Con mucha lentitud, de mala gana, el gentío iba despejando el patio. Sobre los más exaltados en la pasión del juego había soplado el viento de la desolación y los había abatido, como si tuvieran los brazos y las piernas despedazadas, la boca amarga de bilis; los que se habían jugado todo el dinero, esa mañana, no sintiendo ya la necesidad de comer, de beber, de fumar, alimentándose intensamente de las visiones de jauja en la fantasía, soñando, para esa noche del sábado y para el domingo y para todos los días sucesivos, con toda una panzada de almuerzos suculentos y ricos, devorados en la imaginación, tenían suavemente las manos en los bolsillos vacíos, y en los ojos desolados se pintaba el dolor físico, infantil de quien siente las primeras contracciones del hambre y no tiene, sabe que no puede tener el pan para aquietar el estómago; otros, los más locos, caídos de la altura de sus esperanzas en un momento, sentían ese largo minuto de locura angustiosa, cuando no se quiere creer, no, no se puede creer en la desventura, y los ojos tienen esa mirada perdida que no ve ya la forma de las cosas, y los labios balbucean palabras incoherentes; y eran estos locos desesperados los que aún clavaban los ojos en el tablero con los cinco números, como si aún no pudieran convencerse de la verdad, y maquinalmente confrontaban los cinco números con la larga lista blanca de sus recibos de juego. Y los cabalistas, en fin, aún no se iban, discutían entre ellos como filósofos, como lógicos, siempre concentrados en la alta matemática del Lotto, donde viven las figuras, las cadencias, las triples, la razón algebraica del cuadrado maltés y las inmortales elucubraciones de Ruttilio Benincasa.
Pero tanto entre los que se iban como entre los que permanecían allí, clavados por su pasión, tanto entre los que discutían furiosamente como entre los que bajaban la cabeza, pálidos, con el valor perdido, sin fuerzas ya para actuar o pensar, cambiaba la forma de la desolación, pero la sustancia de esta era la misma, profunda, intensa, haciendo que sangraran las fibras más íntimas, encaminada a destruir las mismas fuentes de la existencia.
El limpiabotas Michele, el tullido, sentado aún en el suelo, con su caja entre las piernas torcidas, había escuchado la extracción sin levantarse, escondido detrás de las personas que se amontonaban. Ahora, mientras el gentío se marchaba lentamente, él había inclinado la cabeza sobre el pecho, y la tez amarilla de su cara de viejo raquítico se había coloreado de verde, como si toda la bilis se le hubiera subido al cerebro.
– ¿Nada? – preguntó una voz sorda a su lado.
Él levantó maquinalmente los ojos cenicientos con los párpados rojos y vio a Gaetano, el cortador de guantes, que mostraba en su cara sin color el abatimiento de los exaltados desilusionados.
– Nada, – dijo muy brevemente el limpiabotas, volviendo a bajar los ojos.
– Ni yo tampoco. ¿Tienes veinticinco o treinta céntimos, por casualidad, compadre?
– ¿Quién me los da?, si tienes cincuenta, quedémonos con veinticinco cada uno, – murmuró desesperadamente el limpiabotas.
– Adiós, compadre, – dijo, con voz ruda, el cortador de guantes.
– Adiós, compadre, – respondió en el mismo tono el limpiabotas tullido.
Pero mientras Gaetano se alejaba, bajo el portal, pasó por su lado, seria, lenta, con los ojos bajos, doña Concetta, con la cadena de oro que oscilaba en su pecho y con las manos ensortijadas.
– ¿Ha ganado algo, Gaetano? – le preguntó ella, con una leve sonrisa.
– ¡Un rayo que me parta es lo que he ganado! – gritó él, exasperado al encontrarse junto a la usurera que le recordaba su miseria, exasperado por esa pregunta en ese momento.
– Está bien, está bien, – replicó ella, fríamente. – Nos vemos el lunes, no lo olvide.
– No lo olvido, no, te llevo en el corazón, como a la Virgen, – le gritó él después, con voz zumbona.
