El país de jauja
Versión enero de 2022
CAPÍTULO I. LA EXTRACCIÓN DE LA LOTERÍA
Después de mediodía el sol penetró en la placita de los Banchi Nuovi, ensanchándose desde la litografía Cardone hasta la farmacia Cappa, y desde allí fue extendiéndose, subiendo toda la calle de Santa Chiara, dándole una insólita alegría de luz a esa travesía que conserva siempre, incluso en las horas de mayor movimiento, un gélido aspecto entre claustral y escolar. Pero el gran movimiento matinal de la calle Santa Chiara, de las personas que bajan de los barrios septentrionales de la ciudad, Avvocata, Stella, San Carlo all’Arena, San Lorenzo, y se dirigen a los barrios bajos de Porto, Pendino y Mercato, o al contrario, después de mediodía iba decreciendo lentamente; el vaivén de las carrozas, de los coches, de los vendedores ambulantes cesaba: era una continua fuga por el claustro de Santa Chiara, por el callejón Foglia, hacia la calleja de Mezzocannone, hacia Gesù Nuovo, hacia San Giovanni Maggiore. Pronto, la alegría del sol iluminó una calle ya solitaria. Los comerciantes del lado derecho de la calle Santa Chiara – pues el lado izquierdo solo tiene el alto, cerrado y pardo muro del convento de las clarisas -, comerciantes de viejos muebles polvorientos y de mezquinos y pobres muebles nuevos, de estampas de colores y de vivísimas oleografías, de santos de madera y de santos de estuco, almorzaban, en el fondo de sus tiendas oscuras, sobre una esquina de un mantel manchado de vino, teniendo, junto al abundante plato de macarrones, una botella de cristal verdoso, llena de vinillo de Marano y cerrada con una hoja de vid prensada. Los mozos de los comerciantes, sentados en el suelo, en el umbral de la tienda, le hincaban el diente lentamente a una hogaza de pan, partida en dos y con algún fiambre áspero, calabacines fritos y bañados en vinagre, chirivías con aliño agrio, berenjenas sazonadas con vinagre, pimienta y ajo: y el olor agudo y mantecoso del exceso de tomate que condimentaba todos esos macarrones, de un lado a otro de la calle, se unía a ese olor agudo de vinagre áspero y de vulgares especias. A los fruteros que aún pasaban con una cesta de higos, casi vacía, en la cabeza o empujando un carrito con cestas que contenían en sus fondos ciruelas moradas y melocotones jaspeados, los tenderos, los empleados y los mozos, aún con los labios rojos de tomate o brillantes por la manteca, les compraban diez céntimos de fruta para terminar su propio almuerzo; delante de la litografía Martello, cuyas pequeñas máquinas de tarjetas de visita se habían detenido, dos obreros cortaban en tajadas un melón amarillento con gravedad; mientras, en el umbral de un portoncito, dos costureritas esperaban, charlando, que pasara el vendedor de pizzas, la hogaza cubierta de tomate, ajo y orégano, cocida al horno y vendida a tres, a cinco o a diez céntimos la porción. El pizzero, de hecho, pasó, pero llevaba bajo el brazo la plancha de madera, toda grasienta, sin siquiera una porción de pizza; lo había vendido todo y se iba a comer, allí abajo, al barrio de Porto, donde estaba su pizzería. Las dos costureritas, desengañadas, hablaron; una de ellas, rubia, con una aureola de oro alrededor de su delicada cara blanca, se movió, con ese paso ondulante que pone como una nota oriental en la seducción de la mujer napolitana, y subiendo la calle Santa Chiara, inclinando la cabeza para que no le hiriera el sol en la cara, entró en el callejón de la Impresa y se dirigió hacia la negra tienda del vinatero, que también era mesonero, casi en frente del palacio de la Impresa; iba a comprar algo de comer para ella y para su compañera.
También el callejón de la Impresa se había quedado desierto, después de mediodía, cuando todos regresaban a sus casas y a sus tienduchas para almorzar, cuando el calor del verano crece y crece, y la controra – el momento de la jornada napolitana que equivale a la siesta española – comienza con la comida, con el descanso y con el sueño de las personas cansadas. La costurerita, un poco cohibida por la oscuridad de la cantina, de la que salía un ácido olor a vino, se había detenido en el umbral, haciendo señales; y miraba al suelo, antes de entrar, al sentir como el peligro de una trampilla abierta, subterránea, con la negra boca entreabierta. Pero el muchacho del cantinero se adelantó hacia ella, para atenderla.
