Cuentos ejemplares: El viaje
Versión 2015
Texto original y versión española publicados
con la autorización de los herederos de la autora.
Al club de lectura «O Ramalhete» (Sevilla)
La carretera iba por medio de los campos, y a lo lejos, a veces, se veían las sierras. Era a principios de septiembre y la mañana se extendía a través de la tierra, vasta de luz y plenitud. Todas las cosas parecían encendidas.
Y en el coche que los llevaba, la mujer le dijo al hombre:
– Es la mitad de la vida.
A través de los cristales, las cosas huían hacia atrás. Las casas, los puentes, las sierras, las aldeas, los árboles y los ríos huían y parecían ser devorados sucesivamente. Era como si la propia carretera se los tragara.
Apareció un cruce. Allí giraron a la derecha. Y siguieron.
– Tenemos que estar llegando – dijo el hombre.
Y continuaron.
Árboles, campos, casas, puentes, sierras, ríos huían hacia atrás, resbalaban a lo lejos.
La mujer miró inquieta a su alrededor y dijo:
– Tenemos que estar confundidos. Tenemos que haber venido por un camino equivocado.
– Tiene que haber sido en el cruce – dijo el hombre, parando el coche. – Hemos girado a poniente, teníamos que haber girado a levante. Ahora tenemos que volver al cruce.
La mujer echó la cabeza hacia atrás y vio lo mucho que el sol se había elevado ya en el cielo y cómo las cosas estaban perdiendo despacio su sombra. Vio también que el rocío se había secado ya en las hierbas junto a la carretera.
– Vamos – dijo ella.
El hombre giró el volante, el coche dio media vuelta en la carretera y volvieron atrás.
La mujer, cansada, cerró un poco los ojos, apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y se puso a imaginar el lugar al que iban. Era un lugar al que nunca habían ido. Ni conocían a nadie que hubiera estado allí. Solo lo conocían por el mapa y por el nombre. Se decía que era un lugar maravilloso.
Ella pensó que la casa tenía que ser silenciosa, llena de paz y blanca, rodeada de rosales; y pensó que el jardín tenía que ser grande y verde, recorrido por murmullos.
Y alguien le había dicho que por el jardín pasaba un río claro, brillante, transparente. En el fondo del río se veía la arena y se veían las pequeñas piedras limpias y pulidas. En las orillas crecía una hierba fina, mezclada con trébol. Y los árboles de copa redonda, cargados de frutas, crecían en ese prado.
– Apenas lleguemos – dijo ella -, vamos a darnos un baño en el río.
– Nos damos un baño en el río y después nos echamos en el césped a descansar – dijo el hombre, siempre con los ojos fijos en la carretera.
Y ella imaginó, con sed, el agua clara alrededor de sus hombros, e imaginó el césped en el que se echarían los dos, uno al lado del otro, a la sombra de los follajes y de las frutas. Allí pararían. Allí habría tiempo para posar los ojos en las cosas. Allí habría tiempo para tocar las cosas. Allí podrían respirar despacio el perfume de los rosales. Allí todo sería demora y presencia. Allí habría silencio para escuchar el murmullo claro del río. Silencio para decir las graves y puras palabras llenas de paz y de alegría. Allí nada faltaría: el deseo sería estar allí.
A través de los cristales, campos, pinares, montes y ríos huían hacia atrás.
– Tenemos que estar llegando al cruce – dijo el hombre.
Y siguieron.
Ríos, campos, pinares y montes. Y pasó media hora.
– Ya tendríamos que haber llegado al cruce – dijo el hombre.
– Seguramente nos hemos confundido en el camino – dijo la mujer.
– No podemos habernos confundido – dijo el hombre -, no había otro camino.
Y siguieron.
– El cruce ya debería haber aparecido – dijo el hombre.
– ¿Qué vamos a hacer? – preguntó la mujer.
– Seguir adelante.
– Pero estamos perdiéndonos.
– No veo otro camino – dijo el hombre.
Y siguieron.
Encontraron ríos, campos, montes; atravesaron ríos, campos, montes; perdieron ríos, campos, montes. Los paisajes huían, lanzados hacia atrás.
– Estamos perdiéndonos cada vez más – dijo la mujer.
– Pero ¿dónde hay otro camino? – preguntó el hombre.