Ella hundió la cabeza, mientras se marchaba. No iba allí por su interés, porque ella no jugaba nunca; y ni siquiera para atormentar a algún deudor suyo, como Gaetano; venía por su hermana, doña Caterina, la tenedora del juego clandestino, que no se atrevía a presentarse allí, en público. Doña Caterina le comunicaba a su hermana los números a los que más les temía, es decir, los que más se habían jugado con ella y por los que debería pagar sumas más altas; si estos números temidos salían, entonces doña Concetta mandaba a un muchachito a casa de la hermana, la cual estaba preparada para pirárselas y así no pagarle a nadie. Doña Caterina ya tres veces había quebrado así, con el dinero de las jugadas en el bolsillo; y había huido una vez a Santa Maria de Capua, otra a Gragnano, y otra a Nocera dei Pagani, donde se quedó un par de meses; pero había tenido el valor de volver, afrontando a los jugadores engañados, sirviéndose de la audacia con algunos, a otros dándoles un poco de dinero, recomenzando el juego, mientras los timados, los burlados, los engañados volvían a ella, incapaces de denunciarla, conquistados de nuevo por la fiebre, o mantenidos en orden por doña Concetta, a la que todos le debían dinero; y la especulación continuaba, el dinero pasaba de una hermana a la otra, de la tenedora de banco que sabía quebrar a tiempo, a la usurera que se atrevía a afrontar a los más malintencionados de sus deudores.
Además, esta fuga no era considerada como un delito o como un hurto por doña Caterina y por su clientela; ¿quizás, más a lo grande, no hace lo mismo incluso el gobierno cuando, tras asignar un premio de seis millones para cada extracción y para cada una de las ocho ruedas, y al exceder, por una extraña casualidad, las ganancias a esos seis millones, va y quiebra también, y disminuye la entidad de las ganancias? Oh, pero ese día no había necesidad para doña Caterina ni de quebrar ni de huir; los números extraídos eran tan malos, que quizás no había ganado ninguno de sus jugadores; y doña Concetta subía muy despacio, por la calle Santa Chiara, sin apresurarse, sabiendo que ese era un sábado desolador para toda la Nápoles que juega, y preparándose para sus batallas de usurera del lunes. Pasaban por su lado todas esas criaturas infelices, con las esperanzas rotas; y ella hundía la cabeza, sabiamente, sobre esas aberraciones humanas, apretando los bordes de su mantón de crespón negro entre las manos ensortijadas. Una mujer bajaba, rápidamente, con una niña y un niño detrás, y una criatura de pecho en los brazos, la rozó, la adelantó, entró en el patio de la Impresa, donde aún permanecía alguien.
Era una mujer pobremente vestida, con un traje de percal tan andrajoso y mísero, que daba piedad y pena; con una tira deshilachada de mantón de lana, al cuello; su cara era tan delgada y consumida, sus dientes tan negros, sus cabellos tan ralos, que sus hijos, sus tres hijos, no deslucidos, no sucios, sino bonitos, parecían que no le pertenecían. El bebé, solo un poco grácil, apoyaba la cabeza en su hombro, para dormir; pero la pobrecilla estaba tan agitada, que no le prestaba atención. Y al ver a su hermana Carmela sentada aún en el alto peñasco, con las manos abandonadas en su seno, con la cabeza inclinada sobre el pecho, tan sola, como inmovilizada por un dolor sin palabras, se le acercó:
– ¡Oh, Carmela!
– Buenos días, Annarella, – dijo Carmela, sobresaltándose, esbozando una palidísima sonrisa.
– ¿También tú estás aquí? – preguntó, en un tono de sorpresa dolorosa.
– Ya…, – respondió Carmela, con una señal de resignación.
– ¿Has visto a Gaetano, mi marido? – preguntó Annarella con ansiedad, dejando que resbalara del hombro al brazo la cabecita de su bebé, para que pudiera dormir con mayor comodidad.
Carmela levantó sus grandes ojos hasta los ojos de su pobre hermana, pero la vio tan deshecha, tan fea de miseria y de privaciones, tan vieja ya, tan condenada ya a la enfermedad y a la muerte, tan desesperada en su pregunta, que no se atrevió a decirle la verdad. Sí, había visto a Gaetano, el cortador de guantes, su cuñado, lo había visto primero enardecido y ansioso, luego pálido y abatido; pero su hermana, el grácil bebé dormido y los otros dos niños, que miraban curiosamente a su alrededor, le daban demasiada piedad. Mintió.
– No, no lo he visto para nada, – dijo, bajando los ojos.
– Tenía que estar aquí, – murmuró Annarella con su voz ronca y lenta.
– Te aseguro que no estaba en modo alguno.
