5. LA IMAGINACIÓN QUE COLMA
La imaginación trabaja continuamente para tapar todas las grietas por las que podría pasar la gracia.
Todo vacío (no aceptado) produce odio, acritud, amargura, rencor. El mal que le deseamos a lo que odiamos, y que imaginamos, restablece el equilibrio.
Los milicianos del «Testamento español» que inventaban victorias para soportar la muerte, ejemplo de imaginación que colma el vacío. Aunque no vayamos a ganar nada con la victoria, soportamos morir por una causa que sea victoriosa, no por una causa que será vencida. Por algo absolutamente privado de fuerza, eso sería sobrehumano (discípulos de Cristo). El pensamiento de la muerte requiere un contrapeso, y ese contrapeso – además de la gracia – no puede ser más que una mentira.
La imaginación que colma los vacíos es esencialmente mentirosa. Excluye la tercera dimensión, pues solo los objetos reales son los que están en las tres dimensiones. Ella excluye las relaciones múltiples.
Intentar definir las cosas que, aun produciéndose de hecho, permanecen en un sentido imaginario. Guerra. Crímenes. Venganzas. Desgracia extrema.
Los crímenes, en España, se cometían de hecho y, sin embargo, se parecían a simples jactancias.
Realidades que no tienen más dimensiones que el sueño.
En el mal, como en el sueño, no hay lecturas múltiples. De ahí la simplicidad de los criminales.
Crímenes planos como sueños de dos lados: el lado del verdugo y el lado de la víctima. ¿Qué hay más espantoso que morir en una pesadilla?
Compensaciones. Marius imaginaba la venganza futura. Napoleón soñaba con la posteridad. Guillaume deseaba una taza de té. Su imaginación no estaba lo suficientemente agarrada al poder como para atravesar los años: se dirigía hacia una taza de té.
Adoración de los grandes por el pueblo en el siglo XVII (La Bruyère). Era un efecto de la imaginación que colma vacíos, efecto que se desvaneció cuando se sustituyó por el dinero. Dos efectos bajos, pero el dinero, más aún.
En cualquier situación, si detenemos la imaginación que colma, hay vacío (pobres de espíritu).
En cualquier situación (pero, en algunas, ¡al precio de qué rebajamiento!), la imaginación puede colmar el vacío. Es así como los seres medios pueden ser prisioneros, esclavos, prostituidos, y atravesar cualquier sufrimiento sin purificación.
Continuamente suspender en uno mismo el trabajo de la imaginación que colma vacíos.
Si aceptamos cualquier vacío, ¿qué contratiempo del destino puede impedirnos amar el universo?
Estamos seguros de que, suceda lo que suceda, el universo es pleno.
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6. RENUNCIA AL TIEMPO
El tiempo es una imagen de la eternidad, pero es también un sucedáneo de la eternidad.
El avaro a quien se le ha cogido su tesoro. Es el pasado congelado lo que se le quita. Pasado y porvenir, las únicas riquezas del hombre.
Porvenir que colma vacíos. A veces también el pasado desempeña esta función (era, he hecho…) En otros casos, la desgracia vuelve intolerable el pensamiento de la felicidad; priva entonces al desgraciado de su pasado (nessun maggior dolore…).
El pasado y el porvenir impiden el efecto saludable de la desgracia al proveer un campo ilimitado para elevaciones imaginarias. Es por ello por lo que la renuncia al pasado y al porvenir es la primera de las renuncias.
El presente no recibe finalidad. El porvenir, tampoco, pues es solo lo que será presente. Pero no lo sabemos. Si se lleva al presente la punta de ese deseo en nosotros que corresponde a la finalidad, esta lo atraviesa y llega hasta lo eterno.
Ahí está el uso de la desesperación que aparta del porvenir.
Cuando estamos decepcionados por un placer que esperábamos y que llega, la causa de la decepción es que lo esperábamos en el porvenir. Y una vez que está ahí, es presente. Sería necesario que el porvenir estuviera ahí sin dejar de ser porvenir. Absurdo del que solo cura la eternidad.
El tiempo y la caverna. Salir de la caverna, estar desprendido consiste en no orientarse ya hacia el porvenir.
Un modo de purificación: orar a Dios, no solo en secreto en relación a los hombres, sino pensando que Dios no existe.
Piedad con respecto a los muertos: hacerlo todo por lo que ya no existe.
El dolor de la muerte de otro, es este dolor del vacío, del desequilibrio. Esfuerzos ya sin objeto, por tanto sin recompensa. Si la imaginación lo suple, rebajamiento. «Deja que los muertos entierren a sus muertos.» ¿Y su propia muerte no es lo mismo? El objeto, la recompensa están en el porvenir. Privación de porvenir, vacío, desequilibrio. Es por ello por lo que «filosofar es aprender a morir». Es por ello por lo que «orar es como una muerte».