– Dame algo de comer con pan, – dijo ella, balanceándose un poco.
– ¿Pescado frito?
– No.
– ¿Un poco de bacalao con salsa?
– No, no, – dijo ella, asqueada.
– ¿Una sopa de tripas?
– No, no.
– ¿Y qué quiere, entonces? – le preguntó el muchacho, un poco irritado.
– Querría… querría quince céntimos de carne, nos la comeremos con pan, Nannina y yo, – dijo ella con una graciosa mueca de golosinería.
– Hoy no cocinamos carne, es sábado. Solo tripas, para quien no cree en el sábado.
– Pues dame ese bacalao, – murmuró ella, reprimiendo un suspiro.
Ahora miraba con curiosidad el patio de la Impresa, mientras el muchacho había desaparecido en las profundidades de la cantina para coger el bacalao. Un poco de sol que penetraba desde lo alto doraba el patio; y de vez en cuando, alguna sombra de mujer o de hombre lo cruzaba. Antonetta, la costurerita, miraba siempre, mientras canturreaba en voz baja una cancioncilla popular, balanceándose un poco.
– Aquí está el bacalao, – dijo el muchacho al volver.
Lo había puesto en un platito; eran cuatro porciones grandes que se deshacían en capas, en una salsa rojiza y fuertemente moteada de pimienta; la salsa, al oscilar, dejaba marcas amarillas de aceite en los bordes del platito grisáceo.
– Y aquí están los quince céntimos, murmuró Antonetta, mientras se los sacaba del bolsillo. Pero permanecía con el plato en la mano, mirando el bacalao que se exfoliaba en el caldo.
– Si me tocara un terno, – dijo mientras se alejaba sujetando delicadamente el platito, – quisiera quitarme las ganas de comer carne, todos los días.
– Carne y macarrones, – acentuó, riéndose, el muchacho.
– Claro, ¡macarrones y carne! – gritó triunfalmente la costurerita, con los ojos siempre fijos en el platito, para que no se le derramara la salsa.
– ¡Mañana y tarde! – chilló, desde el umbral, el muchacho.
– ¡Mañana y tarde! – chilló Antonetta.
– Tiene que consultar a ese joven, – gritó alegremente el muchacho del cantinero, señalando con los ojos el patio de la Impresa.
– Vuelvo más tarde, – dijo, desde la esquina de la calle, la costurerita. – Te traigo el plato.
De nuevo se quedó desierto el callejón de la Impresa, durante mucho tiempo. En invierno está muy concurrido, por la tarde, por jóvenes estudiantes que salen de la universidad y cogen ese atajo para llegar a la calle Gesù o a la calle Toledo; pero era verano, y los estudiantes estaban de vacaciones. Sin embargo, de vez en cuando, conforme avanzaba la hora, alguna persona giraba desde la calle Santa Chiara o Mezzocannone, y se instalaba en el portal de la Impresa; algunos, con aspecto circunspecto, otros, fingiendo indiferencia.
Uno de los primeros había sido un limpiabotas con su caja; un viejo jorobado, tulllido, que llevaba la caja en la cadera más alta, doblado en dos, envuelto en una vieja bata verdosa, toda llena de manchas y remiendos, con una gorra sin visera calada hasta los ojos. Bajo el pórtico del palacio de la Impresa, en el suelo, el limpiabotas había colocado la caja, y él mismo se había tumbado, como si esperara a los clientes; pero olvidaba dar los dos golpes secos del cepillo sobre la madera para llamar a la clientela. Y con una larga lista de décimos en la mano, profundamente absorto, su cara amarillenta y torcida de viejo raquítico mostraba una pasión intensa que la transformaba; mientras, ante él, dado que la hora se acercaba, continuaba pasando gente, y del patio surgía un rumor de voces napolitanas, chillonas y graves. Un hombre, un obrero, se detuvo junto al limpiabotas; podía tener treinta y cinco años, pero estaba pálido y tenía los ojos apagados; llevaba la chaqueta echada sobre los hombros, dejando ver la camisa de percal de colores.
– ¿Limpiamos? – preguntó maquinalmente el limpiabotas, bajando la lista de sus décimos.
