PRIMERA FUGA
(a dos voces)
La vida, mi vida, tiene la tristeza
de la negra tienda de carbón
que veo aún en esta calle. Yo veo,
más allá de sus puertas abiertas, el cielo
azul y el mar con las antenas. Negrura,
como ahí dentro, hay en mí; el corazón
del hombre es un antro de castigo. Es hermoso
el cielo en la mañana, es hermoso
el mar que lo refleja, y es hermoso también
mi corazón: un espejo de todos los corazones
que viven. Si miro en el mío, o fuera
de él, no veo sino desesperación,
tinieblas, deseo de morir,
a lo que el espanto por lo desconocido
se enfrenta quitándole toda la dulzura
que comportaría. Las hojas
muertas no me asustan, y en los hombres
pienso como en hojas. Hoy tus ojos,
desde la negra tienda de carbón,
ven el cielo y el mar, por contraste,
más luminosos: piensa que mañana
estarán cerrados. Otros se abrirán,
semejantes a los míos, a los tuyos. La vida,
tu vida querida, es un largo error,
(breve, dorado, ¡casi una ilusión!)
y tú lo expías duramente. Como en mí,
en estos otros lo expío: personas,
mansos animales cansados; alrededor
vayan por placer o al trabajo, estoy
en ellos, y ellos en mí y en el día
que nos revela. ¿Alimentarte puedes
aún de fábulas? Yo sufro; mi dolor,
solo él, existe. ¿Y no un poco del azul
del cielo, y el mar hoy tan unido, y en el mar
las antiguas velas y los barcos atracados,
y la negra tienda de carbón,
que el cuadro, como por azar, enmarca
estupendamente, y aquellas cosas más suaves
que en ti, por contraste con el dolor,
sientes – encendidas delicias -, y que no dices?
Demasiado temo perderlas; felices
llamo por esto a los no nacidos. Los no nacidos
no son, los muertos no son, solo existe
la vida viva eternamente; el mal
que pasa y el bien que queda. Mi bien
pasó, como mi mal, pero más deprisa
pasó; de él nada me queda. Calla,
cosas impías no digas. También tú calla,
voz que naciste de la mía, voz
de otro tiempo serena; si puedes, calla;
deja que mi vida se parezca
– oscura cosa que oprime – a aquella negra
cúpula, bajo la que un hombre se sienta,
hasta el final del día, y no ve
el mar azul – ¡oh, cuánta dulzura
sentías al hablar! – y el cielo que tiene encima.