– No lo habrás visto, – repitió Annarella, obstinada en su dolorosa incredulidad. – ¿Cómo podía dejar de venir? Viene cada sábado, hermana. Puede ser que en su casa, con estas criaturas suyas no esté; puede ser que no esté en la fábrica de guantes, donde puede ganarse el pan; pero no puede ser que no esté aquí un sábado escuchando los números que salen; aquí está su pasión y su muerte, hermana.
– ¿Juega demasiado, no? – dijo Carmela, que se había puesto palidísima y tenía lágrimas en los ojos.
– Todo lo que puede e incluso lo que no puede. Podríamos vivir muy bien, sin pedirle nada a nadie; en cambio, por esta bonafficiata, estamos llenos de deudas y de mortificaciones, y comemos de vez en cuando, así, cuando yo llevo un pedazo de pan a casa. Ah, estas criaturas, estas criaturas, ¡estas pobres criaturas!
Y la voz estaba tan maternalmente desgarrada, que Carmela dejaba que sus lágrimas corrieran por sus mejillas, vencida por un infinito abatimiento de piedad. Ahora estaban casi solas, en el patio.
– ¿Y tú para qué vienes a escuchar esta bonafficiata? – preguntó de pronto Annarella, dominada por la cólera contra todos los que jugaban.
– Eh, ¿qué quieres, hermana? – dijo la otra con su armoniosa voz rota; – ¿qué quieres? Sabes que quisiera veros a todos contentos, a nuestra madre, a ti, a Gaetano, a tus niños y a Raffaele, a mi novio, y… a otra persona; sabes que vuestra cruz es mi cruz, y que no tengo una hora de paz cuando pienso en lo que sufrís. Así, todo lo que me queda de lo que gano, lo juego. Un día u otro, el Señor tiene que bendecirme, ganaré el terno… entonces, entonces, os lo doy todo, todo os lo doy.
– ¡Oh, pobre hermana mía!, ¡pobre hermana! – dijo Annarella, dominada por una melancólica ternura.
– Tiene que llegar ese día, tiene que llegar… – susurró la apasionada, como si se hablara a sí misma, como si ya viera ese día de bienestar.
– Que pase un ángel y diga amén – murmuró Annarella, besando la frente del bebé.- Pero ¿dónde está Gaetano? – continuó, vencida por su preocupación.
– Dime la verdad, Annarella, – le preguntó Carmela, bajando del peñasco y disponiéndose a marcharse, ¿hoy no tienes nada que darles a los niños?
– Nada, – dijo con su voz débil.
– Toma esta media lira, toma, – dijo la otra mientras se la sacaba del bolsillo y se la daba.
– Que Dios te lo pague, hermana.
Y se miraron, con tanta piedad mutua que, solo por vergüenza ante quienes pasaban por el callejón de la Impresa, no rompieron en sollozos.
– Adiós, Annarella.
– Adiós, Carmela.
La muchacha apasionada besó levemente la frente del niño que dormía. Annarella, con su paso blando de mujer que ha tenido demasiados hijos y que ha trabajado demasiado, se fue por el claustro de Santa Chiara, con los otros dos hijos detrás, el niño y la niña. Carmela, apretándose el mísero y descolorido mantón negro, arrastrando los zapatos gastados, bajó hacia la placita de los Banchi Nuovi. Fue solo allí cuando un jovencito limpiamente vestido, con los pantalones apretados en las rodillas y anchos como campanas en el cuello del pie, con la chaquetida ajustada y el sombrerito sobre la oreja, la paró, mirándola con sus fríos ojos de un azul claro, y apretando bajo sus pequeños bigotes rubios los labios luminosos, como los de una muchacha. Parándose, antes de hablarle, Carmela miró al jovencito, con una pasión y una ternura tan intensas, que parecía querer envolverlo en una atmósfera de amor. Él no pareció darse cuenta.
– ¿Y bien? – preguntó él, con una voz zumbona, irónica.
– ¡Nada! – dijo ella, abriendo los brazos con un gesto de desolación; y para no llorar, mantenía la cabeza baja, se miraba la punta de los botines que habían perdido el barniz y mostraban, por las costuras rotas, el forro ya sucio.
– ¿Y qué creías? – exclamó el joven, con ira. – La mujer siempre es mujer.
– ¿Qué culpa tengo yo si los números no han salido? – dijo humilde y dolorosamente la joven apasionada.
