiana – en la casa no puede ser.

– ¿Estás loca? ¡Todos estos villanos! ¿Qué te he hecho? ¿Qué te he dicho? ¿No basta con quiera beneficiarte? Te hago este bien así, por nada. Porque me gustas. ¿No ves que, si hubiera querido, tú estabas en mis manos?

Y Vastiana siguió al amo, sin saber lo que hacía, borracha de sol y de cansancio.

En la casa se quedó tres días; hasta la mañana en que don Pepè, poniéndole en las manos el recuerdo prometido, la mandó fuera haciendo que la acompañara un guarda. Vastiana no miró qué era el regalo; parecía encantada y  caminó junto al guarda como quien está aletargado. Se sacudió cuando oyó decir:

– Ahora puedes ir.

¿Ir? Miró con ojos de estúpida al guarda que volvía la yegua, miró la carretera delante, las primeras casas pequeñas y tiznadas colgadas en la falda del Castillo, y volvió a temblar porque empezaba finalmente a comprender. ¡Jesús, Jesús María! ¿Qué había pasado? ¿Cómo había pasado? ¿Con qué valor volvía al pueblo? ¿Qué le diría a su madre?, ¿a su madre que tenía que estar muerta de susto y de dolor? ¡Jesús, Jesús! Y le latían las sienes, y se sentía débil como si le hubieran sacado toda la sangre, y, sin embargo, caminaba; eran las piernas las que la llevaban… Como el asno de su padre, que en paz descanse, aquella tarde de la Candelora, había encontrado solo el camino, mientras el amo estaba muerto en Guastella.

Se acordó de ello de improviso, sin saber cómo; entonces su madre había gritado entendiendo la desgracia, y gritaría también ahora porque ahora había sucedido algo peor que la muerte.

Pasó las primeras casas, la fuente que susurraba en la calma, el camino del Rosario, y finalmente desembocó en su callejón con los ojos por el suelo, estrechándose en la mantilla negra. No había nadie. Solo Crocifissa que lavaba delante de la casa se irguió exclamando:

– ¿Eres tú, Vastiana?

Pero Vastiana no la oyó. Su madre aún estaba en la cama; a esa hora nadie había pensado en ella. Cerró la puerta, se arrodilló al lado de la saca y con la cara entre las manos comenzó a llorar lentamente, luego, tan fuerte, que parecía que el pecho se le iba a romper. La anciana en la cama, con los ojos espantados, repetía, pues comprendía, pues sabía:

– ¡Oh, Vastiana, Vastiana, Vastiana!

Y Vastiana lloraba con unos lamentos largos y tristes como los de un perro golpeado.

Cuando supieron que Vastiana había vuelto, las vecinas se desvivieron por la curiosidad de saber cómo había ido y qué decían la madre y la hija; todas se morían, además, de ganas de conocer lo que le había regalado don Pepè. Don Pepè, rico señor, y estrafalario, que si se lo decía la cabeza, era capaz de regalarle parte de la herencia, y si no, ni siquiera un limón podrido. Murmuraban que Vastiana tenía oro y dinero:

– Cien onzas le ha dado.

– ¿Y el vitalicio a la madre no lo contáis?

– ¡Quién lo hubiera dicho de ese adefesio!

– Sí, pero siempre es una vergüenza.

– Vergüenza o no, se morían de hambre, y ahora podrán vivir como señoras. De todas formas, con ella no se habría casado nadie.

– Mientras ahora, ¿quién sabe ? El dinero ciega.

Vastiana, entretanto, no se dejaba ver ni en la puerta, porque doña Mena la había despedido, y ninguna vecina la llamaba para amasar el pan o lavar la ropa. Y las vecinas comenzaron a entrar en casa, a buscar noticias, procurando cada una no dejarse ver por las demás. La anciana no hablaba sobre el pequeño regalo – diez onzas que enseguida se había cosido en el vestido – y se lamentaba imprecando contra los señores. No creían en ello, y espiaban la casa para descubrir la verdad; y cuando se persuadieron de que verdaderamente no había ganado nada, comenzaron unas a alejarse y otras, a aconsejar:

– ¡Tendría que daros el vitalicio! ¡Estas son cosas que se pagan caras, y vosotras lo sabéis, memas! ¡Mariannina, con don Ciccio, se ha hecho las paredes de oro!