– ¡Sí, claro! – respondió el otro guiñando.- Para limpiezas estoy yo. Si tuviera otros diez céntimos, habría jugado otro décimo de doña Caterina.
– ¿Juego clandestino? – preguntó en voz baja el limpiabotas.
– Así es: un poco con el gobierno y un poco con doña Caterina.
– Son todos ladrones, todos ladrones, – añadió luego el obrero masticando su colilla negra y hundiendo la cabeza, con un acto de suprema desconfianza.
– ¿Has hecho hoy media jornada? ¿No has ido a cortar guantes?
– No voy nunca los sábados, – dijo el otro esbozando una pálida sonrisa. – Voy a buscar fortuna: ¡tengo que encontrarla un sábado por la mañana!
– ¿Y el dinero de la semana cuándo lo cobras?
– ¡Eh! – dijo el obrero levantando un hombro, – generalmente el viernes, no tengo nada que cobrar.
– ¿Y cómo haces para jugar?
– Para jugar se encuentra siempre. La hermana de doña Caterina, la del juego clandestino, presta dinero…
– ¿Con mucho interés?
– Cinco céntimos por lira, cada semana.
– No está mal, no está mal, – dijo el limpiabotas con aire convencido.
– Tengo que darle setenta y cinco liras, – respondió el cortador de guantes, – y todos los lunes hay una tempestad. Me espera fuera de la puerta de la fábrica, grita, maldice. Michele, es justo una bruja. Pero ¿qué puedo hacer? Un día u otro me tocará un terno y le pagaré…
– ¿Y con el resto del premio, qué haces? – le preguntó Michele, riendo.
– ¡Muy bien sé lo que haré! – exclamó Gaetano, el cortador. – Con el traje nuevo, la pluma de faisán en el sombrero, en la carroza con campanillas, vamos todos a regalarnos a lo grande a Due Pulcinelli, al Campo di Marte.
– O al Figlio di Petro, en Posillipo…
– O a Asso di coppe, en Portici…
– Taberna tras taberna…
– Carne y macarrones…
– Y vino del Monte di Procida.
– Además, solo se vive una vez, – concluyó filosóficamente el cortador de guantes, levantándose la chaqueta sobre el hombro.
– Yo no me endeudo, – añadió, tras un minuto de silencio, el limpiabotas.
– ¡Bendito tú!
– Además, no encontraría quien me prestara nada. Pero me lo juego todo. No tengo familia, puedo hacer lo que me parezca.
– ¡Bendito tú! – repitió Gaetano, a quien se le había turbado la cara.
– Quince céntimos para dormir, ocho o diez para comer, – continuó el limpiabotas, – ¿y quién me dice nada? ¡Ah, yo no he querido casarme! Yo tenía la pasión del juego, ¡y eso me basta por completo!
– ¡Que maten a quien ha inventado el matrimonio! – maldijo Gaetano, poniéndose lívido.
Eran cerca de las cuatro, y el patio de la Impresa se llenaba de gente. En ese espacio de un centenar de metros, el gentío popular se iba haciendo más denso, charlaba con vivacidad o esperaba en silencio, resignadamente, mirando hacia arriba, hacia el primer piso, la galería cubierta donde se haría la extracción. Pero todo estaba cerrado, allí arriba, incluso los postigos de madera tras los cristales del gran balcón. Dado que cada vez acudía más gente, esta llegaba hasta el muro del patio; algunas mujeres, empujadas, estaban en cuclillas en los primeros escalones de la escalera; alguna, más vergonzosa, se escondía bajo la galería, entre los pilares que la sostenían, arrimándose a la puerta cerrada de una gran caballeriza. Otra joven, pero esta con la pálida y seductora cara consumida, con grandes ojos negros un poco melancólicos, un poco extravagantes, con ojeras lívidas, con una gran trenza negra deshecha en el cuello, se había subido sobre un peñasco abandonado en ese patio, quizás desde los tiempos en que el edificio había sido construido o restaurado; y allí encima, muy delgada en su vestido teñido de negro que le hacía mil pliegues en el descarnado pecho y en las caderas, haciendo oscilar un pie en una bota rota y gastada, incorporando los hombros de vez en cuando, con un mísero mantoncito también teñido de negro, dominaba el gentío, mirándolo con sus ojos abatidos y tristes. Toda la multitud estaba compuesta de gente pobre: zapateros, que habían cerrado el negocio en el cuchitril en el que vivían, se habían enrollado el delantal de piel alrededor de la cintura, y en mangas de camisa, con la gorra hasta los ojos, les daban mil vueltas con la cabeza a los números jugados, con un imperceptible movimiento de los labios; sirvientes de paseo que, en