Página dedicada a mi madre, julio de 2020

Nuevos cuentos de la Montaña: Mariana

Versión agosto de 2014

Texto original y versión española publicadoss con la autorización de los herederos del autor. El texto original reproduce el de la edición Contos, Miguel Torga, Publicações Dom Quixote, 20095, pp. 435-441.

 

– ¡A mi lindo hijo! ¡Ahora mismo se lo daba yo así, de balde! ¡Con lo que me ha costado parirlo y criarlo!…

Era julio, por todos lados el mismo verdor ondulando y la misma esperanza sonriendo. La tierra se bebía el sol y la humedad, luego se exprimía cuanto podía, y abarrotaba el mundo de hojas, de flores y de frutas.

Mariana, con el hijo – al que le brillaba aún la piel de la cabeza – en los brazos, iba andando y monologando.

– ¡Eso es lo que me faltaba! Tenedlos vosotros. Hacedlos vosotros, ¡qué lata!

En Caleirão, justo al borde del camino, Júlio Pessanha regaba.

– ¡Que Dios lo ayude!

– Vaya con Dios…

La azada en la mano del trabajador dio el golpe, y la tierra blanda, como una mujer ansiosa de amor, se bebió de un trago la corriente que la besó.

– ¿Adónde es la ida? – preguntó Júlio desde el bancal, mientras el manantial iba calmando la tierra.

– A Justes – respondió Mariana, sin convicción. – A Justes o a Gache, depende.

Se había detenido y miraba embobada el surco del agua corriendo. Estuvo así algún tiempo, mientras Júlio la miraba a su vez, abrasado de calor.

– Ya es hora…

– ¡Tienes tiempo, mujer!… Espera un poquito, que te acompaño hasta ahí arriba…

– Bien sé yo lo que usted quiere…

– Y entonces…

Mariana se rio, puso el pezón del pecho en la boca del hijo y esperó.

– Solo son tres bancales más – prometió Júlio, precipitado por el deseo.

– Vamos…

Tranquila, se sentó entonces en una estera, con la mano derecha alisando dulcemente la pelusilla del niño. Después, cuando Júlio acabó, se levantó y se fue caminando a su lado, en la paz simple de quien iba por buen camino. Junto a las fuentes, puso al niño a la sombra de un roble, sobre el chal, y se echó un poco delante entre las retamas, donde Júlio la esperaba ya…

– Adiós – dijo al fin, sin mirar al hombre.

– Entonces, adiós…

Camino adelante, en la tarde cálida, su cuerpo tenía ahora el frescor de la tierra mojada. El hijo, harto, dormía en sus brazos. Y Mariana, feliz, continuó el monólogo interrumpido.

– ¡Hay cada uno! ¡Darle al niño! ¡Eso es lo que faltaba! Unos a tenerlos, y otros a gozarlos… ¡A la gente se le ocurre cada cosa!…

En la vega de Justes, con olmos al borde del camino, el cuerpo y las palabras que decía se perdieron en la sombra del ramaje espeso. Y solo tres años después es cuando volvió a pasar de nuevo por allí, ahora acompañada de dos niños, una niña de pecho, y un pequeño, descalzo y pelirrojo, al que llevaba de la mano.

– ¡Que Dios lo ayude!

– Vaya con Dios…

Era Joaquim Fortunato, en la ciénaga, que estaba entresacando el maíz. En los brazos fuertes del cavador, el haz de las plantas hinchadas era como el cuerpo de una mujer que lo tentara.

– ¿Adónde es la ida?

A Pedralva – respondió Mariana al acaso. – O a Jurjais. Depende…

La pequeñita, babeando, dormía. El muchachito, extenuado, se acurrucó en la hierba del camino.

– ¿Qué haces, te sientas? – le riñó Mariana, cariñosamente.

– Toy cansao… – Deja que el muchacho descanse – dijo desde allá Joaquim Fortunato. – ¿Ha merendado?

El pequeño indicó que no con la cabeza, y el podador soltó la brazada de hierba y fue a buscar para él pan y queso.

– ¿Quieres tú también? – le preguntó luego a Mariana.

– Con mucho gusto…

– Pero entonces tienes que venir aquí…

Tenía el morral al fondo del bancal, a la sombra de un fresno que cubría el charco, con la calabaza de vino metida en el agua para que se refrescara. Mariana puso a la niña dormida sobre el chal, junto al hermano, y saltó la pared.

– Vuelvo ya. No tardo.