– ¡Pero no veis! – lloriqueaba la paralítica – ¿que yo estoy aquí como un tronco? ¿Por qué se ha aprovechado, si no?  ¡Si hubiera habido alguien que le rompiera los huesos!

– Su hija debe seguir el juego. Si yo estuviera en su situación, ¡iría a decirle lo que se merece! Tanto…

Vastiana, con los labios apretados, hacía punto, se ruborizaba. Y cuando las vecinas se iban, suspiraba quitándose un peso del estómago. Pero entonces tenía que escuchar a la madre que no cesaba ni siquiera de noche.

– ¡Ojalá pudiera ir a sacarle el corazón! ¡Al menos, que nos diese otra cosa! Además, no hay nada más que perder. Te ha tirado como a un limón exprimido. ¡Maldito él y sus hijos! ¡Maldita la raza de los señores!

Pero la hija oía esa voz que le zumbaba los oídos como un moscón; volvía muy atrás en el recuerdo de esos tres días que habían huido como una mala acción soñada que deja la boca amarga y la cabeza vacía. Pensando en la casa de Guastella se olvidaba de las vecinas, de su casucha y de los lamentos de su madre; y volvía a ver a don Pepè y oía con sus oídos esa gran risotada de hombre contento. ¿Qué querían todas estas? ¿Qué quería su madre? ¿Se puede acaso arreglar la desgracia?

Su paz se había terminado. Antes, cuando por la tarde, después de haberse esforzado como un buey, se hacía la cruz, se dormía enseguida, y ahora no cogía ya sueño con tantas preocupaciones y tantas imágenes como le bailaban delante, y se avergonzaba de nombrar a la Virgen. Iba a la iglesia con las compañeras, unas la llamaban por aquí y otras la llamaban por allí, y ahora ninguna vecina la habría invitado a su casa; a los pequeños de doña Mena, que la querían bien, no habría podido ya cogerlos en sus brazos. El mal estaba hecho. ¡El mal! Sentía un vuelco de sangre en la cabeza pensando en esa palabra. Era tan fea ella, se había sentido tan desgraciada, que nunca había pensado que alguno hubiera podido quererla un poco bien. Y esa tarde, cuanto estaba cansada y la cabeza le giraba por el sol que había tomado, uno, un señor, le había dicho:

– ¿Sabes que tú me gustas?

Y esas pocas palabras habían hecho que la cabeza le girara más que el sol de Salamuni.

¿Qué querían? ¿Por qué insultaban a don Pepè? Ella lo quería bien, sí, señor, se habría dejado cortar las venas solo para darle un placer, y un día u otro lo gritaría fuerte a quien quisiera escucharlo. ¿Qué querían? Y gozaba, con gran amargura, del recuerdo de su vergonzosa felicidad, torturándose de pena y de placer. Por ello callaba. Y cuanto más se alejaban de su casa las vecinas y la madre mascullaba, tanto más callaba y recordaba ella, haciendo punto rápida porque tenía que aligerarse en este trabajo que ahora era el único que podía hacer, si no quería morirse de hambre.

Y alguien empezó a llamarla estúpida, otro, descarada, sobre todo porque se le había puesto una cara trastornada; entretanto, Nino del Castello le había hecho una canción, y los muchachos por la noche se la cantaban al claro de luna, acompañados por las grandes risotadas del borracho:

Vastiana lampiuni
Si ‘nni ju mrnilleggiatura,
Fici un jornu la signura
E turnau cchiù lampiuni![16]

      Pero Vastiana no prestaba atención.

 

[13] Voz siciliana (it. Lampione): farol. Aquí se refiere tal vez a su fealdad. Se traducirá por ahora como adefesio.

[14] Novia. Véase la nota 3 del cuento primero, Mùnnino.

[15] Saludo siciliano (literalmente: Vuestra excelencia me bendiga).

[16] ¡Vastiana, adefesio (farol) / se fue de veraneo / hizo un día la señora / y volvió más adefesio (farol)!

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