lugar de buscar señor, se gastaban las últimas liras del gabán empeñado y soñaban con el terno que de sirvientes los convirtiera en amos, mientras una contracción de impaciencia les retorcía la cara cadavérica, en la que la barba, sin afeitar, crecía de forma desigual; había cocheros de alquiler que habían dejado la carroza en manos del compadre, del hermano, del hijo, y esperaban, pacientemente, con las manos en los bolsillos, con la flema del cochero que está acostumbrado a esperar al pasajero durante horas; había corredores de habitaciones amuebladas, corredores de criadas, que, en verano, cuando se habían ido los extranjeros y los estudiantes, languidecían sentados en sus sillas, bajo el letrero que es todo su negocio, en las esquinas de las callejas de San Sepolcro, Taverna Penta, Trinità degli Spagnuoli, y que, al haber jugado algún dinero sustraído a la comida diaria, desocupados, ociosos, venían a oír la extracción del Lotto; había jornaleros de las humildes artes napolitanas que, tras dejar el almacén, la fábrica, la tienda, tras abandonar el duro y mal retribuido trabajo, apretando en el bolsillo del chaleco desgarrado el décimo de veinticinco céntimos, o el montoncito de los décimos del juego clandestino, habían venido a abrasarse ante ese sueño que podía hacerse realidad; había personas incluso más infelices, es decir todos los que en Nápoles ni siquiera viven al día, sino a horas, intentando mil trabajos, buenos para todo e incapaces, por mala suerte, de encontrar un trabajo seguro y retribuido, infelices sin casa, sin abrigo, tan vergonzosamente andrajosos y sucios, que daban asco, habiendo renunciado al pan, ese día, para jugar un décimo, en la cara de los cuales se leía la doble huella del ayuno y de una degradación extrema.
Entre el gentío, también se distinguían algunas mujeres, mujeres descuidadas, sin edad, como sin belleza; criadas sin trabajo, mujeres de jugadores empedernidos, jugadoras ellas mismas, obreras despedidas, y, entre todas, la cara pálida y atractiva de Carmela, la que estaba sentada en el peñasco, una cara marchita, con los grandes ojos cansados y apenados.
Más tarde, conforme se acercaba la hora de la extracción y el ruido crecía, entre las pocas caras apagadas de las mujeres y sus harapientos vestidos de percal descolorido a fuerza de demasiados lavados, apareció la figura de una mujer muy diferente. Era una mujer del pueblo, alta y robusta, con la cara morena muy saludable, con los cabellos castaños recogidos arriba, peinados con mucho cuidado y cuyo flequillo, en la pequeña frente, tenía una sombra de polvo; los pesados zarcillos de barruecos, redondos, de un blanco verdoso, le estiraban las orejas tanto, que había tenido que asegurárselos sobre las mismas con un cordoncito de seda negra, temiendo que le rompieran el lóbulo; un collar de oro, con una gran medallón también de oro, descansaba sobre el jubón de muselina blanca, lleno de bordados y de volantes de encaje; de vez en cuando se levantaba, sobre los hombros, un mantoncito transparente de crespón de seda negro, y entonces mostraba sus manos, repletas de grandes anillos de oro hasta la mitad de la segunda falange. Su mirada era seria y tranquila, con un leve aire de sosegadísima audacia; su expresión, de severidad; pero, al atravesar el gentío, al ir a situarse en el tercer escalón para ver y oír mejor, mantenía esa inclinación de la cabeza, especial de las mujeres del pueblo napolitanas, un poco coqueta, un poco mística; mantenía esa ondulación de su persona tan seductora bajo el mantoncito, y que las burguesas napolitanas pierden enseguida con el vestido de moda francesa. Sin embargo, a pesar de la simpatía natural que inspiraba la figura de esta mujer, hubo a su paso un murmullo casi hostil y como un movimiento de repulsión entre el gentío. Ella tuvo un arranque de desdén y alzó los hombros; y se quedó sola, derecha en el tercer escalón, con el mantón levantado sobre los brazos y las manos cargadas de anillos cruzadas sobre el estómago. El murmullo, aquí y allá, continuó; ella miró al gentío, dos o tres veces, con serenidad, incluso con fiereza. Las voces callaron; los párpados de la mujer se movieron dos o tres veces, como por el orgullo satisfecho.