Fue, comió, y enseguida el mismo calor que ya la había inundado dos veces apareció en su sangre ante una palabra de Joaquim.

– Con esto no contaba yo… – comenzó él, mirándola y pasándose la mano por la nuca.

Ella se rio. Y poco tardó en sentir apagado el fuego que empezaba a quemarla también.

– Vámonos, hijos.

La pequeñita la miró con los ojos azules de Júlio Pessanha, sin ver nada. El muchacho es el que advirtió que la madre tenía tierra en la espalda.

– Adiós.

– Hasta otro día…

Joaquim Fortunato se quedó con el gusto en la boca de ese momento inesperado y sabroso. Por eso se despidió reticente y, siempre que podía, venía hasta la vega con la esperanza de ver pasar otra vez el cuerpo abierto y generoso de Mariana.

Pero el maíz maduró, llegó el invierno, la tierra se cubrió nuevamente de verdor, y nada de que la mujer apareciera.

Andaba lejos, por tierras de Vessadios, y fue en plena sierra de los Corvos donde una mañana Lopo se encontró con ella mientras cruzaba con el rebaño.

– ¡Que Dios lo ayude!

– Vaya con Dios…

Traía ahora tres hijos, una pareja a pie, y en los brazos, un mocito moreno, casi con la cara de Joaquim Fortunato.

Era marzo y aún hacía frío. En el monte rociado que el pálido frío de la mañana iba secando despacio, brillaban las telarañas, extendidas, secándose sobre las aulagas. El pastor había encendido una hoguera. El humo de las carquejas mojadas subía al cielo lentamente, débil y voluptuoso.

– Caliéntense.

Se acercaron todos al fuego.

Abrigadas por la lana, plácidas, las ovejas pastaban. El laboreiro,1 echado junto a la lumbre, dormitaba. Una paz contenida lo cubría todo.

– No te imaginaba ahora por estos sitios – comenzó Lopo, liando un cigarro fuerte.

Mariana sintió otra vez que le hervía la sangre en las venas. La hoguera necesitaba leña.

– ¿Y si fuéramos a un almiar de ramas que hay ahí delante a buscar un puñado de ellas?

Mariana se calló. El fuego, por dentro, continuaba quemándola.

– Pon ahí al pequeño – le ordenó él.

Ella obedeció. Y, más adelante, en una cerca, sobre gavillas secas de matorral, su cuerpo se serenó.

– Vamos, hijos – dijo poco después, antes incluso de que se le cayeran sobre los tizones apagados la hojarasca que traía. – Vamos, hijos.

Los dos mayores se levantaron, y el pequeñito se quedó mirándola desde el suelo, inquieto, ansioso de brazos y pecho.

– El muchacho ya podía comenzar a servir… Yo, a su edad, guardaba cabras… ¿Quieres dejarlo conmigo? – propuso Lopo.

– ¡¿Dejarlo?!

Por el camino, la palabra sonaba como un zumbido atroz en sus oídos escandalizados.

– ¡Dejarlo! ¡Hay cada uno! ¡Enseguida iba yo a dejarle al niño!

En los bosques de Vale-Fundeiro la declaración tenía el tamaño y el vigor de los castaños sin edad que allí crecían. Y solo al llegar a la vega de Constantim se atenuó esa indignación, desvanecida poco a poco por el verdor apacible de las ciénagas.

– ¡Esto sí que es tierra! – no se contuvo el niño mayor, con el instinto campesino de Custódio, el padre, brillándole en los ojos.

– Es como las otras, ¿qué tiene de más? – respondió Mariana, sin comprender la hondura del grito.

– ¡Mire que no es así!

Mariana no podía entender la voz ancestral que irrumpía de la naturaleza virginal del hijo. La tierra le parecía una, indivisible, nivelada en la misma serenidad y en el mismo destino de crear. Aquí, allí, allá, cerros o descampados, vegas o sierras, eran sitios iguales, que ella recorría sin distinguir la calidad del barro que se le pegaba a los pies. Lo comprendía todo, menos la querencia de la perdiz por el monte nativo. Todos los horizontes le impresionaban del mismo modo. En cualquier bosque menudo paría con naturalidad, y detrás de cualquier pared recibía la savia de una nueva vida. No. Ni entendía al muchacho que elogiaba las ciénagas de Constantim, ni la sensualidad de Jeremias Manso que quería hacer de ella un simple instrumento de placer.

– Otra vez… – le pedía él, al verla levantarse, honesta y pura como un terruño sembrado.