Y paró el coche.
A la izquierda, había una gran llanura vacía; a la derecha, una colina cubierta de árboles.
– Vamos a subir a lo alto de la colina – dijo el hombre. – Desde allí deben divisarse todos los caminos del alrededor.
Subieron a lo alto de la colina y no divisaron las carreteras; pero divisaron a un cavador que cavaba en una huerta.
Caminaron hacia él y le preguntaron si conocía el camino hacia el cruce.
– Sí – dijo el cavador -, está al otro lado.
– ¿Puedes guiarnos hacia allí?
– Sí, pero primero tengo que terminar este canal para que el agua pase. Tardo poco.
– Esperamos – dijo el hombre.
– Tengo sed – dijo la mujer.
– Más allá, detrás de los peñascos – dijo el cavador señalando -, hay una fuente. Id a beber mientras yo termino el canal.
Caminaron en la dirección que el cavador había señalado, y detrás de los peñascos encontraron la fuente.
La fuente caía de lo alto y se clavaba en la tierra, derecha, limpia y brillante como una espada.
Allí bebieron y se quedaron con la cara y los cabellos salpicados por completo de gotas, rieron de alegría en el frescor del agua, se olvidaron del cansancio, del camino perdido, del viaje. La mujer se sentó en una piedra cubierta de musgo, el hombre se sentó a su lado, y los dos permanecieron unos momentos con las manos dadas, inmóviles y callados.
Después, un pájaro se posó cerca de la fuente, y el hombre dijo:
– Tenemos que irnos.
Se levantaron y reemprendieron el camino hacia la huerta, en busca del cavador.
Pero, cuando llegaron a la huerta, el cavador no estaba allí. Vieron el agua corriendo por los canales; vieron el perejil y la hierbabuena creciendo uno al lado del otro; pero no vieron al cavador.
– No ha querido esperar – dijo el hombre.
– ¿Por qué nos ha mentido?
– Tal vez no quisiera mentir. Tal vez no pudiera esperar. O tal vez se olvidara de nosotros.
– ¿Y ahora? – preguntó la mujer.
– Vamos a volver al coche y vamos a seguir en la dirección que él señaló hace poco.
Subieron y bajaron la colina en dirección al coche, pero cuando llegaron a la carretera, el coche había desaparecido.
– Tenemos que estar confundidos; tenemos que haber venido en otra dirección.
– O alguien nos ha robado el coche.
– ¿Dónde estará el cavador?
– Tal vez haya ido a la fuente, en nuestra búsqueda.
– Tenemos que encontrar a alguien que sepa dónde están el camino y el coche – dijo la mujer.
– Vamos otra vez a la fuente; seguramente el cavador ha ido allí.
Y se pusieron de nuevo en camino.
Subieron y bajaron la colina; cruzaron la huerta. Olía a hierbabuena y a tierra regada. Pero, al otro lado de los peñascos, no encontraron la fuente.
– No era aquí – dijo el hombre.
– Era aquí – dijo la mujer. – Era aquí. Tengo miedo. Vamos a volver deprisa a la carretera.
Y fueron a la carretera a buscar el coche.
– ¿Qué vamos a hacer? – preguntó la mujer.
– Seguiremos buscando – respondió el hombre.
Siguieron por la carretera. El sol continuaba subiendo en el cielo.
– Estoy cansada – dijo la mujer.
– Cuando lleguemos a la tierra a la que vamos, descansarás, tendida en el césped, a la sombra de los árboles y de las frutas.
– Tenemos que encontrar deprisa el camino – dijo la mujer.
A lo lejos, entre pinares, surgió una casa.
– Vamos hasta allí – dijo el hombre. – Tal vez haya alguien que sepa enseñarnos el camino.
Había una ligera brisa, y los pinos ondeaban.
Llamaron a la puerta de la casa. Nadie respondió. Escucharon y les pareció oír voces. Volvieron a llamar. Nadie respondió. Esperaron. Llamaron de nuevo, con fuerza, de vez en cuando, nítidamente, despacio. Los golpes retumbaron. Nadie respondió.
Entonces, el hombre avanzó derecho y forzó la puerta. Pero la casa estaba vacía.