Pero, finalmente, sobre todas las demás, sobre Carmela, con su cara marchita y con sus grandes ojos dolientes, sobre doña Concetta, con sus dedos ensortijados y con el flequillo empolvado, Concetta, la hermosa, robusta y rica usurera, hermana de doña Caterina, hermana de la gestora del juego clandestino, sobre la multitud del patio, del pórtico, de la calle, la figura de otra mujer sobresalía, o al menos atraía una mirada de la gente reunida. Era una mujer, en el primer piso del palacio de la Impresa, sentada tras la barandilla de un balconcito; sentada de lado, se veía su perfil inclinarse y levantarse, de vez en cuando, sobre el brillante engranaje de acero de una máquina de coser Singer; mientras el pie, saliendo de la modesta falda de percal azul con motitas blancas, movía metódicamente el pedal de hierro, que bajaba y subía, con movimiento uniforme. En medio del murmullo de las voces, de los diálogos que había de un lado a otro del patio, y del trapaleo de los pies, el tintineo de la máquina de coser se perdía; pero en el fondo parduzco del balcón, la figura de la costurera se dibujaba completa, de perfil, con las manos que llevaban el pedazo de tela blanca bajo la aguja que bajaba y subía de la máquina, con el pie que plegaba el pedal, incansablemente, con la cabeza que se levantaba y se bajaba sobre el trabajo, sin vivacidad, pero sin cansancio, continuamente. De perfil se veía una mejilla delicada, delicadamente rosa, y una gran trenza castaña modesta-mente arreglada y sujeta en la nuca, se veía la comisura de una boca fina, y la sombra que las largas pestañas bajadas dejaban en la parte superior de las mejillas. La joven costurera, durante la hora en que el gentío se había ido agolpando en el patio, no había mirado más que un par de veces, lanzando sobre él una breve ojeada indiferente, y volviendo a bajar la cabeza enseguida sobre el engranaje brillante de la máquina, deslizando lentamente con las manos el pedazo de tela, para que la costura resultara muy derecha. Nada la distraía de su trabajo, ni las voces, ni las vivas exclamaciones, ni el creciente ruido de los pasos de la multitud; nunca había mirado hacia la galería cubierta en la que dentro de poco se proclamaría la extracción. La gente la miraba, desde abajo, a la delicada e infatigable costurera de blanco, pero ella proseguía su trabajo sosegadamente, como si ni siquiera un eco de esa gran pasión, entre secreta y manifiesta, llegara hasta ella; parecía tan lejana, tan esquiva, tan absorta en un mundo absolutamente apartado, diferente, que la fantasía podía suponer que era más una imagen que una realidad, más una figura ideal que una persona viva.
Pero, de pronto, un largo grito de satisfacción salió del pecho de la multitud, con las variaciones de todos los tonos, subiendo hasta las notas más agudas y bajando hasta las más graves; el gran balcón de la galería se había entreabierto. La gente que esperaba en la calle intentó penetrar en el pórtico, la que estaba en este se agolpó en el patio; hubo como un encierro, mientras todas las caras se levantaban, presas de una ardiente curiosidad, presas de una angustia creciente. Un gran silencio. Y mirando bien el movimiento de los labios de ciertas mujeres, se veía que rogaban; mientras, Carmela, la muchacha del atractivo rostro marchito y de los ojos negros infinitamente tristes, jugueteaba con un cordoncito negro que le colgaba del cuello, al que estaban prendidos una medallita de la Virgen de los Dolores y un pequeño cuerno de coral. Silencio universal: de espera, de estupor. En la galería, dos ujieres del Real Lotto habían colocado una larga y estrecha mesa cubierta con un tapete verde; y detrás de la mesa, tres sillas, para que se sentaran las tres autoridades: un consejero de la prefectura, el director del Lotto de Nápoles y un representante del municipio. En otra mesa pequeña se colocó la urna para los noventa números. La urna es grande; toda ella formada por una red metálica, transparente, con forma de limón, con unas tiras de latón que van de un lado a otro, ciñéndola como los círculos del meridiano circundan la tierra, sutiles tiras resplandecientes que aseguran su fuerza, sin impedirle la perfecta transparencia. La urna está suspendida en el aire, entre dos ganchos de latón; junto a uno de ellos hay una manivela, también metálica, que, al ser girada, hace que rápidamente ruede sobre su eje toda la urna. Los dos ujieres que habían llevado todo este material a la galería eran viejos, un poco encorvados, como soñolientos. Incluso las tres autoridades, con gabán y sombrero de copa, parecían aburridas y soñolientas, mientras se sentaban tras la mesita; entre ellos, el consejero de la prefectura con los bigotes teñidos de un negro intensísimo, que parecía que se habían desteñido y se habían vuelto morenos en su morena cara brillante y adormilada; también un consejero del ayuntamiento, un jovencito con barbilla oscura. Esta gente se movía lentamente, con la mesura de movimientos y la precisión de los autómatas, tanto, que un hombre del pueblo, desde la multidud, les gritó:
– ¡Vamos, vamos!