– Tendrías que buscar los buenos; hablar con el padre Iluminado, que los sabe y solo se los dice a las mujeres; hablar con don Pasqualino, al que asisten los espíritus buenos, y enterarte de ellos, de los números. Hija, quítate de la cabeza que yo vaya a casarme con una trapajosa como tú…
– Lo sé, lo sé… – murmuró ella humildemente. – No me lo digas más.
– Parece que lo olvidas. Sin dinero no se cantan misas. Adiós.
– ¿No vienes esta tarde cerca de casa? – se atrevió a preguntar.
– Tengo que hacer; tengo que ir con un amigo. A propósito, ¿me prestas un par de liras?
– Solo tengo una, solo una… – exclamó ella, toda roja, mortificada, sacando tímidamente la lira del bolsillo.
– ¡Ojalá muera asesinada la miseria! – maldijo él, masticando una colilla de puro napolitano. – Dame. Intentaré disponer mis cosas del mejor modo.
– ¿No pasas por casa? – rogó ella con los ojos, con la voz.
– Si paso, pasaré muy tarde.
– No importa, no importa, te espero en el balconcito, – dijo ella, hundiendo la cabeza, obstinada en esa humillación de su alma y de su persona.
– Y no puedo detenerme…
– Pues bien, silba; haz un silbido, te escucho y me duermo más tranquila, Raffaelle. ¿Qué te cuesta silbar cuando pases?
– Está bien, – asintió él con indulgencia, – está bien. Adiós, Carmela.
– Adiós, Raffaele.
Se detuvo viéndolo marcharse rápidamente, por el lado de la calle Madonna dell´Aiuto; los zapatitos relucientes crujían, el jovencito caminaba con ese paso orgulloso que es típico de los jóvenes guapos del pueblo.
– Que la Virgen lo bendiga en cada uno de sus pasos, – murmuró la joven, para ella misma, con ternura, marchándose. Pero, mientras caminaba, se sentía débil y desalentada; todas las amarguras de ese pérfido día, las amarguras que sufría por amor a los otros, la amargura de su madre que trabajaba como criada a los sesenta años, de su hermana que no tenía pan para sus hijos, de su cuñado que se dejaba arrastrar a la ruina, de su novio al que quisiera ver feliz y rico como a un señor y al que siempre le faltaba la lira en el bolsillo, todas estas amarguras y las otras, aún más profundas, y la más grande y más profunda aún, la más desoladora de las amarguras, la de su propia impotencia, todas se le derramaban desde el alma hasta la sangre, le subían a los labios, a los ojos, al cerebro. Oh, no bastaba que trabajara en ese nauseabundo oficio, en la fábrica de tabaco, siete días a la semana; no bastaba no tener un vestido decente, ni un par de zapatos sin romper, tanto que en la fábrica no la veían bien; no bastaba que ella ayunase, cuatro veces a la semana, para darle una lira a su madre, dos a Raffaelle, media a su hermana Annarella y todo el resto, cuando había, al juego del Lotto; era inútil, inútil, nunca haría nada por los que amaba; no valía la pena ni la fatiga, ni la miseria, ni el hambre; nada servía para nada. Y mientras bajaba los escalones de San Giovanni Maggiore, en Mezzocannone, aproximándose a su más dolorosa etapa, se habría matado, tan miserable, impotente e inútil se sentía. Sin embargo, caminaba; y fue en una placita lejana de los Mercanti, una placita que parecía un patinillo de servicio, donde se detuvo, apoyándose en la pared, como si ya no pudiera avanzar.
La placita estaba embarrada de aguas sucias, de mondaduras de frutas; había un sombrerucho de mujer, desfondado, tirado en un rincón. De las ventanas de un primer piso, tres tenían las celosías verdes entrecerradas, dejando pasar solo un resquicio de luz; pequeñas ventanas mezquinas y celosías desteñidas sobre las que el polvo, el agua y el sol habían dejado su huella; un portal pequeño, con un escalón desconchado y húmedo, y el zaguán oscuro y negro como un callejón. Carmela miraba hacia dentro, con los ojos muy abiertos por un sentimiento de curiosidad y miedo. Una mujer más bien vieja, una criada, salió, levantándose la falda para no mancharse en el reguero. Carmela, ciertamente, la conocía, porque se dirigió a ella francamente:
– Doña Rosa, ¿puede llamar a Maddalena?