Era una pequeña casa de campesinos. Una casa desnuda, en la que solo estaban escritos los gestos de la vida. Había una cocina y dos dormitorios. En un reborde de la pared de cal estaba colocada una imagen; frente a la imagen, ardía una lamparita de aceite; al lado, alguien había dejado un ramo de flores bendecidas en la Pascua.
No había nadie en la cocina. No había nadie en los dormitorios. No había nadie en la parte de atrás, donde las ropas se secaban, colgadas del alambre, gesticulando en la brisa.
En el horno, la ceniza aún estaba caliente, y encima de una mesa había pan y vino.
– Tengo hambre – dijo la mujer.
Se sentaron y comieron.
– ¿Y ahora? – preguntó la mujer.
– Vamos a volver otra vez a la carretera y continuaremos – dijo el hombre.
Salieron y cruzaron el pinar. Pero la carretera había desaparecido.
– Tengo miedo – dijo la mujer. – Ahora tengo cada vez más miedo. Todo desaparece.
– Estamos juntos – dijo el hombre.
– Pero ¿qué vamos a hacer sin carretera?
– Vamos a volver a la casa – dijo el hombre – y allí esperamos hasta que los dueños lleguen y nos enseñen el camino y nos ayuden.
Y de nuevo cruzaron los pinares. Pero, en el lugar en que había estado la casa, ahora solo había un pequeño claro y piedras esparcidas.
Ambos se quedaron mudos. Después, la mujer se dejó caer en el suelo y, tendida entre las piedras, lloró con la cara apoyada en la tierra.
– Vamos – dijo el hombre.
– ¿Adónde? – preguntó ella.
– Tenemos que encontrar algún camino.
– ¿Para qué? Perdemos todo lo que encontramos.
El hombre se arrodilló al lado de la mujer y le limpió la cara de lágrimas y tierra.
Después la levantó y ambos siguieron hacia delante.
Cruzaron el pinar y encontraron un campo.
Pero no se veía ningún camino.
En medio del campo había un manzano cargado de manzanas rojas, pulidas y redondas.
– ¡Qué lindas! – dijo la mujer.
Cogió una para ella y otra para el hombre. Se sentaron los dos en las hierbas finas a la sombra sosegada del árbol, y la carne firme, fresca y limpia de la manzana estalló entre sus dientes.
Era ya el principio de la tarde, y en el día lleno de luz, apoyados en el duro tronco oscuro y rugoso, descansaron en silencio, oyendo solo el levísimo rumor de la tierra bajo el sol.
Después el hombre dijo.
– Vamos.
Se levantaron y siguieron.
Ya en la linde de ese campo, junto al seto que lo separaba de otro campo, la mujer exclamó:
– Teníamos que haber cogido algunas manzanas. No sabemos dónde estamos, ni cuánto tendremos que caminar hasta encontrar de nuevo algo de comer.
– Es verdad – respondió el hombre.
Y, volviendo hacia atrás, caminaron hacia el manzano, que en medio del campo se dibujaba redondo.
Sin embargo, cuando llegaron junto al árbol, vieron que en las ramas, entre las hojas, todas las frutas habían desaparecido.
– Alguien ha pasado por aquí, ha pasado sin que lo viéramos y ha cogido todas las manzanas – dijo el hombre.
– ¡Ah! – exclamó la mujer -, ¡tan deprisa! ¡Todo desaparece tan deprisa! Encontramos las cosas. Están ahí. Pero cuando volvemos, ya han desaparecido. Y no sabemos ni quién las ha deshecho y se las ha llevado.
Bajando la cabeza, retomaron el camino en silencio.
Cruzaron sucesivos campos, pero no encontraron a nadie que los guiase y les respondiera. Junto a un seto vieron en el suelo un tarro de corcho y un botijo de barro.
La mujer destapó el tarro y miró dentro del botijo.
– Están vacíos – dijo ella.
– ¿Dónde estará el dueño?
Miraron alrededor, pero no divisaron a nadie. Llamaron, nadie respondió.
– Tal vez esté al otro lado del seto – dijo la mujer.
Cruzaron el seto, pero al otro lado no vieron a ningún hombre. Vieron solo un pequeño regato que corría casi escondido entre tréboles y berros. Arrodillados, se lavaron las manos y la cara. En la concha de sus manos la mujer bebió y le dio de beber al hombre.