De nuevo, silencio, pero la emoción fluctuó de modo notable cuando apareció en la galería el muchacho que tenía que extraer de la urna los números.
Era un muchacho vestido con el uniforme ceniciento del Hospicio de los Pobres, un pobre muchacho de la Jaula, como llaman los napolitanos al asilo de esas criaturas abandonadas, un pobre enjaulado sin madre ni padre, o hijo de padres que, por miseria o por crueldad, habían abandonado a su prole. El muchacho, ayudado por uno de los ujieres, vistió, encima de su uniforme de enjaulado, una túnica de lana blanca; le pusieron en la cabeza una gorra blanca, también de lana, porque la leyenda del Lotto quiere que el pequeño inocente lleve el traje blanco de la inocencia. Y rápidamente subió sobre un taburete, para situarse a la altura de la urna. Abajo, el gentío levantaba tumulto:
– ¡Hermoso niño, hermoso niño!
– ¡Que te bendigan!
– ¡Me encomiendo a ti y a san José!
– ¡Que la Virgen te bendiga las manos!
– ¡Bendito, bendito!
– ¡Santo y querido, santo y querido!
Todos le decían algo, un voto, una bendición, un deseo, una invocación piadosa, una oración. El niño callaba, mirando, con la manita apoyada en la red metálica de la urna; y un poco alejado, apoyado en la jamba del balcón, había otro niño de la Jaula, muy serio, a pesar de las rosadas mejillas y los rubios cabellos cortados sobre la frente; era el muchacho que tenía que extraer los números el sábado siguiente y que venía para aprender, para familiarizarse con la maniobra de la extracción y con los gritos del gentío. Pero por él no se preocupaba nadie; era el que estaba vestido de blanco, el de ese día, al que se dirigían las mil exclamaciones de la gente; era la pequeña alma inocente vestida de blanco, la que hacía que se sonriera de ternura, la que hacía que se le saltaran las lágrimas de los ojos a esa multitud de seres atormentados y esperanzados solo con la Fortuna. Algunas mujeres habían levantado en sus brazos a sus propios niños y los tendían hacia el pequeño enjaulado. Y las voces, tiernas, apasionadas, desgarradas, continuaban:
– ¡Parece un pequeño San Juan, eso parece!
– ¡Que siempre encuentres gracia, si me haces que tenga esta gracia!
– ¡Corazón de madre, qué lindo es!
Enseguida hubo en ello una diversión. Uno de los ujieres cogía el número que había que meter en la urna, se lo mostraba al pueblo, anunciándolo con voz clara, se lo pasaba a las tres autoridades, que le echaban un vistazo distraído. Uno de los tres, el consejero de la prefectura, cerraba el número en una cajita redonda, el segundo ujier se lo pasaba al muchacho vestido de blanco, quien enseguida lo echaba en la urna por la pequeña boca de metal abierta. Y ante cada número que se anunciaba había exclamaciones, gritos, guiños, risas. Ante cada número el público ofrecía su explicación, sacada del Libro de los sueños o de la Smorfia, o de la leyenda popular que se propagaba sin libros, sin figuritas. Y había estallidos de risotadas, bromas pesadas, interjecciones de miedo o de esperanza; todo acompañado por un clamor sordo, como si fuera el coro menor de esa tempestad.
– ¡Dos!
– … ¡la niña!
– … ¡la carta!
– … páseme esta carta. ¡Señor!
– ¡Cinco!
-… ¡la mano!
– … ¡a la cara a quien no me quiere!
– ¡Ocho!