Ni siquiera respondió. Salió del centeno, se puso al frente de la camada y retomó el camino de su aventura.

Solo en Ordonho ablandó la marcha.

– ¿Cuántos son en total? – preguntó Raul, que ya no veía bien, cuando el grupo pasó por su puerta.

– Siete – respondió el cuñado.

– ¡Válganos Dios! ¡Qué desgracia! Las muchachas ya son mujeres, y la madre dándoles ese ejemplo…

Pero Mariana ya iba lejos, ajena al celo del viejo sátiro. Pedía: si daban, daban; si no daban, dejaba que los hijos mataran el hambre en los sotos, en los frutales o en las viñas, y a quien intentaba, de un modo o de otro, romper la perfecta unidad que formaba con su prole, le respondía rugiendo como una leona herida.

– ¡¿Criada?! ¡Ahora mismo le daba yo a la niña como criada! ¡A la gente se le ocurre cada cosa! De comprarle un trapo para que se vistiera no se acordó la señora. ¡Criada! ¡Qué interés!… A servir, ponga a sus hijas, si no les tiene afecto… ¡Por las mías, bien tranquila puede estar!

Iba ya por los bosques de Bouço y la indignación perduraba aún.

– ¡Criada!

La palabra, dicha a propósito de su Zulmira, le parecía un insulto sin perdón.

– ¡Háblale a la gente!…

Mariana ni se dignó a detener la mirada en el rostro de Lopo. Su vientre estaba ya fecundado por Guilherme da Póvoa, y Lopo, como los otros, pasada la hora, no significaba nada, nada, en su recuerdo. La pureza con que se entregaba los tocaba con una fuerza creadora e irresponsable que los inmaterializaba como dioses distantes. La tierra humilde era ella. Ellos actuaban apenas como el viento que trae la semilla y pasa. Pero todos insistían en permanecer unidos al dulce sabor de un minuto, y la querían por segunda vez.

– En los montes de Vessadios, ¿no te acuerdas?

– ¡Usted está chiflado! ¡Yo ni lo conozco!

Lopo no podía creer lo que oía. Y por orgullo ofendido, débil señal de la sangre y de la pena del solitario, tuvo un gesto:

– Me conozcas o no, ya tuviste un hijo mío. Por eso, quiero al niño.

– ¡¡¿Qué niño?!! – preguntó Mariana, espantada.

– Ese. El que está junto a la del vestido de rayas.

– ¡¿Mi Jorge?! ¡Usted está loco! ¡Los niños son míos, muy míos! Atrévase a tocarlos, si quiere ver…

El pastor se había aproximado, en un deseo indeciso de sacar de la cepa al retoño que le pertenecía. No lo movía ningún impulso profundo. Era la reacción de un momento, sin calor verdadero. Y como Mariana parecía una cabra de las suyas, dispuesta a cornear a ciegas al perro que le oliese la cría, él detuvo los pasos que había dado sin convicción.

– Bien, está bien… Pero sale perdiendo… – dijo entonces, justificando la debilidad de su apego al andrajoso ser al que había ayudado a darle la vida. – Eres idiota…

Mariana sonrió. Y seguida por el rebaño completo, se marchó a Valongueiras, a la limosna del sábado en casa del Sr. Vitorino.

– ¿Esa mujer sigue con la misma vida? – preguntó en la sala Marília, que acababa de llegar del colegio con un sello sin tinta en la virginidad.

– Así sigue…

– ¡Qué poca vergüenza!

– ¿Qué vamos a hacer?

– Quitarle a los niños y meterlos en un asilo.

– ¡Déjate de asilos! – reprobó el Sr. Vitorino, quien había tenido una niñez atormentada.

– ¡Entonces, llamar al orden a los responsables!

– ¡Ve a hablarles de ello!

– ¡Pues claro que voy!

Se levantó llena de celo, y fue derecha como una heroína al encuentro del lodazal.

Rodeada de su cuadrilla, Mariana tomaba en paz, en la cocina, el caldo de la caridad.

– ¿Estás bien?

– Sí, muchas gracias. Voy tirando…

– Mira, ¿los padres de los niños no se ocupan de ellos?

Mariana sonrió, llena de una inocencia que la otra no entendía. Y respondió, en su pureza:

– Niña, sepa que ellos no tienen padres… Son solo míos.

 

1 Perro de Castro Laboreiro, raza originaria del norte de Portugal, utilizado principalmente para guardar los rebaños.

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