– Si nos hubiésemos traído el botijo – dijo ella –, podríamos llevarnos agua.
– Y también podríamos llevarnos frutas en el tarro. Vamos a buscar el botijo y el tarro.
Cruzaron el seto.
Pero el botijo estaba roto y el tarro estaba totalmente roído.
– ¿Quién lo habrá roto?
– Tal vez la brisa o algún animal al pasar.
– ¿Quién lo habrá roído?
– Los ratones, las serpientes, los topos, los perros salvajes.
– Rotos y roídos, ya no sirven.
– Vámonos deprisa – dijo la mujer.
Era ya media tarde cuando vieron un gran bosque, de cuya orla partía un sendero.
– Vamos por el sendero. Yendo por allí tenemos que encontrar gente. Los senderos están hechos para que pasen las personas. Los senderos están hechos para llevarnos a los lugares donde hay gente.
Y entraron en el bosque.
Robles, castaños, tilos y abedules, cedros y pinos cruzaban sus ramas. Grandes rayos de luz oblicua pasaban entre los troncos. El aire era verde y dorado.
– ¡Qué bonito bosque! – exclamó la mujer.
– ¡Qué bonito bosque! – exclamó el hombre.
Aquí y allí estallaba una rama seca. A veces una piña caía de lo alto. Se oía el murmullo de la brisa en las hojas altas. Se oía el canto de los pájaros escondidos. Se oía el silencio de los musgos y de la tierra.
Y balanceados en la belleza, en la música y en el perfume del bosque, el hombre y la mujer siguieron con las manos dadas por el sendero.
Hasta que oyeron a lo lejos un sonido de hachazos. Continuaron andando y aproximándose al sonido.
– ¡Viene de allí! – dijo la mujer.
Y saliendo del sendero se metieron a la derecha.
Encontraron a un leñador cortando leña.
– Estamos perdidos – dijo el hombre -, estamos buscando el camino que lleva a la carretera.
– Id siempre derecho por el sendero – dijo el leñador – y encontraréis la carretera.
– Gracias – dijo el hombre.
Y volvieron los dos hacia atrás.
Pero no encontraron el sendero.
– ¿Cómo nos hemos perdido? – dijo la mujer.
– Vamos a pedirle al leñador que nos guíe – dijo el hombre.
Volvieron al lugar en el que habían hablado con el leñador. Pero solo encontraron leña cortada. El leñador había desaparecido.
– Se ha marchado – dijo la mujer.
– No debe de estar lejos. Vamos a llamarlo.
Llamaron repetidas veces. Pero ninguna voz, ningún rumor humano les respondió. Solo oían cantos de pájaros, sonidos de ramas secas que crujían, murmullos de brisa en las hojas.
– Vamos a escuchar callados – dijo el hombre. – No puede estar aún muy lejos, tal vez se pueda escuchar aún el ruido de sus pasos.
Y escucharon callados.
Pero solo se oían los ruidos del bosque.
– Conozco un modo mejor de escuchar – dijo la mujer.
Y se puso de rodillas y acercó, primero uno, después otro, los oídos a la tierra.
Pero solo oyó el silencio palpitante de la tierra.
– Solo oigo la tierra – dijo ella.
– Vamos hacia delante – respondió el hombre.
Y siguieron.
Encontraron un seto cargado de moras.
– ¡Son maravillosas! – dijo la mujer.
El hombre cogió un puñado de moras y se las extendió en la palma de la mano a la mujer. Ella las probó y volvió a decir:
– ¡Son maravillosas!
Riendo, comenzaron los dos a coger moras y, habiendo reunido una gran cantidad, se sentaron en el suelo a comer. La luz oblicua de la tarde pasaba entre los troncos oscuros y encendía el verde de las hierbas. Cuando acabaron de comer, el hombre dijo:
– Tenemos que irnos. Tenemos que encontrar la carretera y la tierra a la que vamos.
– ¿Cómo vamos a encontrar esa tierra, si ni siquiera sabemos dónde estamos?
– Tenemos que buscar – respondió el hombre.
Se levantaron para marcharse.
– Espera – dijo la mujer. – Quiero llevarme moras.
Y, desatando el nudo del pañuelo que traía en el cuello, lo abrió y lo extendió en el suelo. Comenzaron los dos a coger moras y reunieron una gran pirámide dentro del pañuelo. Después, ataron dos a dos las cuatro puntas.