-… ¡la Virgen, la Virgen, la Virgen!
Pero apenas el pequeño enjaulado vestido de lana cándida echaba un grupo de diez números, cerrados en sus cajitas redondas y cenicientas, en la urna de la extracción, el segundo ujier cerraba la boca de la urna, y, girando la manivela de metal, le imprimía una vuelta sobre su eje, haciendo que los números rodaran, bailaran y saltaran. Y abajo gritaban:
– ¡Gira, gira, viejecito!
– ¡Otro giro más para mí!
– ¡Dame la medida exacta!
Los cabalistas, que no hablaban, ni siquiera miraban las vueltas de la urna; para ellos no existía ni el niño inocente, ni el sentido de los números, ni la vuelta lenta o vivaz de la gran urna metálica; para ellos solo existía la Cábala, la Cábala oscura y, sin embargo, nitidísima, la gran fatalidad, dominante, imperante, que lo sabe todo, que todo lo puede y todo lo hace, sin que ningún poder, humano o divino, pueda oponerse a ella. Solo ellos callaban, pensativos, concentrados, incluso desdeñosos de esa fuerte algazara popular, absortos en un mundo espiritual, místico, esperando con una profunda seguridad.
– ¡Trece!
-… ¡las velas!
-… ¡el hachón, la antorcha; apaguemos esta antorcha!
-… ¡apaguemos, apaguemos! – tronaba el coro.
– ¡Veintidós!
-… ¡el loco!
-… ¡el locuelo!
-… ¡como tú!
-… ¡como yo!
-… ¡como quien juega a la bonafficiata!
El pueblo se sobreexcitaba. Largos bramidos corrían entre el gentío, que oscilaba como si lo agitara el mismo movimiento impetuoso del mar. Las mujeres, especialmente, se habían puesto nerviosas, temblorosas, y apretaban entre sus brazos a los niños, con tanta fuerza, que hacían que estos palidecieran y lloraran. Carmela, sentada en el alto peñasco, tenía una mano apretada alrededor de la medalla de la Virgen y del pequeño cuerno de coral; doña Concetta, la usurera, olvidaba levantarse el mantoncito de crespón negro que se le caía por las caderas poderosas, mientras los labios tenían un breve movimiento convulso. Y se había ahogado el trino sordo de la máquina de coser, en el balcón del primer piso; nadie se preocupaba de la infatigable costurera de lencería. La fiebre del pueblo napolitano ante la inminencia del sueño que estaba a punto de volverse realidad se hacía cada vez más aguda, dando un salto más vivo y más largo cuando se nombraba un número popular, un número simpático:
– ¡Treinta y tres!
– … ¡los años de Cristo!
-… ¡sus años!
-… este sale.
-… ¡que no sale!
-… ¡verá que sale!
– ¡Treinta y nueve!
-… ¡el ahorcado!
-… ¡por el cuello, por el cuello!
– … ¡así tengo que ver a quien yo digo!
– … ¡aprieta, aprieta!
Imperturbables, en la galería, las autoridades, los ujieres, el muchacho vestido de blanco, continuaban su obra, como si todo ese tumulto de gente no llegara a sus oídos; solo el otro niño, nuevo en ese extravagante espectáculo, miraba abajo, desde la barandilla, atónito, pálido, con los rojos labios hinchados, como si quisiera llorar; una pequeña alma inconsciente y perdida en el torbellino de la profunda pasión humana. La operación, en la galería, procedía con la mayor calma; con cada nueva decena de números que se ponía en la urna, el ujier hacía que esta diera vueltas un poco más de tiempo, haciendo que bailaran y saltaran las bolitas alegremente en la transparente red de metal.
No intercambiaban, allí arriba, ni una palabra, ni una sonrisa; la fiebre permanecía a la altura de las personas, en el patio, no subía al primer piso. Abajo, ahora, las personas más serias reían convulsamente, en voz baja, hundían la cabeza, como si se les hubiera comunicado la enfermedad del modo más ruidoso. La operación pareció aligerarse, hacia el final. Nuevos gritos acogieron el setenta y cinco, que es el número de Pulcinella, y el setenta y siete, que es el del diablo; pero un largo, larguísimo aplauso saludó al noventa, el último número, sobre todo porque era el último, además porque es un número extremadamente simpático; el noventa da miedo, hace el mar, hace al pueblo, y junto a ello tiene cinco o seis significados, todos populares. Todos aplaudían, en el patio, hombres, mujeres, muchachos, ante el gran noventa, que es el omega del Lotto. Luego, enseguida, como por encanto, se hizo un profundo silencio; una inmovilidad paralizó todos esos cuerpos, todas esas caras; esa gran cantidad de gente temblorosa pareció petrificada en los sentimientos, en la palabra, en los actos, en la expresión.