Cuando el dolor y el agotamiento lleguen al punto en que hagan que nazca en el alma el sentimiento de la perpetuidad; contemplando esta perpetuidad con aceptación y amor, nos arrancamos hasta la eternidad.
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7. DESEAR SIN OBJETO
La purificación es la separación entre el bien y la codicia.
Descender a la fuente de los deseos para arrancarle la energía a su objeto. Es ahí donde los deseos son verdaderos, en tanto que energía. Es el objeto el que es falso. Pero desgarro indecible en el alma al separarse un deseo de su objeto.
Si descendemos a nosotros mismos, encontramos que poseemos exactamente lo que deseamos.
Si deseamos a tal ser (muerto), deseamos a un ser particular, limitado; por tanto, es necesariamente un mortal, y deseamos a tal ser, a ese ser que… al que… etc., en suma, a ese ser que ha muerto, tal día, a tal hora. Y lo tenemos – muerto.
Si deseamos dinero, deseamos una moneda (institución), deseamos algo que no puede ser adquirido sino en una o en otra condición; por tanto, no lo deseamos sino en la medida en que… Bien, en esa medida, lo tenemos.
El sufrimiento, el vacío son en esos casos el modo de existir de los objetos del deseo. Quitemos el velo de la irrealidad, y veremos que así nos son dados.
Cuando lo vemos, sufrimos aún, pero somos felices.
Llegar a saber exactamente lo que ha perdido el avaro al que se le ha robado el tesoro; aprenderíamos mucho.
Lauzun y el cargo de capitán de mosqueteros. Él prefería ser prisionero y capitán de mosqueteros a ser libre y no capitán.
Esos son vestidos. «Tuvieron vergüenza de estar desnudos.»
Perder a alguien: sufrimos que el muerto, el ausente se haya vuelto imaginario, falso. Pero el deseo que tenemos de él no es imaginario. Descender a uno mismo, donde reside el deseo que no es imaginario. Hambre: imaginamos alimentos, pero el hambre misma es real: saciarse del hambre. La presencia del muerto es imaginario, pero su ausencia es muy real; ella es ahora su modo de aparecer.
No hay que buscar el vacío, pues sería tentar a Dios contar con el pan sobrenatural para colmarlo. Tampoco hay que huir de él.
El vacío es la plenitud suprema, pero el hombre no tiene derecho a saberlo. La prueba es que Cristo mismo la ignoró por completo, un momento. Una parte de mí debe saberlo, pero las otras, no, pues si lo supieran a su bajo modo, ya no habría vacío.
Cristo ha tenido toda la miseria humana, salvo el pecado. Pero ha tenido todo lo que hace al hombre capaz de pecado. Lo que hace al hombre capaz de pecado es el vacío. Todos los pecados son tentativas para colmar vacíos. Así mi vida llena de manchas está cerca de la suya, perfectamente pura, e igualmente por los caminos mucho más bajos. Por muy bajo que caiga, no me alejaré mucho de él. Pero eso, si caigo, ya no podré saberlo.
Un apretón de manos de un amigo al que he vuelto a ver después de una larga ausencia. No noto siquiera si es por el sentido de tocar un placer o un dolor: como el ciego siente directamente los objetos al final de su bastón, siento directamente la presencia del amigo. Lo mismo en las circunstancias de la vida, cualesquiera que sean, y Dios.
Eso implica que no hay que buscar nunca consuelo en el dolor. Pues la felicidad está más allá del dominio del consuelo y del dolor. Ella se percibe con otro sentido; del mismo modo que la percepción de los objetos al final del bastón o de un instrumento es distinta a la de tocarlos propiamente dicho. Este otro sentido se forma por el desplazamiento de la atención al medio de un aprendizaje en que el alma completa y el cuerpo participan.
Es por ello por lo que en el Evangelio: «Os digo que ellos han recibido su salario.» No es necesaria la compensación. Es el vacío en la sensibilidad la que lleva más allá de la sensibilidad.
Negación de San Pedro. Decirle a Cristo «te seré fiel» es ya negarlo, pues era suponer en él mismo y no en la gracia la fuente de la fidelidad. Felizmente, como él era elegido, esa negación ha llegado a ser manifiesta para todos y para él. ¡En cuántos otros, tales jactancias se cumplen – y nunca lo comprenden!
Era difícil serle fiel a Cristo. Era una fidelidad en el vacío. Mucho más fácil serle fiel hasta la muerte a Napoleón. Más fácil para los mártires, más tarde, ser fieles, pues ya había una iglesia, una fuerza, con promesas temporales. Se muere por lo que es fuerte, no por lo que es débil, o al menos por lo que, siendo momentáneamente débil, guarda una aureola de fuerza. La fidelidad a Napoleón en Santa Helena no era fidelidad en el vacío. Morir por lo que es fuerte hace que la muerte pierda su amargura. Y, al mismo tiempo, todo su precio.