– Vamos – dijo el hombre, pasando el dedo entre los dos nudos.
Y retomaron el camino.
Iban con las manos dadas a través del aire dorado y verde.
– ¡Este bosque es lindo! – dijo la mujer.
– Lo es – dijo el hombre, – pero no hemos encontrado aún la carretera.
La mujer, sin embargo, echó la cabeza para atrás y respiró profundamente el olor de los árboles y de la tierra. Extendió la mano en el aire, y en la punta de sus dedos se posó una mariposa.
– ¡Ah! – dijo ella -, incluso perdida, veo lo perfumado y hermoso que está todo. Incluso sin saber si alguna vez llegaré, me apetece reír y cantar en honor de la belleza de las cosas. Incluso en este camino que no sé adónde lleva, los árboles son verdes y frescos como si los alimentase una certeza profunda. Incluso aquí la luz se posa leve en nuestros rostros como si nos reconociera. Estoy llena de miedo y estoy alegre.
– El aire y la luz – dijo el hombre – son buenos y hermosos. Si no estuviésemos perdidos, esta caminata sería un viaje maravilloso. Pero el aire y la luz no saben enseñarnos la carretera.
Oyeron un pequeño murmullo cristalino y, dando algunos pasos más, encontraron un río.
Era un pequeño río estrecho y claro, en cuyas márgenes crecían flores salvajes rosas y blancas.
El hombre y la mujer se echaron boca abajo en el suelo, acercaron la cara al agua y comenzaron a beber.
– ¡Qué agua tan limpia! – exclamó la mujer. – Vamos a darnos un baño.
Se desnudaron y entraron en el río.
Ya riendo, ya en silencio, nadaron mucho tiempo. Se zambullían con los ojos abiertos, tocando las pequeñas piedras pulidas del fondo, cruzando un mundo suspendido, transparente y verde. Truchas azules se deslizaban a ras de sus gestos.
Después se tendieron a la sombra dorada del bosque sobre el césped de las orillas. El perfil de la mujer se recortaba entre las flores.
– Aquí es casi como en la tierra a la que vamos – dijo ella.
– Lo es – respondió el hombre -, pero este es un lugar de paso.
Y ambos se levantaron y se vistieron.
– ¿Vamos? – preguntó él.
– Espera un momento – respondió la mujer. – Antes quiero coger flores para llevármelas.
Se arrodilló en el suelo y empezó a hacer un ramo. Y el hombre se dio cuenta de que cogía las flores arrancándolas con las raíces, y preguntó:
– ¿Por qué coges las flores con las raíces?
– Porque quiero plantarlas en la tierra a la que vamos. No sé si allí hay flores iguales a estas – respondió la mujer.
Y siguieron.
Ahora el día comenzaba a caer.
– Tengo hambre – dijo la mujer.
– Tenemos las moras – dijo el hombre.
Posó el pañuelo en el suelo y desató los nudos.
Pero el pañuelo estaba vacío.
Se quedaron callados unos momentos. Después el hombre dijo:
– Las puntas del pañuelo estaban seguramente mal atadas, y las moras se han ido cayendo una a una conforme íbamos caminando. Una a una. Ni las he oído caer.
– Tengo hambre – dijo la mujer.
– Vamos adelante – dijo el hombre.
Vieron a lo lejos entre los árboles un luz rojiza.
– ¡Es la puesta del sol! – exclamó la mujer. – ¡Ya es la puesta del sol!
– Vamos deprisa – dijo el hombre. – Llega la noche, y aún no hemos encontrado el camino.
Y fueron casi corriendo.
Entre las sombras del crepúsculo oyeron voces de repente.
– ¡Gente! – exclamó el hombre. – ¡Estamos a salvo!
– ¿A salvo? – preguntó la mujer.
Y de nuevo se oyeron voces:
– Llegan de aquel lado – dijo la mujer, señalando a la izquierda.
– No, llegan de allí – dijo el hombre señalando a la derecha.
El hombre cogió de la mano a la mujer, y los dos corrieron a la derecha.
Pero a medida que iban corriendo, las voces se iban volviendo más distantes.
– ¡Van más deprisa que nosotros! – se quejó la mujer.