El primer ujier, el que había declarado los noventa números, acercó a la barandilla un tablero, largo y estrecho, con cinco casillas vacías, semejante a la de los bookmakers en los campos de las carreras, mientras el otro ujier le daba las últimas vueltas a la urna llena con los noventa números. El tablero estaba girado hacia el pueblo. Luego el consejero sacudió una campanilla, la vuelta de la urna se detuvo; el tercer ujier le puso una venda en los ojos al niño vestido de blanco; este, rápidamente, metió la mano en la urna abierta y buscó un momento, solo un momento, sacando inmediatamente una bolita con el número. Mientras esta bolita pasaba de mano en mano, abajo, de esos pechos petrificados, de esas bocas petrificadas, salió un suspiro bronco, sombrío, angustioso.
– Diez, – gritó el ujier, declarando el número extraído y poniéndolo enseguida en la primera casilla.
Murmullo y agitación en el pueblo: todos los que habían tenido esperanzas en el primer número extraído estaban desengañados.
Nueva sacudida de la campanilla: el niño metió, por segunda vez, la manita delicada en la urna.
– Dos, – gritó el ujier, declarando el número extraído y poniéndolo en la segunda casilla.
Al murmullo creciente se sumó alguna maldición: todos los que habían jugado al segundo número extraído estaban desengañados; todos los que habían esperado acertar cuatro números estaban desengañados; todos los que habían jugado el terno a secas comenzaban a temer fuertemente el desengaño. Tanto, que cuando por tercera vez la manita del muchachito penetró en la urna, alguien gritó, angustiosamente:
– ¡Busca bien, elige bien, niño!
– Ochenta y cuatro, – gritó el ujier, declarando el número y colocándolo en la tercera casilla.
Entonces estalló un gran grito de indignación, hecho de maldiciones, de lamentos, de exclamaciones coléricas y dolorosas. Este tercer número, feo, era decisivo para la extracción y para los jugadores. Con el ochenta y cuatro estaban desengañados ya todos los que habían jugado el primero, el segundo y el tercer número extraído; estaban desengañados todos los que habían jugado los cinco, los cuatro, el terno, el terno a secas, esperanza y amor del pueblo napolitano, esperanza y deseo de todos los jugadores, desde los empedernidos hasta los que solo jugaban una vez, por si la suerte; el terno, la palabra fundamental de todos esos deseos, de todas esas necesidades, de todas esas estrecheces, de todas esas miserias. Un coro de maldiciones se levantaba desde abajo contra la mala fortuna, contra la mala suerte, contra el Lotto y contra quien cree en ello, contra el gobierno, contra ese desventurado muchacho que tenía una mano tan desgraciada. ¡Enjaulado, enjaulado!, gritaban desde abajo, para insultarlo, mostrándole el puño. Del tercer al cuarto número pasaron dos o tres minutos; todas las semanas sucedía lo mismo: el tercer número era la expresión temerosa del infinito desengaño popular.
– Setenta y cinco, – declaró con voz débil el ujier, poniendo el número extraído en la cuarta casilla.
Entre las voces airadas que no se calmaban, algún silbido volvió a sonar, vengativo. Las injurias llovían sobre la cabeza del niño; pero las mayores imprecaciones iban contra el Lotto, en el que nunca se puede ganar, nunca, en el que todo está manipulado para que no se gane nunca, nunca, especialmente la pobre gente.
– Cuarenta y tres, – acabó por proclamar el ujier, colocando el quinto y último número.
Y un último soplo de cólera en el pueblo: nada más. En un momento, desapareció de la galería toda la fría máquina del Lotto; desaparecieron los dos niños, las tres autoridades, la urna con los ochenta y cinco números y su pedestal, desaparecieron las mesitas, los silloncitos, los ujieres, se cerraron los cristales y los postigos del gran balcón, en solo un momento. Solo, erguido, al lado de la balaustrada, permaneció el tablero con sus cinco números, esos, esos, la gran fatalidad, el gran desengaño.