Esta la observó, para reconocerla; luego, sin entrar en la casa, la llamó desde la placita, mirando las ventanas del primer piso:
– ¡Maddalena, Maddalena!
– ¿Quién es? – respondió una voz ronca, desde el interior.
– Te llama tu hermana, ven.
– Ahora voy – dijo la voz, más bajo.
– Gracias, doña Rosa, – murmuró Carmela.
– No es nada, – respondió la otra, brevemente, alejándose.
Maddalena se dejó esperar dos o tres minutos; luego se oyó en el zaguán un rumor cadencioso de tacones de madera, y ella apareció. Traía una falda de muselina blanca, con un volante alto, bordado, también blanco; un jubón de lana de color crema, muy ajustado, con nudos de cinta, de terciopelo negro, en las mangas, en la cintura, en los lados; y un mantoncito de felpa de color rosa en el cuello; la falda dejaba ver los zapatitos de piel brillante, con los tacones muy altos, y las medias de seda roja.
Su cara se parecía tanto a la de de Annarella como a la de Carmela; pero los cabellos castaños, recogidos arriba, bien peinados, sujetos con horquillas amarillas xxx, las mejillas un poco apagadas, cubiertas de afeite rosa, hacían que se olvidara todo su parecido con Annarella y la hacían más seductora que Carmela. Las dos hermanas no se besaron, no se tocaron la mano, pero intercambiaron una mirada tan intensa, que valió por toda palabra y toda señal.
– ¿Cómo estás? – dijo Carmela con voz temblorosa.
– Bien, – dijo Maddalena, hundiendo la cabeza, como si no fuera la salud lo que importara. – ¿Y mamá cómo está?
– Como una viejecita…
– ¡Pobre mamá, pobrecita!… ¿Cómo está Annarella?
– ¡Oh, esa está llena de problemas!
– Miseria, ¿no?
– Miseria.
Suspiraron las dos, profundamente. Cuando se miraban, había un rubor y una palidez que trasmutaba sus caras.
– También hoy te traigo malas noticias, Maddalena,- dijo finalmente Carmela.
– Nada, ¿no?
– Nada.
– Es mala suerte la mía, – murmuró Maddalena en voz baja. – He hecho tantas promesas a la Virgen, no a la Inmaculada, que ni siquiera soy digna de nombrarla, sino a la de los Dolores, que comprende y compadece mi desgracia… pero nada, ¡no ha podido hacer nada!
– La Virgen de los Dolores nos hará esta gracia, – dijo bajo Carmela, – esperemos el sábado próximo.
– Esperemos, – respondió la otra, humildemente.
– Adiós, Maddalena.
– Adiós, Carmela.
Maddalena volvió la espalda y con su paso, acompasado por los tacones de madera, desapareció en el zaguán; solo entonces Carmela estuvo como a punto de lanzarse tras ella para volver a llamarla; pero aquella ya estaba en casa. La muchacha se fue, corriendo, apretándose convulsamente el mantón, mordiéndose los labios para no sollozar. Oh, todas las amarguras, todas, incluso ese sábado sin pan, no eran nada frente a la que dejaba detrás, pero que iba con ella, eterna envenenadora, vergüenza eterna de su corazón.
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A las cinco y media, el patio de la Impresa estaba completamente vacío y silencioso; no entraba nadie, ni siquiera para mirar ese solitario tablero con los cinco números extraídos; los cinco números estaban ya colgados en todos los estancos de Lotto de Nápoles, y delante de cada uno de ellos, a lo largo de toda la ciudad, había un grupo de gente parada. Nadie entraba en el patio de la Impresa; el gentío volvería solo a los siete días. Entonces, se oyeron unas pisadas. Era un ujier del Lotto que llevaba de la mano a los dos niños del Hospicio de los Pobres: el que había extraído los números y el que debía extraerlos el próximo sábado. El ujier los acompañaba al Hospicio donde consignaría las veinte liras de pago semanal que hace el Real Lotto al niño que extrae los números. Los dos muchachos corrían tras el ujier, trinando alegremente. La costurera de blanco, que trabajaba en su máquina, levantó la cabeza y les sonrió. Luego volvió a plegar con el pie el pedal y a guiar el pedazo de tela, derecho, bajo la aguja; siguió tranquila, incansablemente, figura humilde y pura del trabajo.