– Pero – respondió el hombre – si conseguimos al menos seguir la dirección que llevan, estaremos a salvo.
Así fueron, escuchando y corriendo, mientras las sombras del crepúsculo crecían. Hasta que las voces dejaron de oírse, y la noche cayó espesa y cerrada.
La Luna aún no había surgido. Por todas partes los rodeaban sombras, ruidos, murmullos que ellos confundían con bultos, pasos, voces. Pero eran solo tinieblas, troncos de árboles, ramas secas que crujían, susurros de los follajes.
– ¿Estamos perdidos? – preguntó la mujer.
– No lo sabemos – dijo el hombre.
Siguieron despacio, con las manos dadas, en silencio, apoyados el uno en el otro.
Hasta que de repente vieron que habían llegado al final del bosque.
Llenos de esperanza, avanzaron hacia el espacio descubierto, pero, saliendo de la arboleda, se encontraron frente a un abismo.
Observaron inclinados. Sin embargo, a la luz de las estrellas no veían nada delante, a no ser un pozo de oscuridad, mientras un frío de mármol les tocaba la cara.
– Es un precipicio – dijo el hombre. – La tierra está separada ante nosotros. No podemos dar ni siquiera un paso más.
– ¡Mira! – respondió la mujer.
Y señaló un estrecho sendero que seguía a ras del abismo. Había a la izquierda un alto acantilado, y a la derecha, estaba el vacío.
– Vamos – dijo el hombre.
– Tengo miedo – dijo la mujer.
– Estamos juntos – respondió el hombre -, no tengas miedo.
Y siguieron por el sendero.
El hombre iba delante, y la mujer, detrás, se agarraba con la mano izquierda a las rocas, y con la mano derecha, al hombro del hombre.
Iban en silencio bajo el brillo oscuro de las estrellas, midiendo cada gesto y cada paso.
Pero de repente el cuerpo del hombre osciló, rodaron pequeñas piedras. Él le gritó a la mujer:
– ¡Agárrame!
Pero ya el hombro de él se resbalaba de las manos de ella. Y la mujer gritó:
– ¡Agárrate al suelo!
Pero ninguna voz le respondió, pues en el gran silencio nítido y sonoro solo se oía el rodar de las piedras.
Ella estaba sola, vestida de terror, agarrada al suelo, frente al vacío.
– ¡Responde! – gritó, asomándose al abismo.
Lejos, el eco de su voz repitió:
– Responde.
Estaba tendida en la tierra, con las manos enterradas en la tierra, y comenzó a gritar como quien está perdido en medio de un sueño. Después dejó de gritar y murmuró:
– Tengo que ir a buscarlo.
Siguió arrastrándose por el sendero, tanteando el suelo con las manos para hallar un paso por donde poder bajar para buscar al hombre. Pero no había ningún paso.
Entonces, intentó bajar por la propia vertiente del abismo. Agarrándose a las hierbas y a las raíces, se dejó resbalar a lo largo del precipicio. Pero sus pies no encontraban ningún apoyo en el que sujetarse. Pues la vertiente bajaba a pique, era una pared lisa de piedra desnuda.
– Tengo que volver al sendero – pensó la mujer – y tengo que buscar más adelante un paso.
Y, agarrada a las hierbas y a las raíces, se irguió hasta el sendero.
Pero el sendero había desaparecido. Ahora solo había un estrecho reborde donde ella no cabía, donde ni sus pies cabían. Un reborde sin salida. Allí se quedó, de lado, con un pie delante del otro, con el lado derecho de su cuerpo pegado a la piedra del acantilado y el lado izquierdo ya bañado por la respiración fría y ronca del abismo. Sentía que las hierbas y las raíces a las que se agarraba cedían lentamente con el peso de su cuerpo. Comprendía que ahora era ella la que iba a caer en el abismo. Vio que, cuando las raíces se rompiesen, no podría agarrarse a nada, ni siquiera a sí misma. Pues ella misma era lo que ahora iba a perder.
Comprendió que le quedaban solo algunos momentos.
Entonces volvió la cara hacia el otro lado del abismo. Intentó ver a través de la oscuridad. Pero solo se veía oscuridad. Ella, sin embargo, pensó:
– Al otro lado del abismo hay seguramente alguien.
Y comenzó a llamar.