Suplicarle a un hombre es una tentativa desesperada para hacer pasar, a fuerza de intensidad, el propio sistema de valores al espíritu de otro. Suplicarle a Dios es lo contrario: tentativa para hacer pasar los valores divinos a la propia alma. Lejos de pensar, lo más intensamente que se pueda, los valores a los que estamos apegados, es un vacío interior.
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8. EL YO
No poseemos nada en el mundo – pues el azar puede quitárnoslo todo – a no ser el poder de decir yo. Es eso lo que hay que darle a Dios, es decir, destruir. No hay absolutamente ningún otro acto libre que nos esté permitido, sino la destrucción del yo.
Ofrenda: no podemos ofrecer más que el yo, y todo lo que llamamos ofrenda no es más que una etiqueta puesta sobre una revancha del yo.
Nada en el mundo puede quitarnos el poder de decir yo. Nada, salvo la extrema desgracia. Nada es peor que la extrema desgracia que desde fuera destruye al yo, pues desde entonces no podemos destruirlo nosotros mismos. ¿Qué les ocurre a aquellos cuya desgracia ha destruido desde fuera al yo? No podemos representarnos con respecto a ellos más que la aniquilación al modo de la concepción atea o materialista.
Que hayan perdido el yo no quiere decir que no tengan ya egoísmo. Al contrario. Cierto, eso sucede algunas veces, cuando se produce una abnegación total. Pero otras veces el ser está, por el contrario, reducido al puro egoísmo, vegetativo. Un egoísmo sin yo.
Por poco que se haya comenzado el proceso de destrucción del yo, podemos impedir que ninguna desgracia nos haga mal. Pues el yo no es destruido por la presión externa sin una extrema rebelión. Si nos negamos a esta rebelión por amor a Dios, entonces la destrucción del yo no se produce desde fuera, sino desde dentro.
Dolor redentor. Cuando el ser humano está en el estado de perfección, cuando por el socorro de la gracia, ha destruido completamente en sí mismo el yo, entonces cae en el grado de desgracia que se correspondería para él con la destrucción del yo por el exterior; ahí está la plenitud de la cruz. La desgracia ya no puede destruir el yo, pues el yo no existe ya, al haber desaparecido y haberle dejado el lugar a Dios. Pero la desgracia produce un efecto equivalente, en el plano de la perfección, a la destrucción exterior del yo. Produce la ausencia de Dios. «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
¿Qué es esta ausencia de Dios producida por la extrema desgracia en el alma perfecta? ¿Qué es este valor que está ahí prendido y que llamamos dolor redentor?
El dolor redentor es ese por el que el mal tiene realmente la plenitud del ser en toda la medida en que puede recibirla.
Por el dolor redentor, Dios está presente en el mal extremo. Pues la ausencia de Dios es el modo de la presencia divina que corresponde al mal – la ausencia sentida. El que no tiene en sí mismo a Dios no puede sentir su ausencia.
Es la pureza, la perfección, la plenitud, el abismo del mal. Mientras que el infierno es un falso abismo (cf. Thibon). El infierno es superficial. El infierno es la nada que tiene la pretensión y da la ilusión de ser.
La destrucción puramente exterior del yo es dolor casi infernal. La destrucción exterior a la que el alma se asocia por amor es dolor expiatorio. La producción de ausencia de Dios en el alma completamente vaciada de ella misma por amor es dolor redentor.
En la desgracia, el instinto vital sobrevive a los apegos arrancados y se sujeta ciegamente a todo lo que puede servirle de soporte, como una planta sujeta sus zarcillos. El reconocimiento (a no ser en una forma baja), la justicia no son concebibles en ese estado. Esclavitud. Ya no hay una cantidad suplementaria de energía que sirve de soporte al libre arbitrio, en medio de la cual el hombre toma distancia. La desgracia, bajo este aspecto, es odiosa, como lo es siempre la vida al desnudo, como un muñón, como el pulular de los insectos. La vida sin forma. Sobrevivir es ahí el único apego. Es ahí donde comienza la extrema desgracia, cuando todos los apegos son reemplazados por el de sobrevivir. El apego aparece ahí al desnudo. Sin otro objeto que él mismo. Infierno.
Es por este mecanismo por el que nada les parece más dulce a los desgraciados que la vida, incluso cuando su vida no sea en nada preferible a la muerte.
En esa situación, aceptar la muerte es el desapego total.
Casi-infierno en la tierra. El desarraigo extremo en la desgracia.
La injusticia humana fabrica generalmente no mártires, sino casi condenados. Los seres caídos en el casi-infierno son como un hombre despojado y herido por ladrones. Han perdido el vestido y el carácter.
El mayor sufrimiento que deja subsistir las raíces está aún a una distancia infinita del casi-infierno.
Cuando se rinde servicio a los seres así desarraigados y a cambio se reciben malos gestos, ingratitud, traición, se padece simplemente una débil parte de su desgracia. Tenemos el deber de exponernos a ello, en una medida limitada, como tenemos el poder de exponernos a la desgracia. Cuando ello se produce, debemos soportarla como se soporta la desgracia, sin relacionar eso con personas determinadas, pues eso no se relaciona con ello. Hay algo impersonal en la desgracia casi infernal, como en la perfección.
Por aquellos cuyo yo ha muerto no se puede hacer nada, absolutamente nada. Pero nunca se sabe si, en un ser humano determinado, el yo está muerto del todo o solo inanimado. Si no está del todo muerto, el amor puede animarlo como por una picadura, pero solo el amor completamente puro, sin la menor traza de condescendencia, pues el menor matiz de desprecio lo precipita a la muerte.
Cuando el yo está herido por el exterior, mantiene en principio la rebelión más extrema, más amarga, como un animal que lucha. Pero desde el momento en que el yo está muerto a media, desea que acaben con él y se deja ir al desvanecimiento. Si entonces un toque de amor lo despierta, siente un dolor extremo que suscita cólera y a veces odio contra el que ha provocado este dolor. Por ello, entre los que han caído, esas reacciones en apariencia inexplicables de venganza contra el bienhechor.
Sucede también que el amor del bienhechor no sea puro. Entonces, en el yo, despertado por el amor, al recibir tan pronto una nueva herida por el desprecio, brota el odio más amargo, un odio legítimo.
Aquel cuyo yo está completamente muerto, por el contrario, en modo alguno es molestado por el amor que se le testimonia. Se deja hacer como los perros y los gatos que reciben alimentos, calor y caricias y, como ellos, está ávido de recibirlos lo más posible. Según el caso, se apega como un perro o se deja hacer con una especie de indiferencia, como un gato. Se bebe sin el menor escrúpulo toda la energía de quienquiera que se ocupe de él.
Por desgracia, toda obra de caridad corre el riesgo de tener como clientes a una mayor parte de gente sin escrúpulo o sobre todo a seres cuyo yo ha sido asesinado.
El yo es tanto más rápidamente asesinado cuanto más débil sea el carácter del que sufre la desgracia. Con mayor exactitud, la desgracia limita, la desgracia destructora del yo se sitúa más o menos lejos, de acuerdo con el temple del carácter, y cuanto más lejos se sitúe, más fuerte decimos que tiene el carácter.
La situación más o menos alejada de este límite es – probablemente – un hecho natural, como la facilidad para las matemáticas, y el que, sin tener fe alguna, está orgulloso de haber conservado una «buena moral» en circunstancias difíciles no tiene más razón que el adolescente que se vanagloria de tener facilidad para las matemáticas. El que cree en Dios corre el peligro de una ilusión aún mayor, a saber, el de atribuirle a la gracia lo que es simplemente un efecto natural esencialmente mecánico.
La angustia de la extrema desgracia es la destrucción exterior del yo. Arnolphe, Fedra, Licaón. Tenemos razón al arrojarnos de rodillas, al suplicar bajamente, cuando la muerte violenta que va a abatirse debe matar desde fuera al yo antes incluso de que la vida sea destruida.
«También Níobe, la de los hermosos cabellos, pensó en comer.» Ello es sublime, como lo es el espacio en los frescos del Giotto.
Una humillación que nos fuerza a renunciar incluso a la desesperación.
El pecado en mí dice «yo».
Yo lo soy todo. Pero ese «yo» es Dios. Y no es un yo.
El mal hace la distinción, impide que Dios sea el equivalente de todo.
Es mi miseria la que hace lo que yo soy. Es la miseria del universo la que hace, en cierto sentido, que Dios sea yo (es decir, una persona).
Los fariseos eran personas que contaban con su propia fuerza para ser virtuosos.
La humildad consiste en saber que en lo que llamamos «yo» no hay ninguna fuente de energía que nos permita elevarnos.
Todo lo que es precioso en mí, sin excepción, viene de otro lugar distinto al yo, no como don, sino como algo que se nos ha confiado y que debe ser renovado sin cesar. Todo lo que hay en mí, sin excepción, carece absolutamente de valor; y, entre los dones que vienen de fuera, todo aquello de lo que me apropio pierde inmediatamente su valor.
La alegría perfecta excluye incluso el sentimiento de alegría, pues en el alma, llena por el objeto, ninguna partícula está disponible para decir «yo».
No nos imaginamos tales alegrías cuando están ausentes, así nos falta la estimulación para buscarlas.